Es muy difícil, lo reconozco. Sé que lo políticamente correcto es suponer bondad y empatía en todos los sectores políticos y creer que todos, independientemente de sus ideologías y creencias, buscan el bien común y el bienestar de los demás.
Pero creer eso sería ingenuo. La mayoría de los políticos están dominados por sus egos antes que por la compasión o el amor. Y en eso nos encontramos con personas de derecha e izquierda, pues el amor a sí mismo es transversal. De hecho, muchos narcisistas escogen lugares que parecen inspirados en el amor a los demás para ocultar sus reales intereses. El gran psiquiatra norteamericano M. Scott Peck, en su alucinante libro El mal y la mentira, señalaba que muchas personas perversas se unían a las iglesias u obras de caridad para asegurar que su maldad no fuera detectada. Imagino que la figura de Renato Poblete debe venir a la mente de muchos. Y, desde la trinchera de lo político, muchos perversos se vestirán con los ropajes de la izquierda, naturalmente asociada con una mayor sensibilidad por las necesidades de los más desaventajados y débiles. Pero “izquierdistas” de corazón duro y maldad incuestionable ha habido muchos.
Pero no me malentienda el lector, porque con esto no avalo el empate añorado por la derecha. Si un sacerdote es un depredador sexual encubierto, lo que hace es traicionar su fe y su iglesia, que habla del amor a los demás – por esta vez, no insistiré en cuánta maldad institucional han desplegado las religiones por siglos –; del mismo modo, el izquierdista que tiene una empresa en la que explota a sus trabajadores traiciona su ideario político.
En cambio, el hombre de derecha y, más específicamente, el capitalista que explota a sus trabajadores, es fiel a su mayor amor al dinero y el capital que a las personas. Si entiende que los débiles deben quedar atrás, que la competencia lo es todo, que el dueño del dinero es el dueño del juego, que los pobres deben conformarse con malos sistemas de salud, con una educación precaria, con pensiones miserables y sueldos que él gasta en un solo día, simplemente es coherentecon lo que cree: él es mejor y merece todo lo que tiene. No hay traición a ideal alguno en estas situaciones, sino apego al ideario del Estado mínimo y de la competencia por sobre la solidaridad.
Hoy simplemente juzgo las ideas contenidas en un discurso de derecha o de izquierda. Y lo que quiero decir, aunque me odie la derecha “tradicional” – nunca esperaría su afecto tampoco –, es que el conjunto central de creencias del sector al que le asignamos ese nombre es cruel. Porque cruel me parece el sistema de mercado al que adoran y le entregan la salud, la educación y las pensiones. Gracias a eso, nuestra sociedad carga con miles de muertos al año en listas de esperas en hospitales; con miles de niños y niñas recibiendo una educación de segunda y tercera categoría que les asegurará empleos mal pagados y subordinación a la élite que se recibe “de verdad eso que llaman educación”; y con millones de ancianos y ancianas abandonados, solos y pobres. Gracias a este sistema las personas duermen a la intemperie junto a un cartel del “Centro de Información Bursátil”, en calle “La Bolsa”. Cruel, en definitiva, me parece esa idea de que los más débiles deben resignarse al abandono y aspirar, cuando mucho, al paternalismo estilo patrón de fundo de los más ricos, en lugar de exigir el trato justo que merecen, pues ser más débil, más tonto o menos resiliente no son motivos que verdaderamente justifiquen mayor pobreza y menos oportunidades.
La crueldad de la derecha es proverbial y ancestral. Si no fuera por las heroicas y terribles luchas de los movimientos sociales en contra del capitalismo y la avaricia sin límites de sus representantes, tendríamos a la esclavitud operando como motor de la economía, lo que de hecho ocurrió por varios siglos; seguiría habiendo trabajo infantil y jornadas laborales extenuantes; no habría seguridad social ni sindicalización. Cada reconocimiento de los derechos de los trabajadores, cada beneficio social ha sido arrancado de las manos cerradas de un capitalismo avaro. A la derecha tradicional le parece que la propiedad que hay que proteger es la que poseen los afortunados, y no un derecho que haya que fomentar para todos. El dinero, cree, es el justificante último, la razón legítima por la cual unos deben tener mejor y más educación y salud que otros, lo que de solo pensarlo seriamente por un segundo asoma como una idea derechamente estúpida. Y, para asegurar todo eso, debe garantizarse ante todo “el orden”, gracias a un Estado policial que persiga mapuches, jóvenes secundarios, sindicatos y hasta a quienes usen la palabra “paco”.
La crueldad de las creencias de la derecha se transforma en políticas públicas. Ese es el gran problema. La indolencia de Mañalich cuando minimiza la pérdida de órganos vitales para salvar vidas diciendo que “en todas partes del mundo se pierden”, seguirá siendo el tono de indiferencia propio de este tipo de  ministros; la querella de Karla Rubilar en contra de un niño – eso es un menor de 18 años, según las convenciones internacionales – será la forma en que las autoridades busquen imponer el orden (por suerte el juez Daniel Urrutia tuvo el criterio de declarar inadmisible la querella); la idea de una política sin emociones, bajo la frase de que ella es “sin llorar”, como alguna vez lo dijo Allamand y lo reiteró después Van Rysselberghe, seguirá dominando la escena política.
Por mi parte, le creo mucho más a Martha Nussbaum, quien en su estupendo libro Emociones políticasnos recuerda derechamente la urgencia de entender al amor como fundamento de la justicia.
Me quedo con esa frase tan clara de Beatriz Sánchez en un tuit de 23 de noviembre de 2017: “Digo que la política es con llorar, porque la política es profundamente humana y no podemos dejar las emociones fuera”.
¿Qué puedo decir? ¿No será hora de darle un espacio a las emociones, al amor mismo, a la solidaridad, a la compasión y a la sororidad en nuestras políticas? ¿No debieran ser nuestros líderes los mismos que se conmuevan ante un enfermo adolorido, ante un niño que sueña con ser astronauta mientras camina a su escuela rural, ante una niña que sueña con ser científica mientras escucha a su profesora del liceo? ¿No debieran ser nuestros líderes o lideresas personas que no soporten muy bien el dolor ajeno, aquellos cuyas emociones de pronto asomen en sus ojos si hay inmigrantes pasando frío o ancianos que no pueden comprar sus remedios?
Las ideas de la derecha son crueles y siempre lo han sido. No digo nada nuevo. Por eso, cuando ganan elecciones con los votos de millones que no son ni serán parte de ese grupo de privilegiados, no puedo explicarlo sino por la falta de información o de reflexión
¿No será hora de que alguien como Beatriz tenga su oportunidad y, con ella, la tengamos todos los que no creemos en la competencia y su crueldad? ¿No es acaso la hora de intentar un gran cambio? ¿Qué podríamos perder? Porque ni del crecimiento económico puede jactarse ahora un gobierno de derecha.