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A dos días de la segunda vuelta presidencial, Chile vuelve a situarse ante una encrucijada que, salvando las distancias, recuerda otras elecciones decisivas de su historia reciente. El politólogo Juan Carlos Gómez Leyton propone una lectura que desborda la coyuntura inmediata y sitúa el momento actual dentro de un ciclo largo, iniciado en 1990, cuando el país recuperó la democracia tras la dictadura de Augusto Pinochet. Su tesis es clara: lo que se define este domingo no es un cambio de modelo económico, sino la forma política que gobernará la sociedad neoliberal chilena.
Desde 1990 hasta aproximadamente 2020, sostiene Gómez Leyton, Chile no conoció un proyecto de izquierda en sentido estricto. Lo que existió fue una alternancia entre una centroizquierda y una centroderecha, ambas contenidas por una Constitución heredada de la dictadura y por un sistema electoral —el binominal— diseñado para impedir la emergencia de fuerzas políticas que cuestionaran de manera sustantiva el orden existente. En ese marco, los gobiernos de la Concertación primero y de la Nueva Mayoría después administraron el modelo económico neoliberal instalado en dictadura, introduciendo correcciones sociales, pero sin alterar sus bases estructurales.
La elección del año 2000, entre Ricardo Lagos y Joaquín Lavín, fue quizás el primer gran momento de tensión de ese ciclo. Lagos representaba la continuidad de una democracia protegida, neoliberal en lo económico, pero democrática en lo político; Lavín encarnaba una derecha con fuertes rasgos autoritarios, aún muy cercana al legado pinochetista. La victoria de Lagos permitió prolongar el modelo de gobernabilidad inaugurado en 1990, profundizando el neoliberalismo —al punto de que el propio empresariado lo consideró uno de los mejores presidentes para sus intereses— y postergando conflictos sociales que fueron quedando, como dice Gómez Leyton, “bajo la alfombra”.
Durante dos décadas, la sociedad chilena se habituó a esta lógica: votar por opciones que, más allá de sus diferencias retóricas, prometían esencialmente lo mismo. La ausencia de una izquierda con capacidad real de disputar el modelo fue evidente. Ni siquiera el Partido Comunista, integrado gradualmente al sistema institucional, logró articular un proyecto claramente antineoliberal. Así, la política chilena quedó atrapada en un duopolio que ofrecía estabilidad, crecimiento y gobernabilidad, pero a costa de una democracia limitada, poco participativa y crecientemente desconectada de amplios sectores sociales.
Lo significativo —y aquí aparece el quiebre— es que la crítica más radical a este orden no emergió desde la izquierda, sino desde la derecha. La renuncia de José Antonio Kast a la UDI marca un punto de inflexión: no pone fin a la alternancia entre centroizquierda y centroderecha, que continuará incluso hasta el gobierno de Gabriel Boric, pero introduce un actor nuevo que rompe el consenso implícito del período. Con la fundación del Partido Republicano, Kast ofrece representación política a un pinochetismo sociológico que había permanecido largo tiempo sin expresión directa en el sistema.
Ese pinochetismo —silencioso, persistente, culturalmente arraigado— encuentra en Kast un liderazgo claro y una narrativa coherente: la idea de que Chile se desvió del camino correcto en 1988–1990 y que es necesario retomar un orden autoritario para garantizar seguridad, propiedad y disciplina social. No se trata de abandonar el neoliberalismo, sino de gobernarlo sin mediaciones democráticas incómodas.
La paradoja, subraya Gómez Leyton, es que el gran catalizador de este proyecto no fue la derecha tradicional, sino el estallido social de octubre de 2019. Las barricadas, los incendios, la violencia —independientemente de sus múltiples orígenes— permitieron a la derecha extrema construir una narrativa poderosa: el caos como resultado inevitable de la protesta social, la izquierda como sinónimo de desorden, y el autoritarismo como única respuesta eficaz. La izquierda, en cambio, no logró convertir esa explosión social en un proyecto político transformador. La oportunidad histórica se perdió.
Muchos votaron por Gabriel Boric esperando un quiebre con el ciclo neoliberal, pero el gobierno terminó administrando, con otro tono y otros énfasis, la misma estructura económica y política. En ese vacío, el Partido Republicano consolidó su crecimiento, articulando miedo, orden y autoridad como respuestas simples a problemas complejos.
Así, el escenario actual no enfrenta dos modelos económicos antagónicos. Chile seguirá siendo una sociedad neoliberal cualquiera sea el resultado. Lo que está en disputa es quién y cómo gobierna ese neoliberalismo. Por un lado, una opción democrática-neoliberal, representada por Jeannette Jara: un proyecto progresista, institucional, que promete correcciones sociales sin alterar el orden de fondo. Por otro, un neoliberalismo autoritario, encarnado por Kast, que propone reducir las mediaciones democráticas en nombre de la seguridad y el orden.
Para Gómez Leyton, esta elección también es un juicio histórico a los últimos 35 años. La posibilidad de un gobierno autoritario no surge de la nada: es el resultado de una democracia que nunca se volvió plenamente sustantiva, que no amplió su base social, que no generó entusiasmo ni sentido de pertenencia. La responsabilidad, advierte, es transversal: desde Aylwin hasta Boric, pasando por Lagos, Bachelet y Piñera.
El dilema que enfrenta Chile este domingo es antiguo en América Latina: democracia o autoritarismo. En este caso, ambos bajo el paraguas del neoliberalismo. Puede parecer una elección pobre, pero no es menor. Optar por una democracia neoliberal implica preservar espacios de conflicto, derechos y libertades; optar por un neoliberalismo autoritario supone clausurarlos.
Eso —y no otra cosa— es lo que se decide el 14 de diciembre.
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