Tortura, dictadura y democracia: una mirada histórica
por MARIANNE GONZÁLEZ LE SAUX 16 junio 2016
La aplicación de tortura por parte de Carabineros de Chile ha cobrado especial visibilidad en los últimos días, con motivo de la denuncia formulada por el presidente del Centro de Estudiantes del Instituto Nacional, quien luego de ser detenido en una manifestación el 17 de mayo fue forzado a desnudarse y hacer sentadillas en cuclillas mientras era golpeado e insultado por personal de la 3ª Comisaría de Santiago.
Asimismo, el 12 de mayo, en Antofagasta, funcionarias del Instituto Nacional de Derechos Humanos fueron arrestadas, golpeadas e insultadas por Carabineros cuando visitaban a personas detenidas en una manifestación de apoyo a las movilizaciones en Chiloé. En dicha zona se vivía, al mismo tiempo, un inusitado despliegue de Fuerzas Especiales que también resultó en violencias excesivas.
Estos no son sino ejemplos de una situación demasiado frecuente protagonizada por Carabineros y la Policía de Investigaciones, tanto en centros de detención como en la calle, cuando se interviene para reprimir manifestaciones públicas, sin siquiera entrar a hablar del actuar de las fuerzas policiales en La Araucanía o de los sistemáticos hechos de tortura que experimentan a diario las personas privadas de libertad a manos de Gendarmería.
Quienes denuncian estos hechos tienden a remarcar que esta violencia es parte de la herencia de la dictadura militar, la que habría contribuido a la creación de prácticas institucionalizadas de represión en nuestras fuerzas de seguridad. Y es absolutamente innegable que, durante la dictadura militar, prácticas como la tortura alcanzaron niveles nunca antes conocidos, tanto en términos cualitativos como cuantitativos. Sin embargo, dichas prácticas no son, desgraciadamente, privativas de los gobiernos dictatoriales.
En efecto, el ejercicio sistemático de la tortura ha sido parte constitutiva de nuestra vida democrática desde la creación de Carabineros de Chile en 1927 y de la Policía de Investigaciones en 1933 e, incluso, en periodos anteriores.
Así es como la tortura por parte de las fuerzas policiales aparece de manera reiterada en los registros históricos del siglo XX: por ejemplo, en 1935, durante el segundo mandato de Arturo Alessandri Palma, una Junta de Vecinos de Santiago denunciaba ante diversas autoridades que este servicio “aplica el tormento, y en forma tan inhumana y cruel que las aplicadas en tiempos de la Inquisición, son un pálido reflejo de que pretendemos ser una Nación cultísima, digna y humanitaria. Investigaciones no hace ningún misterio de estos resabios y salvajismos, y cualquier hijo de vecino puede presenciar todos los días el repugnante cuadro de dolor y de sufrimientos que presentan los detenidos que ingresan a esa repartición policial: la trinca cuyana, el baño a medianoche, la escalera, la clavadura con agujas en los órganos viriles y genitales del individuo, la colocación de esposas, el castigo a puño limpio y demás medios de tormento de que se valen los agentes, son conocidos del pueblo, del personal de los Juzgados, y aun de los propios jueces (…) el abuso adquiere caracteres inauditos (…) cuando a las mujeres se las deja dos o tres noches en la sección con el exclusivo objeto de abusar de su persona en forma cobarde y sucia”.
Este breve e incompleto recorrido histórico muestra que, si bien la tortura adquiere una connotación particularmente grave en dictadura, no debemos olvidar en qué medida estas prácticas son también parte constitutiva de los dispositivos para mantener la “paz y orden social” en democracia. Esto no quiere decir que debamos quedarnos de brazos cruzados asumiendo que, porque la tortura “siempre ha existido”, resulta imposible erradicarla. Pero sí nos requiere, al momento de oponernos a estas prácticas, estar conscientes de lo profundo de sus raíces.
Quince años después, en marzo de 1951, durante el gobierno de Gabriel González Videla, el diario Las Noticias de Última de Hora reportaba el uso de electricidad por parte del Servicio de Investigaciones como una práctica frecuente para obtener confesiones de imputados en toda clase de juicios. Así, un comerciante investigado por fraude aduanero denunciaba ese año haber sido “flagelado, aplicándole energía eléctrica obtenida de un magneto (…) los funcionarios policiales aludidos para ahogar sus gritos de dolor, lo llevaron a una sala subterránea ubicada bajo los calabozos en donde, después de desnudarlo y maniatarlo bien, lo hicieron víctima de maltratos (…)”. Pocos días después, un periodista entrevistaba a una joven empleada doméstica de 18 años acusada de hurto por sus patrones, quien tras varias horas de interrogatorio, y puesto que “no reconocía haber robado, (el Policía) me aplicó corriente eléctrica en los oídos y en… –su llanto nuevamente volvió a convulsionar su pecho”.
En 1970, a finales del gobierno de Eduardo Frei Montalva, las denuncias por muertes, torturas y allanamientos ilegales por parte de Carabineros e Investigaciones llegaron a un punto tal, que la Corte Suprema dictó un auto acordado para que “se instruya a todos los Tribunales del país para que tan pronto se impongan de alguna actuación de la fuerza pública que cause muertes o heridos, o de cualquier transgresión por Investigaciones o Carabineros de las garantías constitucionales y procesales, o del atropello y violación de los derechos humanos, oficien a la Excma. Corte con el fin de que esta lleve un control en todos estos casos.”
Estos testimonios del uso reiterado de torturas y otras formas de violencia por efectivos policiales no son sino una muestra ínfima del universo de miles de casos de tortura que se encuentran en los expedientes judiciales criminales a lo largo del siglo XX, denuncias que por regla general eran consideradas irrelevantes por los jueces, quienes seguían adelante con el procedimiento y utilizaban sin reparos las confesiones obtenidas con tortura como base de sus sentencias.
Estos hechos se producían en juicios “comunes” sin una necesaria connotación política, aunque la denuncia pública de estos actos pareciera aflorar en periodos en que el gobierno reforzaba su capacidad represiva: por ejemplo, el segundo gobierno de Alessandri Palma (1932-1938) fue particularmente proclive a declarar estados de excepción constitucional para aplacar movimientos sociales. Asimismo, en 1951, La Ley de Defensa Permanente de la Democracia se encontraba en plena aplicación. Y los últimos años del gobierno de Frei Montalva estuvieron marcados por una creciente represión de movimientos sociales ilustrada por la tristemente famosa masacre de Puerto Montt en 1969, proceso reforzado durante las masivas movilizaciones en la campaña presidencial que llevaría a la elección de Salvador Allende en noviembre de 1970.
Lo que esta mínima selección de casos demuestra es que las prácticas de tortura se encontraban enraizadas en las fuerzas policiales con bastante anterioridad a la dictadura militar de 1973. Estas se utilizaban tanto para efectos de reprimir movimientos políticos como en la operación cotidiana del sistema criminal en contra de sectores mayoritariamente populares, y tuvieron lugar durante el periodo en que nuestra institucionalidad democrática fue, a decir de muchos, la más robusta y participativa de su historia. La dictadura militar “solo” transformó estas prácticas en una política masiva y sistemática y extendió su uso al resto de las Fuerzas Armadas en contra de la población civil. Creó además un contexto en el que la denuncia de estos actos se volvía extremadamente peligrosa y su control por parte de otras autoridades inexistente.
Este breve e incompleto recorrido histórico muestra que, si bien la tortura adquiere una connotación particularmente grave en dictadura, no debemos olvidar en qué medida estas prácticas son también parte constitutiva de los dispositivos para mantener la “paz y orden social” en democracia. Esto no quiere decir que debamos quedarnos de brazos cruzados asumiendo que, porque la tortura “siempre ha existido”, resulta imposible erradicarla. Pero sí nos requiere, al momento de oponernos a estas prácticas, estar conscientes de lo profundo de sus raíces.
Asimismo, es necesario conocer y comprender cómo estas prácticas van renovando sus objetivos, técnicas y significados, conforme van cambiando los contextos históricos. Nos requiere en particular mirar cómo se articula la “tortura común” en procedimientos judiciales dirigidos en su inmensa mayoría en contra de los sectores populares o más vulnerables, y la “tortura política” destinada al control de manifestaciones sociales e ideologías.
Finalmente, nos recuerda que estas prácticas no son meros “accidentes” o “excepciones”, el acto peculiar de algunos individuos descarriados. Al contrario, son parte de mecanismos estructurales de la operación de las fuerzas de seguridad en nuestro país y, más fundamentalmente, son formas de violencia cuyo objeto es, a final de cuentas, la producción y reproducción de desigualdades en nuestra sociedad.
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