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domingo, 30 de septiembre de 2018

PULSO SINDICAL Nº 364 DEL 15 AL 30 DE SETIEMBRE DE 2018




Desde hace varias décadas, Septiembre es un mes de contrastes, particularmente para quienes tuvimos la fortuna de vivir en tiempos de democracia más real y efectiva.
Se anuncia la primavera al mismo tiempo que se recuerda  el paso de la muerte que, cual sentencia bíblica, arrasó con muchos de los hogares de quienes se atrevieron a creer que el mundo podría ser más justo y digno. 
Hasta hoy son miles los que lloran y lamentan la partida de familiares y amigos y otros tantos siguen empeñados en encontrar aunque sea un rastro de sus seres queridos.
Pablo, el poeta, se fue un 23 de septiembre, consumido por el cáncer y la pena, imposibilitado quizás para hacerle frente a un nuevo dolor, como aquel de España en el corazón.
Víctor, el cantautor y director de teatro, nació y murió en Setiembre.  Notable creador y músico popular, fue odiado por decir las cosas por su nombre.
Nunca preocupado de agradar a todos, siempre fue para adelante y llamó a las cosas por su nombre separando aguas, ya en ese entonces, de los que después vendrían a cerrar filas junto a “las direcciones”  aunque aquello implicara dar la espalda al pueblo y sus demandas.

Era setiembre el mes establecido para las elecciones presidenciales en Chile y lo fue hasta el año 1970. Ese año, un 4 de setiembre el candidato de los pobres llegó legítimamente al gobierno e inicia un periodo de cambios y transformaciones revolucionarias que le granjearon el odio de los ricos, quienes lo derrocaron un 11 de setiembre, 3 años y algunos días después de que fuera electo.
También fue en un septiembre, por allá por 1981, el momento en que comenzaron a fructificar los acuerdos que culminaron  casi 2 meses después con la constitución de la Confederación Gastronómica  y Hotelera, legitima  y digna antecesora de nuestra CGT y es también en un Septiembre, hace solo algunas semanas, que concluyó el proceso de unidad que dio inició al trabajo de la Central Clasista de Trabajadores, un grupo de sindicalistas claros de su rol y compromiso, dignos  herederos de las banderas y el accionar  que pusieran en sus manos  muchos que han caído en Setiembre.
Unos y otros son dignos representantes de la clase trabajadora. Lo han demostrado y lo seguirán haciendo en cada una de las luchas que desarrollen.

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Miguel Angel Quintero Poblete, nuestro compañero suplementero de Dieciocho con la Alameda también se marchó de esta vida en setiembre - igual que Jorge Long Prunes -y como sucedió en ese 19 de septiembre de 2014, tampoco estuvimos para despedirlo.
Nos queda el consuelo de haberle hecho saber de nuestra preocupación por su salud y ofrecer a él y su familia el apoyo que pudiera haberse requerido.
Fue Juan Carlos Moreta, el garzón dominicano con quien iniciaba el día chanceando, que con un solo gesto nos transmitió la noticia. Unas horas después fue su primo, que se había hecho cargo del kiosco durante la tarde de lunes a viernes, quien nos confirmó la dolorosa nueva. Miguel se había muerto.                                                                                                               
Casi 30 años instalado en esta esquina, espectador privilegiado de las primeras y multitudinarias marchas post dictadura y victima primaria delos efectos de la represión y el vandalismo.
Colabora con la CGT vendiendo nuestros libros y el periódico La Voz de los Trabajadores y, por sobre todo, es un luchador por los derechos propios y de sus colegas suplementeros.
Miguel fue un suplementero de esos a la antigua. Un autodidacta que absorbió  todo lo que llegaba en diario, revistas y libros. Un poblador obrero consciente que expuso y defendió sus ideales sin dar ni pedir tregua.
En mayo o junio de este año dio muestras de alguna dolencia que no especificó pero, como muchos, minimizó los posibles efectos y dijo que pronto estaría para seguir dándole con todo, pelear con la distribución de algunos diarios que sin respetar la abnegada labor de los suplementeros les dejaban sin productos para vender.
Miguel fue un revolucionario y vibraba con la U, su chunchito, y en estas decenas de años no dejamos de apostar por deporte y decirle a quien quisiera escucharnos, que nuestra lucha nos hermanaba, por sobre cualquier camiseta de futbol.

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Fue un 28 de setiembre, hace 45 años, que fueron sacados desde su lugar de trabajo – Maestranza Central de San Bernardo, 9 de los 11 ferroviarios (los otros 2 habían sido detenidos horas antes en sus casas. 
Se les mantuvo durante el día en la Escuela de Infantería y en la noche de ese día se les trasladó al cuartel 2 en Cerro Chena, a las dependencias conocidas como La Escuelita.
En ese lugar nos encontramos, pudimos susurrarnos saludos e informarnos de lo que pasaba afuera y ahí, en ese lugar maldito.
Venían acusados de querer volar unas instalaciones de gas al interior de la Maestranza y siempre estuvieron ciertos de que no saldrían vivos de ese lugar.
Me pidieron encarecidamente hacer los esfuerzos por mantener en alto las banderas de la lucha de los trabajadores, no olvidar el sacrificio del presidente Allende, pero por sobre todo vivir y seguir adelante en esta pelea que solo acabará cuando estén satisfechas todas las aspiraciones de nuestro pueblo.
En el mes de mayo de este año se declaró monumento nacional en la categoría de monumento histórico, a los 2 lugares que sirvieron como centro de detención y tortura de prisioneros en el cerro Chena de San Bernardo y un 28 de setiembre ve la luz mi séptimo libro, dedicado justamente a honrar la memoria de quienes cayeron en ese lugar.

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Y este setiembre de 2018 nos tenía deparada una nueva pena. Carlos  Ruben Ovando Cardenas falleció de cáncer en Punta Arenas a los 78 años.
Los recuerdos afloraron por miles y aunque hace ya muchos años que no teníamos contacto con él, no podemos olvidar ni por un momento que fue de los primeros en tendernos la mano, junto a Lucho Soto, allá en Magallanes.
                                                                         
Estoy cumpliendo 30 años en la presidencia de la organización y el inicio de este largo camino en primera línea, tiene su origen en Punta Arenas.
A esa ciudad fui en mi primera visita como presidente subrogante  de la CTGACH, participé de la afiliación del Sindicato del Hotel Cabo de Hornos y en el auto de Lucho Soto recorrimos kilómetros y kilómetros visitando casinos en pérdidas estancias y otros lugares de la región. 
En la segunda visita a la zona, a finales de diciembre de 1988 llegué a la casa de Carlos Ovando, alojé con él y compartí junto a quienes le visitaron por esos días. 
En el primer piso había un pequeño restaurante  al que llegaban algunos trabajadores del puerto que estaba solo a unas cuadras. Mientras ellos compartían un vinito una cerveza, nosotros en la cocina disfrutamos de horas de café y conversación. 
Se fue un gran puntarenense  y un mejor compañero y lo despedimos acongojados.


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Compañeros como Carlos Ovando  y Miguel Quintero no llenan páginas en los medios y ni siquiera son reseñados cuando fallecen. Sin embargo son parte de esa enorme estructura de apoyo con la que cuentan las luchas populares.
Por eso les rendimos tributo y honramos su memoria, así como lo hacemos con los compañeros ferroviarios de la Maestranza fusilados en 1973: Alfredo Acevedo Pereira, (27 años); Roberto Ávila Márquez, (59); Raúl Castro Caldera, (23); Hernán Chamorro Monardes, (29); Manuel González Vargas, (46); Arturo Koyck Fredes, (48); Adiel Monsalves Martínez, (41); José Morales Álvarez, (31); Pedro Oyarzún Zamorano, (36); Joel Silva Oliva, (37) y Ramón Vivanco Díaz, (44). 
Septiembre es dolor, Septiembre es compromiso. 

Todas y todos los que cayeron tienen un lugar en este homenaje clasista.

MANUEL AHUMADA LILLO
Presidente C.G.T. CHILE 

El Triángulo de las Bermudas

Politika diarioelect.politika@gmail.com

¿Y si el Triángulo de las Bermudas fuese el lugar en que desaparecen las ilusiones? El sitio en que, anorexia empresarial mediante, tropieza la medianía de la clase media... Un relato supra-realista de Daniel Pizarro.

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Photo by Jaredd Craig on Unsplash

El Triángulo de Las Bermudas


Un texto de Daniel Pizarro


Me interesa hablar del niño. Yo diría que su figura se ha recortado en el centro de mi atención. Pero si intento hablar de él la figura se difumina y entremezcla con su medio, y con el mío, y de pronto me sorprendo en lo más hondo de una selva oscura donde todo está enredado e implicado.
Pero digo que hablaré de él, aunque desgarre las fibras más íntimas, aunque traicione las cosas, su verdad, el modo en que se aparecen al entendimiento. En este sentido la violencia también es partera de las historias. Ese niño era amigo de mi hijo. Habría que ponerle un nombre antes de que sea demasiado tarde. Yo lo llamaría Miguel. Ese niño admiraba a mi hijo. No sé qué habrá venido primero, si la amistad o la admiración, pero para mí estaba muy claro que una condujo a la otra y que luego se amalgamaron en una aleación indestructible.
Eran compañeros de curso en el colegio. Pero la amistad, y también la admiración, vinieron por el lado del vecindario y la plaza, donde se encontraban en las tardes después de clases con el concurso de algún adulto, yo antes que nadie, pues me obstinaba en proyectar mi propia vida de barrio en mis hijos con la idea, a lo mejor absurda, de que las experiencias del barrio tienen para los niños más importancia que ninguna otra. Así que daba una especie de batalla colosal, anacrónica, contra mi propio cansancio y hastío tras nueve horas de oficina, tomaba la pelota de fútbol, la bicicleta de mi hija, la pistola con balas de espuma, alguna muñeca y también cualquier otro juguete que se les ocurriera llevar y hacía hasta dos viajes en el ascensor si era necesario.
Digo que se trataba de una batalla y mi cansancio no era el único enemigo a vencer, en absoluto. Al otro lado de la calle la plaza, la placita, era como un retazo de lo que no pudo ser devorado por los autos y las empresas inmobiliarias. Un lugar odiado por el tráfico creciente y los edificios que venían levantando sin respiro, trastornando todo el barrio a una velocidad imposible de seguir en el lapso de una sola vida o la marcha de una comunidad. Pero ya estaba hecho. El poder descansa en otras manos. La plaza era un triángulo equilátero, sus catetos formaban el ángulo recto de las calles y la hipotenusa un costado del edificio con sus balcones a la vista y abajo una franja de césped que los niños, no sin polémicas con los vecinos, usaban como campo de fútbol. En medio de la plaza crecía una araucaria excelsa, alrededor unos bancos de hierro. Más adelante instalaron máquinas de ejercicios en las que nadie ejercitaba y los niños también se las apropiaron.
Según como se viera, la plaza era un oasis o el Triángulo de Las Bermudas. Cuando la pelota salía disparada hacia la calle yo pegaba un salto del banco y les prohibía ir a buscarla. A veces la pescaban unas ruedas y se reventaba, desatando el llanto de un niño; otras el golpe contra un parachoques la lanzaba casi una cuadra más allá. Yo siempre la traía de vuelta y no permitía jamás que ellos se expusieran a ese peligro. A veces unos perros de mandíbulas grandes se quedaban con la pelota atrapada en el hocico y yo mismo tironeaba para quitárselas y luego observaba la marca de los caninos en los cascos. También me peleaba con las señoras de los balcones que no los dejaban jugar en la franja de pasto a los pies del edificio. Ellas alegaban que la mantención del césped corría por cuenta de los residentes, lo que era cierto; desde abajo yo les replicaba que ese terreno pertenecía al municipio, lo que también era cierto. También discutí y me peleé con los conserjes del edificio porque abrían los regadores justo en mitad de un partido o porque uno de ellos respondió mal a mi hijo cuando fue a preguntar a la recepción por uno de sus amigos. En fin, todo por la vida de barrio.
Digo que el niño admiraba a mi hijo. Podía advertirlo en su mirada, en la atención concentrada que le ponía cuando empezaba a hablar, cuando lo iluminaba alguna de sus ocurrencias. Siempre lo secundaba en los juegos. Le gustaba repetir que se parecían mucho. Que el pelo, que la misma boca de pato. Pero no lo constataba como una simple coincidencia; lo decía con orgullo. Andaba con los cordones de las zapatillas desanudados, los pantalones le quedaban cortos y se le bajaban hasta la mitad del culo. Mi hija y la hermana mayor de Miguel pasaban por su lado riéndose arriba de las bicicletas.
Mi mujer conoció a los padres antes que yo. Le habían llamado la atención en una convivencia escolar. Me los describió como dos seres enanos, con joroba, casi albinos y más encima mudos. Me imaginé un par de gnomos nórdicos. Así que cuando conocí al padre no lo encontré tan extraño pues me había preparado para la visión de un personaje de fábula. De vez en cuando iba a fumar a la plaza, siempre, eso sí, después que mi hijo partía a tirar del cordel de la campanilla con que se llamaba a su casa. Iba un rato y luego se entraba. O partía a comprar al supermercado y luego se entraba. Y más tarde yo les devolvía intactos a sus hijos habiendo cumplido mi cuota diaria de vida de barrio.
Digo que aparecía de vez en cuando, y lo hacía con el escaso pelo rubio aplastado en la frente, un fleco aplastado en la mejilla, unas mechas tiesas, levantadas. Aparecía como si viniese de un trajín espantoso, de una tarea que lo tenía completamente abrumado, que no le dejaba tiempo para asearse bien ni preocuparse por la vestimenta. Su único respiro parecía entonces ese cigarrillo que se fumaba a mi lado en el oasis de la plaza.
No salíamos de los mismos temas: el colegio de los niños, nuestros trabajos. Aunque debo decir que él hablaba mucho más que yo sobre trabajo, porque el suyo le traía más problemas. Y mientras conversábamos con toda la desidia inseparable de ese encuentro casual, él ni siquiera se molestaba en mirar a sus hijos; estaba sobrepasado, saturado por algo indefinible que no le permitía interesarse por nada de ellos, ni por sus juegos ni por sus pequeñas necesidades como un pinche de su hija extraviado en el maicillo o los cordones sueltos de Miguel que lo hacían tropezar, mucho menos por una invitación a ser parte de sus juegos. Si alguna vez jugaba con su hijo, yo me enteraba de que había sido en el patio de su casa, un partido de fútbol que Miguel siempre perdía, al contrario de los partidos entre los niños y yo, en los que me dejaba ganar calculadamente por un gol para prolongar hasta el final la emoción y también, cómo no, la anhelada vida de barrio.
Pero bueno, así nos iba en la plaza, con nuestra vida de barrio. Así iba comprendiendo yo algunas cosas. Una vez, entre pitada y pitada, me habló de un caso de maltrato en el curso de su hija –bullying lo llaman ahora–, en el que según entendí ella estaba involucrada. Se había desatado una guerra de mensajes de texto en el grupo de Whatsapp de los padres, donde las madres llevaban la voz cantante y pendenciera y donde algunos padres también metían baza. Él en ningún caso, me dijo, y a mí me cuadró perfectamente con su actitud vital. Fumaba y se dedicaba a mirar el chat.
Yo sabía muy bien de lo que hablaba; también en los cursos de mis hijos esos chats de los celulares terminaban convertidos en avisperos donde el chismorreo contra los ausentes, apoderados que se habían restado de participar y sobre todo las profesoras, depositarias de todos los males, daban la nota y enseñaban que la agresividad y, derechamente, el afán de destrucción eran adrenalina para sus venas sedientas, como si el asunto fuera prepararse y también adiestrar a los hijos para la guerra como en la ciudad-estado de Esparta donde, según cuentan, unos ancianos examinaban a los recién nacidos y mandaban eliminar a los defectuosos sin ningún remordimiento.
No lo sé, pero me venían a la mente esos pensamientos al lado de este hombre con el pelo aplastado en la frente, tieso y pegoteado. Y cuando alzaba los ojos para alcanzar un panorama del Triángulo de Las Bermudas veía pasar por la intersección de los catetos, a toda velocidad, a unos jóvenes en bicicleta con los audífonos puestos, cantando a voz en cuello en un inglés macarrónico como si aquel gesto fuese la demostración máxima de libertad, o acaso veía a mujeres muy jóvenes deslizarse en patines como si un ángel les susurrara al oído: “Lo que sea que hagas, hazlo con un aire desafiante y agresivo”, y a mí me recordaban el estilo de las heroínas hollywoodenses y de series televisivas.
Digo que él fumaba con el pelo hecho un desastre, y yo iba entendiendo por qué no se dejaba ganar en el fútbol ante su hijo de siete u ocho años. Lo entendí aún más en el marco, digamos, de la vida de barrio —o lo que iba quedando de ella— cuando Miguel apareció por la plaza con objetos para vender. Primero, creo, fueron unos autitos bastante a mal traer, sin ruedas, rotos, a punto de descuajarse. Los alineaba al través en la vereda con el propósito expreso de interrumpir el tránsito de los peatones, tal como los vendedores ambulantes, y no faltaba la señora del barrio, incluyo especialmente a las viejas que los retaban por jugar a la pelota en la franja de césped, que encontraba de lo más simpática la afición del niño y le entregaba una moneda de cien pesos sin aceptar un auto a cambio.
Me acuerdo de otra vez en que Miguel simplemente salió a la calle a vender piedras. Guijarros pequeños que cabían en la palma de su mano, con formas y colores interesantes a su juicio, y que a lo mejor le traían a la memoria imágenes de piedras preciosas, rubíes, diamantes, qué sé yo. Detrás de este comercio incipiente estaba el padre, que en alguna conversación de puertas adentro lo había animado a juntar plata para pagar las cuotas del curso y aportar para sus útiles escolares, y en otra conversación de mayor alcance le dijo que empezara desde ya a reunir dinero para estudiar la universidad en Estados Unidos, pues estaba claro que para el padre todo lo que viniese de allá representaba lo más excelso del mundo, sin discusión.
El hecho es que lo recuerdo arrodillado sobre su colección de piedras, protegiéndolas dentro del Triángulo de Las Bermudas con las rodillas peladas por el fútbol o algún costalazo en bicicleta, y recuerdo a mi hijo de pie a sus espaldas, intrigado por el afán de su amigo, comentando con la simpleza con que los niños formulan sus pareceres: ¿Eres tonto? ¿Quién va a comprarte una piedra? Miguel debe haber hecho oídos sordos, su padre debió seguir leyendo los mensajes insidiosos en el teléfono, y yo creo haber pensado, por una de esas asociaciones de ideas difíciles de rastrear, que a mayor dureza de la realidad, más roídos nuestros caninos, y como si fuera un silogismo, haberme dicho: y mientras más roídos, más fuerte mordemos a los más débiles.
*
Alguien, alguna vez, me dijo: Uno es de clase media hasta que pierde el trabajo. Pudo haber sido en la plaza, donde era posible oír esas frases que aludían a un vecino caído en desgracia. Pero no creo que fuese el padre de Miguel, pues la clase media es un asunto mental antes que nada, y quienes han vivido en ese asunto, sobre todo de niños, no lo abandonan nunca más. Quedan como prendados de una vida fantasmagórica. Por lo que alcanzamos a conversar en el banco de la plaza, entre sus pitadas, él provenía de una familia de clase más bien acomodada pero en declive. No lo expresó así; yo lo deduje. Con su cara de no doy más evocaba un mundo perdido de privilegios y comodidades que trataba de revivir inspirando el cigarrillo y luego expulsando bocanadas de nostalgia. En cambio su mujer, Rita, a la que conocería después, era de una familia en ascenso, como dicen. O como ella misma me dijo una vez: A nosotros nos faltaba. Por no decir, se entiende, que habían sido pobres, ya que declararse pobre, hoy por hoy, es aceptar el peor de los fracasos, la ignominia. Nadie es pobre, nunca más, menos si puedes comprarte un auto y arrendar un departamento enano. No eres un siervo moderno ni vives segregado, cómo se te ocurre. Estás completamente integrado y siempre puedes más, mucho más. Te lo repiten a cada rato. En resumen, para seguir con imágenes trazadas en un plano cartesiano, sus destinos se encontraron en la intersección de un ascenso y un descenso, en algún punto intermedio del ni fu ni fa, probablemente en alguna universidad privada que habrá asaltado los bolsillos de sus familias.
Antes de que sea tarde, también conviene decir que el padre de Miguel tenía un nombre: se llamaba Luciano. Y digo que tenía problemas con su trabajo, o quizás el trabajo tenía problemas con él. Esto último suele ser lo más común. El trabajo siempre está como molesto, incómodo con nosotros. Nosotros no nos hacemos tantos problemas; nos acomodamos a él, no nos queda otra. Pero el trabajo corcovea, se encabrita, se crispa; en cualquier momento nos hace salir disparados como pelota de fútbol. El trabajo es una bestia chúcara que debe ser montada a diario. Es complicado. Me hacía recordar un ridículo concurso de TV de los años ochenta: Gánesela al toro. Un indomable toro mecánico que hizo saltar por los aires a cientos o miles de concursantes. Por eso, pienso yo, Luciano me hablaba tanto de su trabajo. Por eso, a lo mejor, su hijo admiraba al mío: porque mi empleo no corcoveaba ni la décima parte del de su padre. Quién sabe. Entonces, digo, sentados en el banco lo oía describir sus jornadas de rodeo americano aferrado a la montura, jalando de las riendas.
Era vendedor viajero. Viajaba por el sur, Octava, Novena y Décima regiones, ofreciendo equipos para clínicas y centros de oftalmología. Más abajo en el territorio no había nada, tierra baldía en lo que a óptica se refiere. Iba y venía por las ciudades del sur tratando de vender equipos ópticos para ganar su comisión. Alojaba en hostales de segunda para ahorrarse el viático y sólo exigía como condición para hospedarse que le permitieran fumar en la habitación y que ésta tuviera TV cable. Me reconoció que su verdadero tiempo de descanso, el más precioso, lo conseguía en esos momentos fumando acostado frente a una película en una noche de lluvia. Pasaba una semana afuera mientras su mujer debía encargarse del tercer hijo, un niño de meses que había nacido muy prematuro y lleno de complicaciones. Un hijo no planificado que explotó como una bomba sobre la rutina doméstica y las finanzas familiares. Había pasado tres meses en la UCI pediátrica ocasionándoles una deuda de varios millones, entre quince y veinte, me dijo Luciano. Pero por algún resquicio legal, un error administrativo de la clínica, había logrado quitársela de encima y ahora podía fumar más relajado en los hostales del sur.
Así y todo el trabajo era un tremendo problema, no como en las telenovelas donde todo es problemático menos el trabajo. Aquí Luciano era un problema irresoluble para el suyo. Le debían unos bonos de negocio, las ventas habían caído. No todos los días puedes vender un equipo que cuesta millones de pesos, me iba explicando. Y yo entendía. No hay centros oftalmológicos cuadra por medio, decía. Estaba pensando en independizarse. Un amigo planeaba instalar una clínica de los ojos y lo quería de gerente. Allí en la plaza, triángulo u oasis, la promesa sonaba muy bien. Luciano era veterinario y había tenido su propia clínica para animales, pero era el trabajo más tiránico que pueda uno imaginar. A cualquier hora, cualquier día de la semana, aparecía la clientela con sus mascotas. Llorando, angustiadas, no aceptaban un “no”, un “vuelva mañana”, pues se trataba de la vida de sus perros o gatos, de sus hurones o canarios. No sé cómo había transitado de los animales a los equipos ópticos, pero eso no importa, pues uno estudia algo, o no estudia nada, y siempre termina donde ordena el trabajo, la bestia que da corcovos.
Luciano tenía una fe profunda en los gobiernos de derecha. Me hablaba con toda confianza como si no cupiera otra posibilidad más que ser de derecha, sobre todo si uno tenía el pelo rubio o castaño como en mi caso. Yo tenía que ser de derecha. Incluso si te platinas el pelo, en una de ésas también podrías ser de derecha. O si te pones implantes mamarios. O si te quejas de todas las trabas que te pone el Estado para emprender el negocio que te salvará la vida. Él pensaba que con el próximo gobierno, de derecha, todo iba a componerse por fin. Sus esperanzas y expectativas con la derecha eran mucho más grandes que las mías con un eventual gobierno popular o progresista, que hasta aquí –digamos en los últimos cuarenta y tantos años–, no habíamos tenido.
Pero bueno, para ir resumiendo: ganó la derecha y a pesar de todo la bestia se encabritó como nunca. A Rita, su mujer, la despidieron del trabajo después de quince años en la empresa. Yo calculo que ella había pasado de los cuarenta, lo cual enfurece a los potros salvajes del rodeo americano. Salió disparada de su lomo áspero. Lucharon por una indemnización cuyos vaivenes Luciano iba contándome por capítulos en la plaza. Y la ganaron. Eso les concedió un poco de oxígeno durante algunos meses. No sé si habrá sido la decisión más sensata, pero por ese mismo tiempo él decidió dejar la empresa donde le debían bonos y caían las ventas de equipos ópticos y se lanzó a la aventura de la clínica con su cargo de gerente que sonaba tan bien en el banco de la plaza.
Entretanto Miguel seguía jugando con mi hijo gracias a un infatigable promotor de la vida de barrio: yo mismo. Hoy hasta podría hacerse un negocio de aquello: animador barrial o algo por el estilo. Miguel aparecía con la camiseta azul de un perfecto club de clase media: la Universidad de Chile. Así como Colo-Colo es el equipo del pueblo por antonomasia, y la palabra pueblo sólo se permite en el ámbito deportivo, la “U” es de clase media y esta clase lucha de forma simbólica contra el pueblo dentro de un estadio de fútbol… Pero digo que Miguel aparecía con su camiseta azul, al igual que mi hijo. Sin embargo la de éste traía su escudo bien pegado al corazón, mientras la de Miguel tenía un escudo recortado por un pulso tembleque, la habían pegado con neopreno casi en el centro del pecho como en un traje de superhéroe y el pegamento oscuro ensuciaba todo el contorno, y tal vez ese hecho era otro motivo de admiración hacia mi hijo.
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Un día Luciano desapareció para siempre de la plaza. A la distancia el hecho me parece predecible, la crónica de una desaparición anunciada. Pero en esos momentos me tomó desprevenido y fue como si otro enemigo más conspirara contra la vida de barrio: las rupturas matrimoniales. Yo estaba al tanto de que la vida se les había puesto cuesta arriba, Rita sin trabajo, él con su puesto nominal de gerente pero de momento sin sueldo, a la espera de unos convenios con los seguros de salud que atiborrarían de pacientes la clínica. Así y todo, digo, lo recibí como un golpe bajo y una severa amenaza contra esa vida que yo trataba de amalgamar como pudiera, remendando por aquí y por allá las descoseduras. Como ya no venía el padre de Miguel, no olvidaba acompañarme con un libro en el banco de la plaza. Tiempo residual para la lectura, lo llamaba. Cada una o dos páginas me interrumpían los niños, y si no eran ellos era yo mismo, que deslizaba un ojo por las letras y con el otro supervisaba el curso de sus juegos o directamente intervenía para que sumaran nuevos amigos entre los niños cuyas madres me miraban con un recelo corrosivo, más de alguna habrá pensado que se encontraban ante un pedófilo de tomo y lomo, no tengo dudas.
Pero bueno. Yo seguía en lo mío. Debo haber obtenido un máster o doctorado en la especialidad. Un día se me presentó la oportunidad de ofrecer a Rita un trabajo en la empresa. Algo sencillo a mi entender, la atención de clientes. Ella se inflamó de esperanzas y hasta cogió del hocico al toro para besarlo en la boca. Yo también estaba entusiasmado, y ni falta que diga que no era sólo la posibilidad de ayudarla a ella y su familia sino también la perspectiva de prolongar un poco más la vida de barrio, las amistades de mis hijos a la vuelta de la esquina como en los viejos tiempos. Una ecuación se había dibujado en mi mente, ahí la vida de barrio equivalía a los empleos a la antigua o tenía su contraparte en ellos, empleos de clase media como en la empresa pública donde entonces trabajaba. Empleos mansos. Era una costura mágica para una situación que se venía desbaratando.
Entonces comencé a hablar más con Rita y ella me confió asuntos más personales, en especial de su relación con Luciano. Para ella su marido estaba muy deprimido, no se perdonaba la incapacidad de ser el sostén económico familiar. Ahora que ella había conseguido su empleo y estaba a prueba por unos meses, antes del contrato indefinido, se sentía más segura y trataba de convencerlo de que volviera a la casa –se había ido a vivir con su padre– y tuvieran un poco de paciencia. Había que tener fe, me dijo. Claro, ella era evangélica y yo me decía que de algo hay que aferrarse. Me hablaba como una ametralladora, mil palabras por minuto. Me costaba seguirla. Estábamos en el living-comedor de su casa. Ella me decía “mi niño”. “Mi niño” para arriba, “mi niño” para abajo. Era una persona que ya no podía pensar y yo me temí que aquello le jugara en contra en sus labores de atención a clientes. Entretanto el niño pequeño, que había aprendido a caminar, iba destrozando todo alrededor. Jalaba las cortinas, tiraba al piso jarrones y adornos, y Rita no lo veía, ya no veía nada.
*
Volví a encontrarme con Luciano en una que otra convivencia de padres y apoderados. Me dio las gracias por el empleo de Rita. Hablamos del colegio y el trabajo, como siempre. Yo sabía que él se había ido de su casa y él sabía que yo lo sabía. Pero ninguno de los dos tocaba el tema. Era como si nada hubiese ocurrido. Daba sus pitadas al cigarrillo y a mí me pareció que a todas luces estaba vistiéndose con más prolijidad. Camisa a rayas dentro de los pantalones, cinturón de cuero, zapatos lustrados. Lo poco que le quedaba de pelo intentaba peinárselo bien y distribuirlo por la cabeza. Así y todo una de las últimas veces que lo vi me contó que la clínica se estaba yendo al hoyo y había tenido que renunciar. Un día les cortaron el agua. Pase, porque puedes arreglártela con bidones y tambores. Mantienes el estanque del baño siempre lleno. Dices a los pacientes que el lavamanos se echó a perder pero hoy día lo arreglan, sin falta. En su cargo de gerente él mismo daba las excusas. El problema vino con la electricidad. Cuando te cortan la luz no puedes hacer funcionar los equipos. Y sin equipos la clínica no existía. Se convierte en un lugar demasiado caro de mantener. Un imán para las deudas. A Luciano le debían el sueldo. En realidad, no se lo habían pagado nunca. Por suerte la casa donde vivían Rita y los niños era de un amigo suyo, de lo contrario ya los habrían puesto en la calle. Debía seis meses de arriendo. Y a él le debían unos cuatro de sueldo. No pregunté cómo pagaba el colegio. Pensé en un momento que iba a pedirme dinero prestado, plata que yo no tenía. Pero no. Hubo silencio y otro cigarrillo en su boca. Vino Miguel a preguntarme cuándo lo invitaba al departamento para jugar con mi hijo. Cuando tú quieras, le respondí.
*
El contrato de Rita no fue renovado. Esa misma tarde ella me compartió por teléfono el ícono de una cara triste. Yo venía olfateando que su contratación sería muy difícil. En la empresa se habían hecho eco de una llamada “política de austeridad fiscal”: máximo ahorro en todos los gastos corrientes, operacionales, etc. Todo el “foco” en la gestión de venta, decían. No sé cuánto más puedes jibarizar el Estado. Pero se puede, sin duda, siempre se puede más. Aquí lo estaban demostrando. Nadie más ingresaba a la planta de funcionarios, pensaban arreglárselas con trabajadores subcontratados para tapar hoyos aquí y allá. Comenzaron a hablar de empresas esbeltas. El adjetivo es bonito, estético, denota buena salud. Como apreciar en la vitrina un objeto bien hecho. Y además todo venía de una “política”, lo que suena muy serio, muy grave e incuestionable. Rita no se la pudo ganar al toro.
Me tomé unos días antes de visitarla. No me atrevía a enfrentar su calamidad. No es tu culpa, me repetía, sintiendo igualmente que algo más podría haber hecho por meterla en la empresa que hacía dieta en busca de una silueta más esbelta. Mal que mal yo me arrodillaba en la capilla para repetir a diario el aleluya y decir “amén” cuando me lo pidieran, y así me mantenía aferrado al lomo de la bestia. Hasta me imaginé soltándole a Rita, sin que se me moviera un solo músculo de la cara, el discurso de los que tienen la sartén por el mango: Mira, sucede que todo lo público es ineficiente, lo privado es excelso, ágil, se adapta fácilmente a las condiciones de mercado. En rigor, todo lo público debería desaparecer de la faz del planeta, tenemos que dejarnos gobernar por la iniciativa privada, los privados saben lo que hacen porque cualquier mal paso les castiga el bolsillo. Paciencia, Rita, paciencia. Ya vendrán tiempos mejores. ¡Aleluya, hermanos!
Aleluya. Jalé el cordón. La campanilla sonó allá lejos, en el portal. ¡Hola, mi niño! Rita se asomó con Miguel por un lado y el hijo más chico con la cabecita entre sus piernas. Pasa, pasa, mi niño, dijo abriendo el candado de la reja. El tiempo se había condensado dentro de la casa. O más preciso es decir que se había acelerado. Mi reloj avanzaba más lento que el suyo, sin duda. Primero me asperjó agradecimientos por todo lo que yo había hecho. No me costó nada cambiarle el tema, pues ella saltaba de un asunto a otro como siempre, aunque digo que el tiempo allí dentro se había comprimido, arrojándose hacia un punto aún poco visible a mis ojos.
Luciano está con otra, me hizo saber. Miguel ya no andaba por ahí. La hija mayor debía estar encerrada en su pieza chateando por el teléfono con sus amigas, chismorreando que da gusto como una venganza, como el único desquite que tenemos a mano. Sólo el más chico daba vueltas por ahí en su mundo de bronquitis crónica, ojeras, mocos colgando y una tos que lo hacía vomitar. Un vaso se rompía contra el piso y Rita ni siquiera se inmutaba. Una mujer más joven, me dijo. Treinta años. Me mintió, no estaba viviendo con el papá. Vivía con ella en una comuna de la periferia. Rita pensaba que esto venía de hace tiempo, incluso ponía en duda los viajes al sur. Seguramente se iba a pasar las noches con esa mujer, al menos hacia el último tiempo. La mujer también tenía un hijo pequeño. Pero no era de Luciano, de eso estaba segura. Bueno, cosa de él, dijo enseguida, más para sí misma que para mí. En realidad, todo lo que decía era el flujo de su conciencia en altavoz.
Una mujer de treinta años. Tal vez le quedarían unos diez años de gracia antes del corcoveo fatal. Quizás Luciano había comprado ese seguro de desempleo. Quizás. Luego pensé en explicarle eso de la austeridad fiscal y su principio, para aliviar su culpa por la no renovación del contrato, soltarle ese discursito de los que tienen la sartén y su mango. Digo que ella era una máquina de escupir palabras y eso tal vez había conspirado contra su contratación definitiva. No puedes llamar “mi niño” a un cliente. No puedes. Sacrilegio. Primero quítate ese tic idiomático, por favor. ¿Se lo habrán dicho así? Su mamá había muerto la semana anterior. Digo que el tiempo se comprimía en esa casa. Diez años con alzhéimer. Pena y alivio al mismo tiempo, me dijo. Y pasamos a otro tema pues el tiempo corría a toda prisa y el que pestañea pierde. El niño pequeño seguía demoliendo la casa, era como un emisario de las empresas inmobiliarias, que ya estarían sobándose las manos con ese paño de terreno perfecto para levantar otro proyecto y seguir vendiendo sueños, como ahora llamaban a los departamentos. La casa se caía a pedazos y digo que Rita ya no tenía ojos para la destrucción. Deberían mudarse lo antes posible. El dueño les había dado un plazo perentorio. Porque muy amigo sería de Luciano, pero benefactor de la humanidad no era. ¿Dónde estaban los benefactores de la humanidad? En las grandes corporaciones, sin duda. Individuos capaces de amasar fortunas inmensas y luego dedicarse a la caridad. ¿Íbamos en esa dirección? Rita no tenía idea de a dónde ir. Con la plata que Luciano le entregaba al mes con suerte le alcanzaba para el supermercado. Ni para vivienda ni menos para el colegio, me anticipó. Así que el próximo año los cambiaría de colegio. A la niña ya la había matriculado en un liceo público que partía desde séptimo básico. Uno de esos liceos de excelencia, que es como sacarse el premiado y que los demás se jodan. A Miguel y al más chico les andaba buscando una escuela con jardín infantil, no era muy fácil a esta altura del año. ¿Tenía yo algún dato, un contacto?
Yo estaba como lelo. No podía asimilar un tiempo tan comprimido, tan arrojado hacia la nada. Porque ante mis ojos yo veía la nada, y en concreto, en su forma real, la nada era la imagen de una plaza vacía, un triángulo sin niños. En algún momento giré la vista hacia el corto pasillo de entrada, que por algún capricho del arquitecto o acaso por iniciativa del propietario tenía una ventana interior con vista a la habitación de Miguel. Es decir, que el amigo de mi hijo quedaba como en vitrina para quienes se encontraran en el living-comedor. Vitrina, jaula o pecera, o acaso un teatro de títeres con su cortinaje plegado sobre el cual el hermano prematuro no tardaría vomitar o lo arrancaría de los rieles. Miguel expuesto al espectáculo de su madre o ella testigo de su soledad frente a un videojuego del teléfono. Me ha quedado esa imagen de la última visita. Las cosas pasan por algo, me dijo Rita abriendo la reja. Hay que tener fe. Chao, mi niño.
Me acuerdo de haber atravesado la plaza muy despacio, midiendo los pasos, tratando de ajustar los pensamientos al ritmo de las piernas. Ensanchando a la fuerza el tiempo comprimido. Ya alumbraban los faroles. No había niños a esa hora, pero al día siguiente aparecerían algunos. Eso era un hecho. Otros niños, nuevos y desconocidos. Las cosas van y vienen. El mundo es un cambio constante y hay que adaptarse. Eso dice la publicidad, según entiendo. ¿Dónde queda el corazón y sus pedazos? ¿Todo se lo traga la tierra, el Triángulo de Las Bermudas o qué sé yo? Ahora me digo: Si vas a describir el infierno, hazlo con lujo de detalles. Como hizo el Dante. De lo contrario cierra la boca.
 
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COMO LES QUEDA EL OJO A LOS CORRUPTOS AHORA QUE CON AMENAZAS QUIEREN ACALLAR LA VERDAD.

La fotocopia del sumario a Carabineros que sacude a Contraloría

Autor: Víctor Rivera

FRONTIS DE LA CONTRALORÍA, UBICADA EN LA CALLE TEATINOS, DE LA COMUNA DE SANTIAGO. FOTO: AGENCIAUNO/ARCHIVO

Un funcionario de la institución tenía la única copia que registra la “anulación” de la indagatoria de 2010. La fiscalía ha tomado una serie de declaraciones. Hay dos fiscalizadores suspendidos en el ente contralor.


La fiscalizadora Luzmira Palma era la encargada de reunir todos los sumarios que la Contraloría hizo en Carabineros, entre 2010 y 2016, para que el contralor, Jorge Bermúdez, expusiera ante la comisión investigadora del fraude en la institución uniformada.
Al comenzar a reunir la información, faltaba uno. Había registro de un sumario en 2010 al Departamento de Remuneraciones de Carabineros, pero no había copia de este. Eso, hasta que en una bodega se dio con una fotocopia del decreto que ordenaba la realización de la investigación, indagatoria interna que finalmente nunca se llevó a cabo.
La importancia de este fallido sumario radica en que actualmente el fiscal Eugenio Campos, quien investiga el fraude de más de $ 28 mil millones en Carabineros, y la Contraloría pesquisan por qué la indagatoria interna no se hizo, pues de haberse realizado se hubiera detectado la malversación que entonces se organizaba en la Dirección de Finanzas de la policía uniformada.
Lo que encontraron los funcionarios de Contraloría en esa fotocopia fue extraño: “Anulada”, decía en el oficio, una fecha escrita a mano y una firma ilegible. “¿Dónde estaba el original?”, se preguntaban en el ente contralor y también en la fiscalía.
La copia no era un original, sino que era de un funcionario de Contraloría que tenía su propio registro de archivo. Al exhibirse el documento públicamente en los medios de comunicación, Pablo Elmer reconoció su firma en el texto y sostuvo que la fotocopia era suya.
Según los antecedentes que se manejan en Contraloría, fue Elmer quien tomó la fotocopia, pues tenía un registro personal de los sumarios que se instruían. Es por ello que el funcionario prestó testimonio ante la fiscalía para explicar el porqué de la copia que hoy eleva las tensiones en el ente contralor.
Elmer habría recibido el original, lo copió y lo guardó, siendo un elemento clave en la indagatoria de Contraloría y la fiscalía. En el documento se exponen las razones de Contraloría para iniciar el sumario en el Departamento de Remuneraciones de Carabineros, fijando a Marcelo Freyhoffer Ibarra como el funcionario a cargo.
Así, con la copia del sumario en sus manos, Palma la incluiría en la presentación que el contralor Bermúdez haría a la Cámara. Pero según consta en el sumario de Contraloría y los antecedentes del caso, sus superiores, entre ellos Ricardo Provoste, jefe de auditorías a Fuerzas Armadas y Carabineros, y otra funcionaria le habrían ordenado no agregar este documento. Ella acató.
Por esta instrucción y otros antecedentes en investigación, ya son dos los funcionarios suspendidos en Contraloría, uno de ellos es Provoste. La otra abogada es María Cristina Calderón.
Según explicaron desde Contraloría, quien suspende a estas personas es el fiscal a cargo del sumario (hoy está a cargo del auditor Eduardo Díaz), y el contralor solo firma la resolución. La decisión se tomó ante la posibilidad de que los funcionarios obstruyeran la indagatoria.

Los 20 días en la mira

Fue el 2 de junio de 2010 que se inició el sumario. Sin embargo, 20 días después este se anuló. “Los sumarios se sobreseen, sancionan o absuelven, nunca se anulan. Eso no existe”, explicaron fuentes del caso.
Para saber los motivos tras esta decisión, la Contraloría y el Ministerio Público decidieron ubicar al fiscalizador Freyhoffer, pero no tuvieron éxito. El funcionario falleció en 2014 y con él se perdió un dato clave: quién instruyó anular el sumario.
Pero las pesquisas no quedaron ahí, pues comenzaron a reconstruirse los 20 días que separan el inicio del sumario y su fin. En medio de estas diligencias, el Ministerio Público indaga una reunión entre el excontralor Ramiro Mendoza y el entonces general director de Carabineros, Eduardo Gordon.
La Tercera solicitó a Contraloría, vía Transparencia, saber el día de la cita, cuándo se fijó y quién la organizó. El ente contralor contestó que la “creación” de la cita, que se desarrolló el 14 de junio, se fijó “el 10 de junio de 2010 por su secretaria, doña Sandra Fuentealba, y su jefe de gabinete, don José Ramón Correa”, “sin que se indicara quién y cómo se gestionó, ni el motivo”.
Ocho días después de realizada la reunión, el sumario fue “anulado”. Fue el 22 de junio, y así lo registra la fotocopia del documento. En total, desde que se instruyó el sumario y quedó en nada pasaron 20 días.
El Ministerio Público ha realizado ya una serie de toma de declaraciones, entre ellos Elmer, José Ramón Correa, Ramiro Mendoza, Patricia Arriagada (exjefa de División de Auditoría Administrativa), Dorothy Pérez (exsubjefa de división y luego subcontralora), y al menos cinco funcionarios más. Todos en calidad de testigos.
Consultado por este medio, José Ramón Correa, hoy asesor del Ministerio del Interior, sostuvo que “yo fui citado a declarar en calidad de testigo y, por lo mismo, tengo prohibición expresa de revelar cualquier antecedentes de las preguntas que se me formularon en mi citación”. En tanto, Ramiro Mendoza declinó referirse al tema.

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