Una vez más me pasa que constato que los libros llegan hasta nosotros en los momentos exactos. Tal vez no necesariamente en tiempos prudentes, pero sí exactos para que produzcan sus efectos, para que nos conmuevan y movilicen. Desde hace exactamente 13 años tenía pendiente la lectura de un texto cuyo título me perturbaba. Se trata de El miedo a la libertad, del psicoanalista alemán Erich Fromm. En aquel momento debí interrumpir su lectura para efectos de terminar mi tesis, y el libro permaneció relegado en mi biblioteca por todo este tiempo a la espera del que sería su momento. A cada tanto, lo sacaba para hojearlo, aunque sin la real intención de reanudar su lectura. Hasta hace dos semanas. Entonces, al calor de lo que ocurre hoy por hoy en nuestro país y en el mundo entero, necesité encontrar algunas respuestas, sobre todo en lo que respecta al siniestro avance de la ultraderecha en nuestra sociedad.
Y es que El miedo a la libertad es una obra publicada en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, que explora los orígenes del comportamiento que lleva a las personas a someter su voluntad al punto de dejarse conducir por ideologías totalitarias, en las que su libertad es reemplazada por dependencia u obediencia ciega a una autoridad, sea ésta de origen humano o divino. Imposible que el asunto no me diera vueltas considerando las cifras todavía frescas de lo obtenido en las últimas elecciones presidenciales por el candidato de extrema derecha José Antonio Kast (523.213 votos, 7,93 por ciento de la votación), y que recibiera apoyo de vastos sectores evangélicos. Esto en un país que vivió 17 años en dictadura, y de cuyos amarres en materia constitucional, política, económica y de derechos humanos aún somos víctimas.
Por si fuera poco, tenemos el surgimiento del autodenominado Movimiento Social Patriota, grupo que se ha valido de las mismas técnicas de las agrupaciones neonazis “Amanecer Dorado” en Grecia u “Hogar Social Madrid” en España, para conseguir cierto posicionamiento mediático de su discurso rabioso, intolerante y embustero.
Todo ello en un contexto donde la ultraderecha internacional parece haberse visto favorecida por la llegada al poder de Donald Trump en Estados Unidos, y de cuya estrategia de campaña la derecha latinoamericana parece haber tomado nota, comenzando por el propio Piñera, que hace solo unos días hizo nuevamente el ridículo posando junto a Trump con un fotomontaje en que la bandera chilena aparecía fagocitada por el emblema norteamericano.
Estos nuevos aires de la  extrema derecha también se demuestran en la candidatura del fascista Jair Bolsonaro en Brasil, que está a punto alcanzar la presidencia, habiendo obtenido casi 50 millones de votos y un 46 por ciento en la primera vuelta.

¿Por qué nuevamente el fascismo?

Ahora bien, me parece que no somos pocos quienes nos preguntamos cómo diablos puede ocurrir el peligroso crecimiento de estas ideologías de odio en pleno siglo XXI, tras haber experimentado la Humanidad los horrores del fascismo hace apenas algo más de medio siglo; con la Segunda Guerra Mundial primero, y luego con la serie de dictaduras militares sembradas a lo largo de nuestro continente, y en la mayoría de los casos -como en Chile-, propiciadas conjuntamente por sus oligarquías y por Estados Unidos.
¿Qué puede llevar a los seres humanos a abrazar estas ideologías tan nefastas y atentatorias contra su propio ser? Y aquí es cuando nuevamente me hace sentido el haberme reencontrado con una sencilla edición de El miedo a la libertad en un rincón de mi biblioteca.
Fromm sostiene que la libertad posee un significado doble para el ser humano moderno; por una parte, se ha liberado de las autoridades tradicionales (dios, el papa, el rey, el señor feudal), y ha llegado a ser un individuo. Sin embargo, paralelamente se ha vuelto aislado e impotente (su vida carece del sentido trascedente que le proveía la influencia de la Iglesia medieval y postmedieval), haciéndose presa fácil de propósitos que escapan a su ser, extrañándose de sí mismo y de los demás. Este estado de vacío es lo que lo lleva a estar dispuesto a entregarse sumisamente a nuevos tipos de vínculos que le proporcionen un sentido a su existencia.
El autor de El arte de amar asevera además que como contraparte existe la denominada “libertad positiva”, que se identifica con la autorrealización del ser humano, así como con su capacidad de vivir de manera activa y espontánea. De esta forma, la libertad se encontraría en un punto crítico en la que, impulsada por su propio dinamismo, amenaza con transformarse precisamente en su opuesto.
No resulta difícil concebir esta paradoja en un mundo en el que valores tan cruciales para la vida en sociedad como la libertad y la autorrealización son manoseados a menudo por la publicidad y su control cultural, hasta ser vaciados de su contenido original emancipador y transformados en el simple “atributo diferenciador” de una marca. Entonces, frente a la ausencia de tales valores guías del comportamiento, la existencia misma se vuelve una práctica cada vez más parecida a un simulacro de vida, despojado de la autenticidad de la experiencia. Es en ese momento cuando los prejuicios, las consignas igualmente vacías, las “verdades incuestionables”, el desprecio por la razón y las emociones auténticas concurren a rellenar dichas carencias. Y como único agente movilizador emerge el fantasma de la falsa felicidad contenida en la ilusión del éxito.
Aquí es cuando los discursos totalitarios de odio, discriminación y rechazo a la diferencia encuentran a sus adeptos. Los prejuicios resultan particularmente prácticos en tal situación, pues le ahorran al individuo la necesidad de experimentar a quien no puede o no sabe cómo hacerlo. No se necesita pensar, ni siquiera ser responsable de nuestros propios actos, ya que una conciencia sofocada siempre tendrá una excusa: “estábamos bien hasta que llegaron esos inmigrantes”, “con Pinochet no había tanta delincuencia”, “es así porque dios lo quiso”, y un larguísimo etcétera.
De allí a que las performances chocantes, crueles y hasta reveladoras de un pensamiento psicocótico  sean  tan propias de estos movimientos. Baste recordar las acciones de amedrentamiento llevadas a cabo por el Movimiento Social Patriota en una marcha a favor del aborto la noche del miércoles 25 de julio del presente año. En la oportunidad, arrojaron sangre y vísceras de animales en la Alameda como parte de una contramanifestación. Preciso es señalar que esa misma noche, encapuchados apuñalaron a tres activistas pro aborto que marchaban por la Alameda, acción criminal de la que el movimiento que hasta la prensa de derecha ha tildado de neonazi negaría toda responsabilidad al cabo de unas horas.
Nada más decidor que la visión de la sangre y las vísceras. Pareciera ser que allí reside el éxito de estas ideologías tan nefastas. En la incapacidad de procesar la realidad en otros términos que no sean el apelar a los instintos más bajos del ser humano: el odio, la intolerancia, la discriminación, la segregación.

¿Tenemos esperanza?

Quiero pensar que sí, y que está en nosotros y nosotras, en quienes pensamos distinto. En nosotros y nosotras está no solo la posibilidad, sino además la responsabilidad, el deber, de detener a tiempo el avance de estas ideologías perversas. La solución parece radicar en la educación popular. Es en la educación en nuestra propia realidad, en nuestro compromiso con ella, en la que reside la oportunidad de cambiar. Al sembrar una educación centrada en el respeto a los derechos humanos, en la justicia, en la solidaridad y en el amor, no solo evitaremos que nuestro pueblo padezca los horrores de un pensamiento sesgado y autodestructivo. Además, nos permitirá disfrutar de una felicidad verdadera -al decir de Fromm-, entendida como la experiencia de la actividad del momento presente:
Si el individuo realiza su yo por medio de la actividad espontánea y se relaciona de este modo con el mundo, deja de ser un átomo aislado; él y el mundo se transforman en partes de un todo estructural; disfruta así de un lugar legítimo y con ello desaparecen sus dudas respecto de sí mismo y del significado de la vida (…) Es consciente de sí mismo como individuo activo y creador y se da cuenta de que solo existe un significado de la vida: el acto mismo de vivir”.