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lunes, 1 de abril de 2019

Yo, Claudio

Abnegacion
 

La odisea cotidiana del anti-héroe banal, en la pluma de Daniel Pizarro adquiere ribetes de leyenda. Les conocemos, viven al lado, trabajan un piso más arriba... Y a veces no les vemos.

hombre-deprimido

Yo, Claudio


Un texto de Daniel Pizarro


En todo caso, y contra lo que más de alguno pudiera suponer, hay hombres que se mandan a cambiar antes que Claudio. Antes de los seis meses de embarazo. Antes de los tres. O al momento mismo de enterarse. Yo sé de hombres que nunca están, ni siquiera cuando se encuentran de cuerpo presente. Para sus mentes no existen las pistas de aterrizaje. Digo yo.
Digo que Claudio presenció el parto. Digo que duró un día a su lado. Quizás dos, quizás tres. Máximo una semana. Y luego abandonó su propio departamento. Si uno le pregunta por qué –de verdad que uno lo hace–, Claudio responde: la mina estaba loca. Desde hace un tiempo ya no es su mujer ni su pareja, ha caído en la categoría impersonal de mina, que suele acompañarse del apelativo loca. Y nadie soporta por mucho tiempo la locura.
No hay testigos ni cámaras de video para dar fe de esa pérdida del juicio. La mina se puso brígida al decir de Claudio. Esa brigidez, con perdón del barbarismo, podría ser un síntoma de lo que la literatura médica, desconocida por mí de principio a fin, da en llamar depresión post parto. Todo en cursivas por supuesto. Una revolución hormonal ocasionada por la expulsión del recién nacido del cuerpo y el reacomodo de la fisiología materna para responder a las necesidades más básicas de la crianza. Dicho de otro modo, para que la guagua no se muera.
Digo entonces que Claudio no pudo soportar ese complejo proceso físico y psicológico, no fue capaz de adivinarlo o intuirlo en el comportamiento previo de ella. Pues a lo mejor nunca se manifestó. Pues a lo mejor no tenía por qué manifestarse antes de tiempo. Todo a su tiempo, podría pensar uno. Claudio apretó cachete, como se dice. Se movió de un piso seis en Ñuñoa a la casa de sus padres en la comuna de Maipú. Y no sé si la mudanza representó para él un retroceso desde el punto de vista de la movilidad social. Pero es un hecho que se había desplazado de Maipú, que es una comuna de clase media, a Ñuñoa, que también es comuna de clase media, pero más media que Maipú, si me explico bien.
*
Podría uno decir que Claudio se encuentra en un proceso de acumulación de fuerzas. Como en una guerra o en una lucha revolucionaria. Pero el asunto aquí es de orden personal. Y entonces uno se pregunta de qué manera se acumulan fuerzas en estos tiempos. Y uno se contesta sin demora que las fuerzas se acumulan por medio del sistema financiero, es decir, con deudas.
Me explico. Se trata para Claudio de sanear la economía doméstica del caos y la entropía a que conducen el nacimiento de un niño y la separación o divorcio de una mujer. Es una movida táctica o tal vez estratégica, un retroceso para después pasar a la ofensiva con más ímpetu. Atrincherarse en Maipú, en la casa de los padres. Ya se dijo. Para luego pasar al contraataque. También se dijo.
Una de las primeras tentativas o escaramuzas para ganarle a la vida, como si para Claudio la vida fuese un contrincante –y de hecho lo es, pues así la experimenta–, fue la aventura con la cerveza. Uno tiene derecho a calificarla de aventura, pienso yo, pues como cualquier tentativa de hacerse lugar en un mundo ultra poblado de productos de toda laya, es más que aventurada. Sin embargo los vientos alientan a emprender trabajos de ese orden. Y en este repliegue estratégico en que se encuentra, Claudio compra alambiques para destilar, malta de cebada, levadura y lúpulo; consulta manuales para fabricar cerveza artesanal; intercambia experiencias –en un mundo de experiencias intercambiables– con amigos o conocidos que también han emprendido la aventura cervecera.
Y así le va: no llega a ningún lado. Debe liquidar los alambiques por internet en una página llamada Yapo, tremendamente nacional, diría yo, un sitio web donde pronto se podrá comercializar hasta la propia experiencia, si es que ya no se ha puesto en venta; eso está por verse.
*
Pero bueno. La batalla continúa, Claudio sigue acumulando fuerzas y de momento el plano judicial se presenta favorable. Altas probabilidades de una sentencia que le permita visitar a su hijo. Porque de momento no puede visitarlo. La loca no lo deja. A estas alturas el adjetivo loca aglutina un fuerte valor sustantivo y se acompaña de un complemento duro: de mierda. Si las cosas empeoran puede que hasta el adjetivo se desvanezca para dar paso a las puras cualidades excrementicias de esa mujer, la Mierda a secas. Está por verse también.
De momento Claudio se repliega, se atrinchera, y etc. Junta fuerzas, ya se dijo. Se atornilla al escritorio de la empresa. El escritorio de Claudio es por ahora la única tierra firme que conoce, sumamente sísmica sin lugar a dudas. No arriesgaría su cargo por nada. Percibe la inclinación terrestre, los efectos de la fuerza de gravedad que lo haría rodar desde Maipú hacia un vertedero donde la guerra es al cuadrado o al cubo.
Más de alguno piensa que el asunto es emparejar la cancha, ofrecer a todos las mismas oportunidades y echarlos a competir en la llanura del mundo, y todos felices compitiendo. Yo les digo: Tranquilos, Claudio piensa lo mismo que ustedes. Una cuestión de expertos en suelos. Albañilería, estuco y plomada, también. Convención de topógrafos. Claudio se queja de falta de oportunidades, del hándicap con que nació. Por Maipú y la piel oscura. Por ese motivo debe recurrir a la ley de las compensaciones y en su módulo de trabajo clavó el banderín de uno de esos llamados liceos emblemáticos que entroncan con la tradición del país, destilan presidentes de la República, ministros, parlamentarios y etc., junto con una fotografía de su promoción donde se hace difícil identificar su rostro, pero con paciencia puede uno descubrirlo hacia la izquierda, última fila. Yo, Claudio, podría decir él con orgullo a cualquiera que le pregunte dónde está.
Y como regularmente no alcanza con liceos emblemáticos –la tierra está muy inclinada, ya se dijo–, Claudio compra ropa de marca. Viste con pulcritud, aunque lejos de la sobriedad. En materia de moda Claudio está a la vanguardia, podría uno decir. Pues la idea, podría uno pensar, es que la vestimenta hable en nuestro nombre: Yo, Claudio. Colores vivos. Que el ambo, la corbata, los zapatos y las camisas expresen su disposición aquí en la empresa como en la tierra.
Entre compañeros de trabajo se ha hecho fama por su disposición servil con los que se encuentran más arriba y pueden decidir su suerte. Pulgar arriba, pulgar abajo. Esa actitud de nombre muy popular es un zumbido de panales que lo rodea cuando toma el cuaderno de notas o se encaja una carpeta en el sobaco y acelera el tranco por el pasillo hacia la oficina de algún jefe bajo la mirada socarrona de los otros. Es la guerra, se dice Claudio. Pienso yo. Todo está permitido. Y se me ocurre que repite entre dientes: Quien ríe al último ríe mejor.
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De momento, Claudio va ganando. Volvió al piso seis de Ñuñoa, pues la loca se fue con el niño a Maipú, a la casa de sus padres. Consiguió un régimen de visitas que le permite estar con su hijo fin de semana por medio. Lo ve crecer a saltos como en esos videos de animación cuadro por cuadro o stop motion. El vértigo biológico le recuerda que estamos de paso, que una generación empuja a la anterior al despeñadero. En ese ánimo ve a su hijo, digo yo. Y en el fragor de la batalla un amigo le enseña una movida financiera para hipotecar de nuevo su hogar del piso seis y pedir un crédito para comprarse otro departamento más pequeño. Pues la idea de Claudio, aunque faltan años, es llegar a los cincuenta como propietario para no rodar por la tierra inclinada cuando lo despidan de la empresa. Sueña con vivir de las rentas.
Se trata, digo yo, de un arriesgado malabar que algunos asesores financieros se conocen de memoria; soplar una burbuja dentro de otra burbuja. Uno se pregunta si habrá que instituir con urgencia un Museo de la Deuda, visto que en la empresa de Claudio ya existe uno del Ahorro con salas vacías, máquinas de la prehistoria financiera, maniquíes vestidos de oficinistas y mucho olor a encierro y polilla.
*
La apuesta es alta, pues la burbuja es grande. Y como se trata de un repliegue estratégico Claudio está en plan de renuncias pasajeras, el carrete entre ellas. O sea, evitar las farras por un tiempo prolongado. Se atrinchera en el piso seis, también se dijo. Acumula fuerzas por medio de las deudas. Renuncia al carrete y también al amor. Cierra las puertas de su corazón por razones presupuestarias.
De momento, sin embargo, declara su buena estrella en el sexo después de un lustro sin suerte con las mujeres. Ya no las invita a un bar, mucho menos a un restorán. No paga nada. No invierte. Va a la segura con amigas de buena voluntad dispuestas a acostarse a la primera.
Así le va, digo, con amigas que lamentan su situación, los malos ratos que le hace pasar la loca, los desvelos por el hijo indefenso. Podría uno pensar que ellas se conmueven. Y algunas sintonizan con sus planes de comprar un departamento barato para alquilarlo a buen precio. Se sabe que el valor “piso” de los arriendos es alto, que es buen negocio pues todos necesitamos vivir bajo techo. Lo acompañan en sus aventuras fuera de la capital en busca de propiedades, terrenos. Valparaíso, Viña del Mar, La Serena. Cada cual paga lo suyo. Ellas lo acompañan. Ya se dijo. Ellas, algunas, tal vez esperan que el aire marino lo ponga sentimental. Quién sabe.
Ellas y el aire marino. El mundo sentimental. Claudio y los metros cuadrados. Claudio, la Unidad de Fomento, el interés compuesto. Lo racional, lo emocional. Y los corredores de propiedades. Y los ejecutivos bancarios. Y las comisiones por intermediación. Buscar terrenos, no importa si están inclinados: lo están. El Gran Museo de la Deuda. El Antiguo Museo del Ahorro. Ella, alguna amiguita, podría llegar a quererlo. Tal vez ya se enamoró de Claudio. Otra se aleja al enterarse –tardíamente– de que tiene un hijo –¿Por qué no me contaste, desgraciado?–. Alguna lo abraza tiernamente en la pensión de Viña, que pagaron a medias. Te quiero, Claudio. Estoy en guerra, responde él. A todo evento. ¿Cómo se resolverá este enredo?, me pregunto. El cuerpo es un esclavo, la mente vuela libre. ¿Cuál es el fin de la historia? Todo depende de su capacidad de pago. Digo yo, otra vez más. Y chao.
 
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