Por Higinio Delgado Fuentealba|agosto 19, 2020|Opinión política
A contar del 18 de octubre de 2019 el pinochetismo viene experimentando la sensación que el Chile que fundaron, a partir del golpe de Estado de 1973, está ingresando a su fase terminal.
Pinochetismo y neoliberalismo constituyeron una simbiosis político-económica que de manera pragmática sirvió para construir las bases y arquitectura de una forma moderna y poderosa de dominación por sobre las mayorías del país.
El golpe de Estado fue el punto de partida, y también la clave para el control ciudadano, que se ejerció a través del terrorismo de Estado, decretando la intervención y destrucción de la institucionalidad democrática, además de la suspensión o supresión de las organizaciones sociales, territoriales y comunitarias, destruyendo la casi totalidad del tejido social existente hasta ese momento. En definitiva, se impuso una dictadura que pudo, impunemente, arrasar con la voluntad del pueblo y construir una sociedad a la medida de los intereses de las grandes empresas, pisoteando la dignidad de las personas.
La historia es vastamente conocida para quienes la vivieron o han tenido la posibilidad de revisar parte de los acontecimientos ocurridos en el país. Ello se enmarca en un periodo de 17 años de dictadura y, más tarde, tres décadas de «gobiernos democráticos» en tanto accedieron al poder político por la vía electoral.
Los «gobiernos democráticos» se vieron obligados a cumplir funciones dentro de los espacios políticos que permitió la Constitución de 1980 que, como es sabido, se fraguó en medio de la dictadura y su diseño fue la expresión de la voluntad incontrarrestable de los grupos de poder económico quienes delegaron, en militares y civiles, la responsabilidad de estructurar una Constitución que aseguraba el más completo blindaje de su obra ante cualquier intento de cambio importante en el futuro. Así se cumplió el imperativo de los dueños de Chile y su obra se mantiene todavía casi intacta.
Los gobiernos de la Concertación por la Democracia se dedicaron a administrar el país de acuerdo al marco jurídico heredado y, también, en línea con el modelo económico que había establecido la dictadura. Se realizaron algunas reformas y adaptaciones al modelo, es verdad, pero jamás se tocó, en profundidad, los basamentos económicos, ni se intentó, con decisión, elaborar una nueva Constitución. Más tarde, y sobre la base del mismo bloque político anterior, se incorporó al Partido Comunista, con lo cual, de manera formal, la centro izquierda ampliaba su base electoral y política. No obstante, con la inclusión del PC, tampoco fue posible un cambio sustantivo en lo económico, o un giro importante en lo político, por cuanto la mayor heterogeneidad de la coalisión la hizo más disfuncional, al punto que la Democracia Cristiana terminó, varias veces, haciendo alianza con la derecha y distanciándose cada vez más de la coalisión gobernante, en el segundo periodo de Bachelet. En resúmen, los gobiernos de la Concertación y Nueva Mayoría no pudieron, o no quisieron, modificar la estructura de dominación instalada en Chile por la dictadura o sencillamente pensaron que la gente se había habituado a un modo de vida que había llegado para quedarse. Quizás lo peor – en caso de imposibilidad de transformar la realidad heredada- fue que nunca dijeron con honestidad a los ciudadanos: no podemos hacer cambios. Al contrario, muchas veces dijeron que habíamos avanzado mucho, que estabámos camino al desarrollo e incluso se llegó a decir: a partir de ahora, «tenemos una Constitución democrática». Algo que a todas luces no era verdad.
El punto de inflexión llegó el 18 de octubre de 2019, aproximadamente 20 meses después de asumido el segundo mandato de Sebastián Piñera. La gente sencillamente no soportó más y salió a las calles a recuperar la dignidad arrebatada, a derribar mitos y toda clase de símbolos del desprecio y el abuso de los poderosos. Cayeron barreras que parecían inamovibles e incluso «el oasis que con tanto esfuerzo habían construido los empresarios en Chile», también mostraría sus despojos a los ojos del mundo.
El pinochetismo, baluarte en la defensa de los privilegios de los grupos económicos gobernantes, ha venido desplegando una estrategia, destinada a evitar la realización del plebiscito de entrada del 25 de octubre para el proceso de Nueva Constitución. Sus argumentos rayan en lo increible.
La fuerza de la ciudadanía, desplegada por el territorio nacional, se expresaba en la liberación de una rabia contenida por millones de personas, haciendo sentir las demandas de justicia social, por décadas ignoradas por los gobiernos de turno, denunciando la explotación sistémica del modelo que reproduce y profundiza las desigualdades sociales. Esa fuerza incontenible de la ciudadanía terminó por romper las barreras institucionales heredadas de la dictadura y obligó al gobierno, y a la coalisión de derecha pinochetista que lo sostiene, a tener que aceptar un itinerario que, inevitablemente, debe conducir a una Nueva Constitución en el mediano plazo.
El pinochetismo, baluarte en la defensa de los privilegios de los grupos económicos gobernantes, ha venido desplegando una estrategia, destinada a evitar la realización del plebiscito de entrada del 25 de octubre para el proceso de Nueva Constitución. Sus argumentos rayan en lo increible. Han señalado los costos económicos, como argumento. Los riesgos de la pandemia para los ciudadanos. Se dice que es mejor lo conocido a lo desconocido, «cuidado con el salto al vacío», hablan de un «Chilezuela», que hay que cuidar lo que tenemos (se refieren a las deudas de los chilenos, quizás), que es mejor «Rechazar para reformar», etc.etc. La campaña del terror, como de costumbre, es uno de sus caballitos de batalla. En definitiva, la derecha se encuentra desesperada ante lo inevitable. Lo que nunca reconocen, abiertamente, es que defienden el pinochetismo y la Constitución de 1980 y su modelo económico. Tampoco reconocerán que, tanto la Constitución como el modelo económico, ha sido utilizado por un pequeño grupo de grandes empresarios para apropiarse de los recursos de todos los chilenos y lucrar hasta niveles inhumanos, a expensas del sacrificio de millones de trabajadores que reciben salarios indignos, en un país que exhibe índices de crecimiento global que no se condice con los niveles de vida a que somete a la mayoría de los ciudadanos.
La ultraderecha, representada por la UDI y una parte importante de Renovación Nacional, además de otros sectores del fascismo criollo, no se resignarán al desmantelamiento de su «obra maestra» que se compone de la Constitución del 80 y el modelo económico depredador, impuesto también por la fuerza de las armas.
Los artilugios, las mentiras, la campaña del terror y las garras arañando la humanidad de muchos, será parte de la batería comunicacional y de hechos delictuales que la derecha y la ultraderecha estarán desplegando en los próximos días. Son dueños de los medios de comunicación casi en su totalidad y los utilizarán de manera desesperada para defender lo que le han arrebatado a los chilenos.
Para la ciudadanía, ganar el plebiscito y luego la Constituyente son tareas urgentes e ineludibles para cambiar la realidad del país.
Por Higinio Delgado Fuentealba
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