Por Sergio Arancibia|agosto 16, 2020
En Chile la mejor información respecto al problema de la pobreza fluye de la llamada Encuesta CASEN, que se realiza cada dos o tres años. La última realizada y publicada data de 2017. Pero en el intertanto – semestre a semestre, o año a año – no hay datos oficiales sobre ese flagelo. Lo que sí existe, con bastante regularidad, es información sobre los niveles de ocupación y desocupación, que apunta a aspectos distintos de la realidad social, pero que están bastante relacionados con el problema de la pobreza.
La Encuesta Casen de 2017 señala que la pobreza, medida por nivel de ingresos – que no es el único método para medirla – alcanzaba a 8.6 % en ese año, y la tasa de desocupación llegaba oficialmente al 6.5%.
Hoy día, si bien no tenemos cifras enteramente confiables sobre pobreza, es posible suponer que la caída acelerada de la ocupación -y de otras variables relacionadas con la ocupación – tienen que habernos hecho retroceder en materia de combate a la pobreza a niveles de hace varias décadas atrás.
Veamos. En octubre-diciembre de 2017 existían en el país 8 millones 768 mil ciudadanos en la categoría de ocupados. En abril-junio de este año, esa cantidad había retrocedido a 7 millones 142 mil personas. Es decir, la cantidad de personas ocupadas cayó, aproximadamente, en 1 millón 600 mil personas, entre esos dos momentos de nuestra historia económica reciente. Además, entre los que están oficial y estadísticamente ocupados en el presente se encuentran 800 mil trabajadores que no están en sus puestos de trabajo, que están viviendo del bono de cesantía, aun cuando mantienen una relación contractual con sus empleadores. Si se resta esa cantidad, los ocupados reales quedarían en 6 millones 642 mil personas, y la diferencia con los ocupados en el 2017 serían 2.400 chilenos menos. Esa es, aproximadamente, la cantidad de personas que han perdido total o parcialmente sus ingresos.
En el 2017 los pobres eran 1 millón 528 mil. Si se suman los que dejaron el mercado laboral en los últimos dos años y medio, tenemos, por lo menos, que esa cantidad se duplicó. Tenemos el doble de pobres que en el año 2017. La pobreza, que nunca desapareció de la realidad chilena, se presenta ahora con mayor intensidad. Tenemos, por lo tanto, como sociedad, que reemprender la lucha contra la pobreza, pero en nuevas condiciones cualitativas y cuantitativas, y sin caer, nuevamente, en los mismos errores del pasado.
La nueva política social que intente combatir la pobreza no debe confiar solo en el crecimiento económico como elemento que absorbería, poco a poco, a los desocupados. Eso no ha dado los resultados esperados, por lo menos en términos de la cantidad y la calidad de los puestos de trabajo creados, ni en términos de conducir a una mejor distribución del ingreso. Esa es, en el fondo, la estrategia que se tiene en mente cuando se propicia, hoy en día, una normalización acelerada de la economía como pieza clave para enfrentar los problemas del presente. Tampoco la lucha contra la pobreza, por medio de la focalización de planes y acciones al respecto, parece haber servido para los propósitos de un combate global y nacional contra ese flagelo. Un problema que afecta a millones, y que es, por lo tanto, masivo, generalizado y estructural no se puede atacar con medidas focalizadas.
La tarea de definir nuevos planes y proyectos para combatir la pobreza no es tarea fácil y no es tema que se pueda abordar en pocas líneas. Pero, por lo menos, se puede decir que ese problema tiene que ver el cierre de las brechas digital, de salud, de educación, con la calificación y reconversión laboral, con los planes de gastos y de inversión pública y con los gastos fiscales de carácter social. Tiene que ver, también, con el retomar los debates nacionales en torno a la definición una renta básica universal. En todo caso, esa nueva política social y el nuevo combate contra la pobreza, no es tarea del futuro, sino de un presente muy grave y apremiante.
Por Sergio Arancibia
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