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lunes, 30 de mayo de 2022

OPINIÓN POLÍTICA Rastreros “Baila el amarillo al son del dinerillo, no del organillo”

    

A menudo el vocablo rastrero, plagado de reminiscencias, regresa a la memoria. Esculpido a fuego en la historia del país, de tarde en tarde, adquiere actualidad. Vigente en épocas pasadas, viene al caso recordar su significado. Nuestra juventud ignora a quién en su oportunidad, se le motejó de rastrero y el calificativo, marcó para siempre a un general de carabineros. En 1973 traicionó al presidente Salvador Allende, mientras le juraba lealtad. Urgido se plegó a los golpistas y arrastró a su institución a cometer asesinatos, cuya vileza se desconocía en Chile. Rastrero, significa: Bajo, vil, despreciable, y además se aplica al perro rastrero. Excluyamos al mejor amigo del hombre en este análisis de la semántica, y aboquémonos al significado por el cual más se le conoce.

Aunque sea una exageración o un dislate de quien escribe, los amarillos en todas sus gamas, vendrían a ser los actuales rastreros. O de quienes lamen las manos del patroncito, pues les da de comer. Injusto sería incluir a todos ellos en esta categoría, pues los hay por vocación, oportunismo, vanagloria e interés social. Amarillos en todas sus gamas, desde el pajizo al pálido. Sin embargo, se caracterizan a todo evento, por su desenfrenado servilismo político. Regresemos a la actitud de los rastreros o traidores que, de súbito, brotaron como hongos.

La Convención Constitucional, desnudó a pulcras damas, en vías de alcanzar la santidad. A señoritos, cuya pereza es legendaria. A poetastros, cagatintas o escribidores de obras farragosas, untadas de melodrama, émulos de Corín Tellado y admiradores de los Vargas Llosa. De una plumada han caído despachurrados, por los halagos de quienes les dan el pienso. Beben de los odres o de las ubres que les ofrecen, por escribir en la prensa canalla o amarilla. En dólares la hoja, pues no aceptan la desvalida moneda del peso. Si se trata de una entrevista en la TV, los honorarios bien pueden llegar a miles de dólares. ¿Cómo olvidar que, en mi niñez, por una chaucha, se podía comprar un barquillo de helado o ir al cine a galucha, a ver una película de cowboys?

Si usted lo ignora, el jefe de ellos, poeta zalamero por oficio, entrevistador, cronista de El Mercurio, ensayista, formó parte de una célula del MIR, mientras estudiaba en la universidad, durante la Unidad Popular. Debido a sus actuales antecedentes, refrendados por él mismo, desde aquella época ya oficiaba de amarillo. Se ponía al cuello una pañoleta roja, usaba pantalones de mezclilla, chancletas y leía a Marx. Bueno, porque Marx también era poeta. A menudo se paseaba por los pasillos de su facultad, llevando debajo del sobajo, alguna obra del filósofo y pensador alemán. ¿Cómo distinguir ahora a los amarillos? Desde luego, no por el color de su piel, barba o vestimentas, sino por su olor. Huelen a azufre, aunque algunos a santidad.

Como hoy abundan las similitudes, los rastreros de aquella época de traición y muerte, vendrían a ser los actuales amarillos. El color de la muerte y de los calzones que se ponen las féminas en año nuevo, para lograr felicidad, prosperidad y riqueza. En justicia, los amarillos tienen la dignidad del oportunista —¿cómo negarlo?— y mezquino sería desconocer sus aptitudes. Provienen del medio pelo advenedizo y trepador, donde muchos han acicalado sus apellidos, al incluir las siglas “von”, “van” y “del”. Arribistas y escaladores sociales sin pausa, han sabido flotar en la mar de la oportunidad. Examine usted sus currículos y no precisará de otros antecedentes. Si gana el apruebo en septiembre, continuarán agitando el desenfrenado amarillismo, igual a los diarios donde trabajan. No creo que vayan a terminar abandonando su color. Les asienta, al tratarse de un asunto de conveniencia social.

  

Por Walter Garib

 

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