Acabo de terminar el libro “Breve historia de Chile”, de Alfredo Sepúlveda. Entiendo que está entre los más vendidos. Me parece un muy buen libro. Puede que a historiadores quisquillosos, tradicionales y siempre envidiosos de las ventas de Baradit o, ahora, de Sepúlveda, lo critiquen. Pero para el chileno promedio, ignorante de tantas cosas, es un libro valioso. Cada vez que cierro un libro me asombro de la cantidad de cosas que no sabía.
Una mirada global a la historia de Chile es como ver el comportamiento de una persona a lo largo de la vida, resumida, lo que permite dibujar ciertos patrones en esa vida. A lo menos en cuanto a la gente que ha tenido poder en Chile – y no sabemos cómo se actuarían si lo tuvieran los que no lo tienen, aunque es comentario común el comportamiento del vendedor que asciende a supervisor de vendedores –, es que no hay nada en su manera de actuar que pueda llamarse lealtad. Los parlamentos sostenidos con los mapuches son desconocidos; la Junta de 1810 jura lealtad al rey de España al tiempo que piensa en la independencia; Carrera es un golpista compulsivo; Manuel Rodríguez Erdoíza es asesinado por quienes lo habían apresado por órdenes de O’Higgins; Portales es asesinado por soldados que lo apresan repentinamente; Balmaceda se suicida tras el fracaso en contener un golpe de Estado; Alessandri y Carlos Ibánez del Campo tienen historias de intrigas y golpismo; el ariostazo, el tanquetazo, el tacnazo, el servilletazo, el ejercicio de enlace, el boinazo… Ni hablar de aviones bombardeando La Moneda para provocar la muerte del presidente de la República ni del general de Carabineros que le juraba lealtad apenas unas horas antes.
Para qué andamos con cosas. La lealtad no es lo nuestro. Gente como Schneider o Prats son personajes tanto más brillantes cuanto oscuro es lo que los rodea. Tenemos tendencia a la mentira, a la deslealtad, a la traición. Al menos esa es la triste historia de Chile. Junto una historia en la que nuestro ejército, dolorosa pero certeramente lo ha dicho Baradit, tiene a su haber más muertos chilenos que extranjeros.
No digo que no tengamos que pensar distinto. Yo no oculto mi admiración profunda por Allende, más allá de algún error de juicio que haya tenido. Pero admito que otros no ven en él a quien veo yo. Podemos debatir y si, milagrosamente, somos ambos abiertos de mente, quizás seamos capaces de rendirnos a, al menos, algunos de los argumentos del otro.
Lo que me asombra es la maldad pura y simple. La actitud de ese sujeto que cree que porque otro piensa distinto y cree en un modelo de sociedad diferente es un subhumano, una entidad biológica sin valor alguno que puede ser suprimida sin remordimientos.
Ahí están las fotos de José Antonio Kast con sujetos que visten poleras alusivas a los helicópteros lanzando personas al mar. Ahí estaba Pinochet, a quien al preguntársele sobre la existencia de dos o más cuerpos de personas enterradas – quizás vivas – en una misma tumba en Lonquén, señaló que eso le parecía “una gran economía”. Ahí están los de una patrulla que rocían bencina y encienden el fuego en los cuerpos de dos jóvenes como Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana. Si usted tiene hijos de entre 20 y 25 años, me entenderá que de verlos uno los quiere proteger. Aun son muy jóvenes, aún hay pedazos en sus rostros que son los de unos niños. Son niños grandes simplemente, soñando con lo que la vida pueda darles. ¿Usted puede entender, sea lo que sea lo que piense usted o piensen ellos, que alguien les pueda prender fuego? ¿Se da cuenta de lo que lee?
Hace años leí un libro impactante. Se llama “El mal y la mentira” (The people of the lie), de un psiquiatra americano llamado M. Scott Peck. Es difícil de encontrar. La tesis central es que el sujeto perverso lo es porque tiene algunas características comunes: un narcisismo desatado; una escasísima empatía; una capacidad de mentir de manera permanente para ocultar lo que sabe que es moralmente reprochable en su conducta y presentarse como una buena persona; y consistencia y persistencia en sus conductas perversas, lo que lo distingue de la conducta malvada ocasional en la que todos incurrimos alguna vez en la vida (y por la que sentimos una culpa que el auténtico perverso no experimenta).
Nadie tiene dudas de que en este tipo de categoría se encuentran los que lanzan bombas atómicas sobre ciudades, los que envían personas a las cámaras de gases porque eran judíos, los que desatan torturas y represiones contra otros porque son palestinos, tutsis, armenios, gitanos, comunistas, homosexuales. Ingrid Olderock, Krassnoff, Moren Brito, Osvaldo Romo… sabemos que son perversos.
Pero como dice Scott Peck, que considera la maldad humana una enfermedad mental susceptible de estudio y diagnóstico como la esquizofrenia o la depresión, la conducta perversa a veces es más sutil e insidiosa que la expresión abierta de esta clase de torturadores burdos. A veces, la maldad funciona escondida en las iglesias, debajo de las sotanas de los que reclaman amor a Dios y a los seres humanos; en familias aparentemente bien constituidas; en instituciones públicas, como un parlamento.
Una de esas manifestaciones son los recientes dichos de Ignacio Urrutia. Quien a estas alturas trate a las víctimas de la dictadura de Pinochet de “terroristas con aguinaldo”, disfrutando del fuero parlamentario y de su privilegiada condición de legislador, manifiesta un alma mezquina y una crueldad extrema.
Si usted se pregunta cómo ocurrió algo tan terrible como lo que hemos sabido durante los años de la dictadura militar, cómo es que no podemos leer el libro de Gabriel Salazar Ser un niño huacho en la historia de Chile sin que se nos humedezcan los ojos, cómo es que hemos sido tan desleales, cómo es que nos hemos dedicado a torturar y a lanzar personas al mar, cómo es que llegamos a matar porque pensamos diferente, lo que debe hacer antes es preguntarse cómo es que Ignacio Urrutia, por citar un ejemplo, es diputado de la República. Esa pregunta es espeluznante y su respuesta, seguramente, terrorífica.