Por Gustavo Burgos|agosto 16, 2020
La apertura del proceso constituyente, fruto del Acuerdo por la paz de noviembre del año pasado, se nos ha presentado como la principal conquista del levantamiento popular del 18 de octubre. Es más, a partir del 25 de octubre este año, el plebiscito constituyente es el primero de 6 actos electorales que cubrirán prácticamente un año completo: las municipales, las elecciones de Gobernador, las de convencionales constituyentes para terminar con las parlamentarias y presidenciales de noviembre del 2021. Un año completo de elecciones. ¿Qué hacemos?, ¿Tiene sentido participar de este proceso?. ¿Es posible contribuir al desarrollo del proceso revolucionario llevando candidatos y llamando a votar?
Bueno. Trataremos de responder a estas preguntas en tanto entendemos que la inmensa mayoría de los trabajadores y el pueblo pondrán sus ojos e ilusiones democráticas en ellas. Y esta, por sobre cualquier otro asunto, es la primera cuestión que es necesario poner de relieve.
En efecto, a pesar del formidable levantamiento popular iniciado hace tan sólo 10 meses, período en que el movimiento de masas hizo trizas al régimen y pudo inclusive tumbar al Gobierno de Piñera, la mayoría popular sigue cifrando expectativas en la democracia burguesa. Por lo mismo, aunque las encuestas den porcentajes irrisorios de apoyo para todas las instituciones de poder, la verdad es que los actos electorales siguen siendo considerados la arena en la que se han de dirimir los explosivos conflictos sociales en curso.
Vivimos, hoy en Chile, un proceso social radicalmente contradictorio. Es cierto, los trabajadores no creen en los partidos del régimen, en sus gobernantes, en sus tribunales y mucho menos en su aparato de FFAA y Carabineros, por cuanto todas y cada una de estas entidades han quedado al desnudo como simples instrumentos de dominación de la oligarquía. Sin embargo, la ausencia de una dirección política que exprese los intereses de los trabajadores y que viabilice la lucha por el poder ha determinado que la clase trabajadora no se presente acaudillando a la mayoría nacional.
En efecto, la incapacidad del movimiento popular para arrasar con el régimen encuentra su raíz en la debilidad de la única clase social que puede materializar y liderar este proceso: la clase trabajadora. Sin dirección política obrera, el proceso revolucionario en curso no podrá madurar en términos socialistas mediante la instauración de un gobierno de trabajadores, sustentado en los órganos de lucha que ha ido creando el movimiento desde la apertura de la crisis el octubre pasado.
Contra el glorioso levantamiento del 18 de octubre, Piñera encabezó un gigantesco operativo represivo asesinando a luchadores, mutilando ocularmente a centenares, apresando a más de tres mil y sometiendo metódica sistemáticamente a millones en Chile al Estado de Emergencia constitucional, toque de queda y ocupación militar del país.
Este escenario de terror de Estado, más allá de algún reclamo por los «excesos» se llevó a efecto sin ninguna oposición de clase. Todos los cuestionamientos de la oposición parlamentaria tuvieron como centro «condenar la violencia», llamar al diálogo e impedir que cayera Piñera. La nítida demostración de este aserto se encuentra en el texto del Acuerdo por la Paz cuya explícita finalidad no es dar respuesta a los reclamos del movimiento, sino que por el contrario, garantizar que la institucionalidad capitalista siguiera en pie.
Las más grandes movilizaciones, las huelgas generales del 23 y 24 de octubre y las del 12 de noviembre, fueron impuestas desde las bases, sin que la burocracia sindical de la CUT abriera la boca. La Mesa de Unidad Social fue siempre detrás del movimiento y la circunstancia de que nunca se sentara a una mesa de negociaciones se debe a que era evidente la falta de control respecto del movimiento. Piñera no negoció con la Mesa de Unidad Social porque ésta no tenía nada concreto que ofrecer.
Esta manifiesta falta de dirección es la que explica la contradicción que tensiona las relaciones sociales en el país. Esta tensión se amplifica en tanto luego de verse frustradas las aspiraciones del movimiento, las masas dirigen su vista a lo único que conocen: la ritualidad electoral. Y esto es así como lo fue al término de la Dictadura a partir de 1988.
Los mismos trabajadores y explotados que derrotaron a Pinochet y que pusieron el pecho a las balas en las gigantescas jornadas y paralizaciones contra Pinochet, esos mismos, sin referentes políticos que expresaran sus propios intereses, terminaron votando por los amarillos que nunca pusieron un pie en la calle, esa mezcla de golpistas, delatores y renovados que dieron origen a la Concertación y sus adláteres.
En esos días, al igual que hoy, si hubo transición no fue sólo porque la Concertación lo consintió. Contribuyó de forma importante que las organizaciones revolucionarias y su activismo dieron espalda al proceso y abandonaron a la clase trabajadora en esa hora crucial. El purismo ultarizquierdista que censuraba la participación electoral a pretexto de no «colaborar con el enemigo», en los hechos terminó sellando por la izquierda la transición democrática que mantuvo vivo el régimen pinochetista sin Pinochet.
Treinta años después, quizá como comedia, los hechos se repiten. No son pocos los que rechazan la necesidad de participar del plebiscito del 25 de octubre pretextando que llamar a votar «Apruebo» es una forma de ratificar el espurio Acuerdo por la Paz. Quienes así razonan parecen creer que vivimos un proceso de enfrentamiento moral, entre el bien y el mal y no -como es en la realidad- un enfrentamiento material entre clases sociales -explotados contra explotadores- que se disputan el poder de la sociedad.
En concreto, hoy un sector importante de la izquierda, la izquierda oportunista, se ha sumado alegremente a la colaboración con el régimen desde el parlamento, con el irritante y vacío discurso democrático liberal, con el que pretenden edulcorar una nueva versión de la Concertación. Allí están los cosistas de izquierda como Jadue y los ciudadanistas como Sharp.
Por el otro extremo una extensa microizquierda, la izquierda sectaria, ya se anticipa a celebrar nuevas derrotas levantando la bandera del abstencionismo y el antielectoralismo, arguyendo la obviedad de que si las elecciones son convocadas por la burguesía, sólo beneficiará a su régimen. Confunden estos compañeros la realidad con sus deseos. El agotamiento histórico del capitalismo, como modo de producción, es algo distinto -radicalmente- del agotamiento político del mismo capitalismo, como régimen político concreto.
Ni el oportunismo, ni el sectarismo resuelven la urgente necesidad de que la clase trabajadora se alce en medio de la crisis como clase dirigente y dispute el poder. En la época histórica que vivimos, de mundial descomposición capitalista, la única revolución posible es la socialista, aquella protagonizada por la clase trabajadora y esta clase sólo podrá cumplir tal tarea en tanto sepa disputar -en todo escenario- el poder.
Puesta de esta forma las cosas la izquierda y el activismo revolucionario, deben responder no a sus ideas, sino que a las necesidades de la clase trabajadora. Y estas necesidades pasan hoy, necesariamente, por la intervención electoral, una intervención que debe estar dominada por el balance superador de la Unidad Popular y toda forma de frentepopulismo.
Esto significa que hemos de participar en los procesos electorales que vienen con una voz propia, de clase. Debemos ser capaces de intervenir electoralmente para ayudar a los trabajadores a romper con la democracia patronal y pasar a creer en sus propias fuerzas. Debemos ser capaces de convocar a votar Apruebo en el plebiscito de octubre, no para reeditar una nueva transición como está previsto, sino que para abrir espacio a una auténtica Asamblea Constituyente que nazca desde las bases y organismos de lucha.
Porque cuando hablamos de Constituyente estamos hablando del poder. La Constitución de 1833, la de 1925 y la de 1980, las únicas que han regido establemente en el país, han sido impuestas por la fuerza de las bayonetas. La nueva Constitución que reclamamos, además de apoyarse en los órganos de lucha de los trabajadores, ha de plantearse concretamente qué clase social ha de gobernar y para ello debe imponer la socialización de los grandes medios de producción, la ruptura con el imperialismo, la democratización de las FFAA, entendida como la disolución de la oficialidad y su reemplazo por el pueblo en armas.
Si la Asamblea Constituyente no materializa las aspiraciones populares, democráticas y nacionales, no merece ser llamada tal. Estas son las discusiones que debemos incorporar al proceso electoral, como una herramienta adicional a la necesaria unidad política de los explotados.
Mientras se escriben estas líneas, día 106 de la huelga de hambre del Machi Celestino Córdova y de un grupo de presos políticos mapuche, la lucha popular no ha dejado de arreciar. Es este el espacio en que debe forjarse el programa y la nueva dirección política de los trabajadores. Al Machi Celestino y en su persona al conjunto de los que hoy se alzan en contra del régimen, les debemos un respuesta en la primera línea de combate.
El proceso electoral que viene estará marcado por el desafío constituyente y la Constitución que de él emerja no será el resultado de las simples votaciones en cámara o convenciones. Ya lo hemos dicho: tal articulación será -como históricamente lo ha sido- el resultado de las fuerzas sociales en pugna y es por ello que debemos participar alzando las banderas del Socialismo.
Tenemos la fuerza, tenemos las ideas, somos herederos de una noble tradición en que se han formado generaciones. No podemos permitir que el proceso electoral nos divida, debemos preservar la unidad para la movilización. La revolución ha tomado un nuevo curso, ese es el llamado.
Por Gustavo Burgos
Fuente: El Porteño
Publicado en El Clarín de Chile con autorización del autor
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