A simple vista, la
violencia chilena tiene –al menos– dos expresiones: la que de manera
legítima e ilegítima ejerce el propio Estado, y la que “norma” la vida
social, a manos de innúmeros salvajes. Si bien es cierto que antes de
1973 Chile ya era un país bastante violento, se volvió mucho más tras el
golpe de Estado. A partir de entonces, la violencia se validó, y en
gran medida, comenzó a verse con buenos ojos. Los crímenes ya no eran
delito, eran actos de patriotismo. La vida humana se desvalorizó.
Para peor, en marzo de
1990 Chile dio inicio de manera consensuada a la tercera fase de la
dictadura cívico-militar, la de la democracia-fascista, imperante hasta
hoy, una simulación de democracia plena. Se dejaban atrás las dos
primeras etapas –la fase terrorista del exterminio e imposición del
modelo socioeconómico (1973-1980), y la del fascismo-democrático
(1980-1990), una vez promulgada la Constitución portaliana de Pinochet, y
cuando éste se creyó Presidente. Dentro del consenso alcanzado entre
vencedores y vencidos del 73 y del 88, éstos estipularon en marzo de
1990 recurrir a la violencia sólo en caso necesario. Y así se ha hecho
hasta hoy (ejercicios de enlace, acuartelamientos, matanza de mapuches,
represión estudiantil y social, imposición de leyes abusivas, impunidad
institucionalizada, protección de la gran propiedad privada).
La violencia actual es a
cuentagotas, omnipresente, surge en cualquier lugar y momento, se viste
de civil o de uniforme, incluso, de sotana; no conoce género ni clase
social; es sostenida, sistemática, explícita en todo momento; cultural.
Jamás es inofensiva ni inocua. No obstante, aún es posible agregarle
otro ingrediente. La violencia chilena se arraiga en el más profundo
sentido de la pertenencia. No de esa pertenencia entendida como el
interés natural de sentirse parte de algo, sino de aquella paroxística,
esquizoide, donde unos pocos se saben dueño de todo, y que, incluso,
tienen la convicción que las personas a su servicio también les
pertenecen, para lo cual el propio sistema provee una herramienta ultra
necesaria para sostenerse asimismo: la impunidad.
La agresión física
sufrida por el periodista Cristián Pino, por parte del gerente del Santa
Isabel, Luis David Mena Henríquez –mientras captaba imágenes con su
celular del subterráneo inundado del referido local–, debe ser entendida
en el contexto del sentido de pertenencia que le asiste al agresor, y a
la del propio Horst Paulmann, dueño del retail Cencosud. Ambos
entienden que, al no pertenecer a su feudo, el periodista puede y debe
ser agredido, en la medida que unas imágenes de su boliche inundado,
captadas desde el exterior, son leídas por ellos como una amenaza real,
que puede dañar su prestigio.
Sin embargo, ni a Luis
Mena Henríquez, como gerente del local, ni mucho menos a Horst Paulmann,
como dueño de Santa Isabel, les preocupa la precaria situación en que
se desenvuelven los niños embaladores que trabajan en su cadena. Ese
abuso infantil no los violenta, como sí lo hacen las imágenes de su
estacionamiento inundado; ninguno de los dos siente que su prestigio
empresarial está en juego cuando sus cajeras son obligadas a cumplir
extensas jornadas sin ir al baño, o cuando sus trabajadores son
obligados a reetiquetar productos vencidos.
Paulmann y sus gerentes
–así como otros tantos malos empresarios– actúan seguros en un sistema
que los ampara, que les garantiza impunidad, y que relativiza la vida de
los trabajadores, su dignidad y su trabajo. Ello hace comprensible la
actitud contra el periodista Cristian Pino. Nuestra enclenque democracia
es incapaz de garantizar el libre ejercicio del periodismo. Peor aún,
no resiste presiones empresariales, ni tampoco puede preservar el uso de
la fuerza a quienes corresponde ejercerla de manera legítima. Ésta, en
su fase violenta, hoy está en manos de cualquiera que sienta que puede
recurrir a ella, sin importar si es legítima u oportuna.
La seguridad del
sistema económico imperante en Chile radica en su origen. Él fue
impuesto por un grupo de civiles que contó con la fuerza de las armas,
de modo que en su esencia es antidemocrático, y tiende a identificar en
el uso de la violencia su mejor autoprotección. El sistema no discute,
impone; no transa, ejecuta.
Según su eslogan
publicitario, ¿a quién conoce Santa Isabel? En rigor, Santa Isabel no
conoce a nadie, más bien desconoce a su clientela. Cencosud reconoce a
quienes legitima, no como sus clientes, sino como a aquellos que lo
legitiman a él, es decir, a quienes por un lado se muestran dispuestos a
ser abusados, y por otro, no tienen mayores inconvenientes en
justificar los abusos cometidos por el retail contra más de 600 mil
usuarios de una de sus tarjetas de crédito.
Al periodismo le asiste
el deber de denunciar la violencia, cualquiera sea su origen y
destinatario, cualquiera sea su justificación. Es repudiable e
inaceptable la cobarde golpiza sufrida por el periodista Cristián Pino,
quien más que ser agredido por un centinela del feudo, fue víctima de la
cultura violentista utilizada para sustentar la gran propiedad. Como
siempre, en este caso tampoco habrá culpables. Canal 13 tampoco los
buscará, hay demasiado en juego como para meter bulla por un periodista
golpeado. Nada que una licencia médica pagada por un “accidente laboral”
no pueda subsanar.
Patricio Araya
Periodista
@patricioaragon
es cierto lo que hablas de la violencia, y está en todas partes desde que uno sale al trabajo hasta que vuelve a casa... como mejorarlo? podrán aún mejorarse estas situaciones que se han vuelto habituales en nuestra sociedad????
ResponderEliminarsaludos.
PD: me dijeron que tienes predicaciones de mi abuelo (P. Manuel M.) me gustaria escucharlas, si puedes mandarmelas o decirme si estan en algun sitio de internet.
Atte. chany fuentes miranda
herenciatextil@gmail.com
ResponderEliminarese es mi correo