El tenaz gatopardismo
- El Mostrador.
- Mauro Salazar y Freddy Urbano
- Freddy Urbano es Magíster en Sociología de la U. de Lovaina y
Dr. en Sociología de la UBA; Mauro Salazar es Doctorante en Educación y
Cultura. Investigador Asociado de la U. Arcis.
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- Nuestro paisaje político discurre en un ambiente de promesas reformistas
al sistema educacional, tributario, e intenta reposicionar el alicaído
régimen de lo público. Sin embargo, la ‘lupa’ de los movimientos
sociales ha funcionado como una pantalla moral (2011) para calibrar la
veracidad de los cambios concretos. Ello nos deja la sensación térmica
de que el “gatopardismo” denunciado por Tomás Moulián (Chile Actual, anatomía de un mito)
aún no ha sido superado sustantivamente. Esto vuelve a reflotar el
prontuario cultivado por la elite de la ex Concertación. Contra el
sentido común, aquello que persiste tenazmente en nuestro diseño
sociopolítico es la imposibilidad de una fractura radical con la
modernización pinochetista.
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- Un antecedente relevante se ubica en marzo del año 2002, cuando el
diputado socialista Sergio Aguiló escribió una misiva que sentenciaba el
“travestismo político” de la coalición del arcoíris; “Chile entre dos
derechas”. Esta advertencia interna puso en evidencia la incapacidad, en
particular de los partidos de centroizquierda, de implementar cambios
sustantivos al modelo económico-social.
La adaptación insospechada a las ‘tecnologías de gobernabilidad’
(gasto público focalizado, política pública sectorial y tercerización
del modelo de desarrollo) fundaron una cultura de la resignación que
asimiló rápidamente las narrativas liberalizantes aplicadas desde fines
de los años 70. En su forma menos matizada, aquí se concretaba el paso
de una modernización autoritaria a una modernización liberalizante. Este
escenario ponía en entredicho a los primeros tres gobiernos de la
Concertación. Dicho balance no hace más que ratificar la consolidación
del modelo neoliberal, ahora sobre la base de una versión remozada que
viene a perpetuar el orden judicativo de aquello que Moulián calificó
como una “Dictadura modernizante”.
El paradigma predominante de la Concertación terminó por desvirtuar el escenario tradicional de la polis.
De aquí en más, se han desdibujado las fronteras discursivas que
distinguen la izquierda de la derecha y se impuso una ideología Win-Win.
De este modo, la ex Concertación termina haciendo mimesis con las
formas de hacer política del propio mundo neoconservador. Así el
escenario político formal –sumado al Parlamento binominal– configura un
contexto de proyectos indiferenciados, la distinción se torna insular y
se remite a las terapias de duelo y judicialización de la memoria
respecto al Terrorismo de Estado. Tras la advertencia del diputado
Aguiló, los partidos de centroizquierda de la Concertación, no son
interpelados por los actores sociales y la disidencia
extrainstitucional, sino que la elitización emerge y se reproduce en sus
propios contertulios. El llamado de atención es que la política ha
perdido precisamente el horizonte genuinamente. Un orden pospolítico
comprende el fin de la promesa política. Fin de la referencia a un
horizonte de sentido; la Política con mayúscula cede a la agenda
tecnocrática y los actores del duopolio político (el mentado eje
derecha-Concertación denunciado el año 2011) contribuye a reducir la
acción política a un ethos procedimental que consagra la razón gestional.
El institucionalismo de Lagos y el gobierno ciudadano de Michelle
Bachelet (2000-2010), a pesar de provenir de diversas ramificaciones de
la “izquierda desarrollista”, llevan a cabo la etapa de consumación más
radical de la modernización postestatal (1973-1989), invocando una
necesaria moderación reformista. Tras la administración de
Lagos (2000-2006), se emprende la tarea de introducir tibias reformas
constitucionales (que fueron catalogadas como el fin de la transición),
pero, a la vez, se asume una metodología de la privatización expresada
en la concesión de autopistas “faraónicas”, el conflicto salmonero y la
primavera del CAE (2005), traducida en la nefasta bancarización de la
educación (¡la Concertación más allá de Friedman!). En esta línea de
gobiernos de centroizquierda, Michelle Bachelet en su primera
administración (2006-2010), aparece como el punto disruptivo en la ruta
de consolidación del neoliberalismo. Con ella, explosionan las dos
primeras crisis significativas del avance del modelo económico-social.
De un lado, la toma de colegios secundarios (Revolución Pingüina) y los
problemas del transporte público (Transantiago), de otro, la
mercantilización de la educación, la vertebración corporativa de las
instituciones de acreditación (CNA) y la pauperización en los estilos de
vida (desigualdad) agudizan la protesta social. Bachelet, sin moverse
demasiado de la carta de navegación de la moderación reformista
de la transición, introduce mociones parciales al sistema de protección
social (Previsional) y la conformación de comisiones para modificar la
Ley de educación (LOCE). En tanto, el modelo de desarrollo permanece
“impoluto” bajo el dogma del crecimiento por puntos de empleabilidad,
sin la tentación de cambiar nada –esa fue la perversión del celebrado
gobierno ciudadano que terminó bajo las recetas de Expansiva–.
Un acontecimiento trascendental fue el triunfo electoral de la
derecha el 2010, porque puso de manifiesto –después de dos décadas de
gobiernos concertacionistas– el verdadero espíritu del “milagro
chileno”. Así, el escenario de la política nacional comenzó a
desenvolverse despojado de máscaras y de apariencias. Atrás quedaba
aquel “bicameralismo psicológico” de la Concertación que administrativa
la victimización de una comunidad herida y el sentimentalismo de un
pasado monumental para mantener a una parte de la población en la
creencia ingenua de la transformación del modelo. En el fondo, esta
clase política –marcada por la impunidad– se comportó como una suerte de
concesionaria de la inmobiliaria neoliberal, en la cual actuaron como
interpósitas figuras frente a una derecha que gozaba de todo el control
del régimen de propiedad privada.
En un escenario de trasparencia del sistema político (2010-2014), con
la derecha en el gobierno y la “moribunda” Concertación en la
oposición, los movimientos sociales –en particular los estudiantes– no
tuvieron barreras culposas para reponer en el escenario público los
problemas de arrastre del mercado educacional y el nivel de precariedad
alarmante de la propia calidad formativa en Chile (SIMCE) –sin la
exhortación de una memoria combativa y antidictatorial–. Los movimientos
sociales adquirían una posición no sólo de contrapoder al
corporativismo de turno, sino también la conformación de un bloque
hegemónico que vas más allá de negociaciones por reivindicaciones
sectoriales. Estas apuntan a un cambio efectivo del modelo
político-económico. Tras esta articulación hegemónica se sumaban
aquellos transitólogos (¡renovados o redimidos!), que en esas
circunstancias sin demasiados pudores suscribieron a las demandas
ciudadanas por transformar la modernización autoritaria. Aquí se abren
múltiples interrogantes, ¿existió en este caso una convicción genuina
por transformar el modelo que fue agudizado alevosamente en los decenios
de Boeninger? O, más bien, fuimos testigos de un insospechado “sentido
de la oportunidad”.
Por cierto, una vez que entramos en la recta final del piñerismo, las
promesas electorales de los reinventados dirigentes de la “antigua
Concertación” –actual Nueva Mayoría– debían superar los dilemas que
predominaron en la época de la transición política. ¿Hay voluntad
efectiva de transformar el modelo? ¿Es un espejismo político
transformista favorecido por la puesta al desnudo de la dominante
neoliberal? En ese momento sólo tenemos dudas sobre el sentido de la
oportunidad de los actores políticos de la vieja Concertación para
promover cambios, sin tocar la esencia del modelo de tercerización. Aún
sigue persistiendo en el imaginario político cómo la misma elite
dirigencial que contribuyó a implementar la perpetuación del modelo
neoliberal puede desmantelar la “boutique de bienes y servicios” que se
fundó con desenfado en los años 90. Pero la duda está a la vista:
después de participar en directorios empresariales, paneles de expertos,
luego de hacer del consumo una experiencia cultural, tras haber
usufructuado del mundo de las asesorías promoviendo una cultura del FUT
progresista, por fin, luego de reclutar a sus grupos parentales en
colegios de elite, ¿es posible desmantelar un modelo que fue
religiosamente urdido?
Actualmente, el segundo gobierno de Bachelet asume el desafío de modificar el ethos
de la moderación que había caracterizado a los gobiernos
concertacionistas. Ahora, en esta renovada coalición (Nueva Mayoría) se
pretende dar una señal al sistema político, a saber, el escenario
repartido entre las dos derechas ha llegado a su fin. Para ello se
invoca una bancada parlamentaria favorable, ex dirigentes estudiantiles
emblemáticos en el Poder Legislativo, ex dirigentes estudiantiles
asesorando Ministerios y el Partido Comunista conformando un campo de
reformas democráticas, como signos gravitantes para desajustar aquella
afirmación –de las “dos derechas”– emitida por el diputado Aguiló en el
año 2002.
Sin embargo, la intencionalidad original de efectuar cambios
radicales a la matriz de bienes y servicios ha quedado en suspenso por
la herencia institucionalista (espectro de Boeninger) y la actitud
reactiva del mundo integrista sobre la reforma educacional –el campo de
las reformas comprometidas comienza a enturbiarse–. Tras ello la
presencia fantasmal de los beneficiarios de la desregulación (años 90)
comienza a apoderarse del anhelo de transformación. El peso de la noche
expresado en la ruta de la moderación política (las dinastía de los
Walker…) vuelve a pernoctar en nuestro paisaje político, ahora bajo la
remozada figura de un neoliberalismo corregido que administra la promesa ciudadana desde eventuales cambios a la estructura del sistema educativo…
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