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martes, 10 de mayo de 2016

OPINIÓN


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Nuevas verdades sobre la muerte de Aldo Moro: ese perverso frenesí anticomunista

Nuevas verdades sobre la muerte de Aldo Moro: ese perverso frenesí anticomunista
El comité de crisis presidido por el ministro del Interior Francesco Cossiga, difundió un falso comunicado atribuido a las Brigadas Rojas en el cual se aseguraba que Moro estaba muerto. Según un colaborador del presidente Jimmy Carter, el objetivo era preparar a los italianos para lo peor y notificar a las Brigadas Rojas, sus captoras, que el Estado no negociaría. ¿Quién podía hacer algo así, sino quien deseaba la muerte de Moro?

Desde hace 38 años, el mes de mayo y el peso de su oscuridad sobre la política en Italia se representan en una tragedia: la muerte de Aldo Moro y el frenesí contra la tesis del compromiso histórico, una propuesta de gobierno conjunto entre democratacristianos y comunistas que marcaría un punto de inflexión en la Guerra Fría y que demostraría, mucho antes de la caída del Muro de Berlín, que la construcción democrática de una centroizquierda sería la próxima revolución de Europa.
La promesa anticipada de un «otoño a la italiana» con la reemergencia de Gramsci y Péguy —con Enrico Berlinguer y Aldo Moro como promotores— o las reflexiones de tantos juristas que apoyaban esta nueva estética política de una sociedad de derechos garantizados, eran el único antídoto contra la reinstauración de la derecha más conservadora.
Mas, no era solo la reminiscencia del fascismo acomodado al capitalismo —tras los años de plomo— lo que se avizoraba como el nuevo régimen, ni las falsedades del terror soviético que hasta nuestros días siguen alimentando las precariedades ideológicas de la derecha, sino el paradigma del golpe militar de Chile. La traumática debacle era una postal para la solidaridad de la izquierda internacional y el escenario que amenazaba ser replicado en la Península. Ahí estaban los émulos de Kissinger, de la Red Gladio y de sus conexiones con las dictaduras latinoamericanas operando en secreto y con el apoyo irregular de la CIA y la OTAN. Mismas conexiones criminales que orquestaron el modus operandi de las muertes y atentados contra chilenos, como lo confirman los casos de Bernardo Leighton, de Orlando Letelier o el magnicidio de Eduardo Frei Montalva.
Fue aquel 9 de mayo el que habría de convertirse en data de la más profunda herida abierta en el corazón del Estado italiano, y el comienzo de la pulverización del sistema de partidos políticos que terminaría en 1993, por obra del Tangentopolis, con la Primera República. Casi 40 años de contradicciones y especulaciones bajo un discutible secreto de Estado que, gracias a la paulatina aceptación del derecho fundamental a la verdad, la memoria y la reparación, permite develar quiénes fueron realmente los ejecutores y responsables del crimen de Moro y de tantos otros cometidos para abortar el compromiso histórico.
Así se recuerda en la política italiana desde el 2009, cuando cada 9 de mayo se conmemora el Día Nacional del Derecho a la Memoria y a la Verdad de las Víctimas del Terrorismo.

Los testigos en el laberinto del silencio

¡Examina la autopsia, ahí está la firma del asesino de Aldo Moro! Exhortó con certeza Fabio Fabbri, brazo derecho del capellán de la cárcel Cesare Curione ante la comisión parlamentaria que desde el año 2014 recopila nuevos antecedentes.
¿Qué quiso decir con eso?
Quiso decir que seis disparos, de los once en total que se percutaron contra la víctima, fueron hechos alrededor del corazón de Moro, como una rúbrica, y que esto sólo podía ser obra de un profesional: un ambicioso y joven sicario de la ‘ndrangheta, la mafia calabresa. Un testimonio que se enmarca en la política del Papa Francisco, la vía vaticana del derecho a la memoria, y que busca colaborar con la Justicia en casos emblemáticos como el de Moro, el de los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsalino, o el de la desaparecida Emmanuela Orlandi y sus vinculaciones con otros crímenes en América Latina, desde El Salvador hasta Chile y Argentina.
Datos que se suman a una verdad ya asumida por muchos: Aldo Moro no fue muerto por las Brigadas Rojas. Así lo confirmó hace tres años su hija, la senadora Maria Fida, y también lo comienzan a revelar las últimas indagatorias y pesquisas sobre grabaciones, cartas y secretos profesionales y de confesión que se han divulgado.

La impunidad y el encubrimiento: lecciones para Chile

A la hora de aquilatar el trabajo de la comisión investigadora, hay coincidencia en afirmar que ha actuado con rigor y celo, sin prejuicios ni inclinaciones ideológicas, y sin las presiones de los desaparecidos partidos Demócrata Cristiano y Comunista, los principales protagonistas políticos de aquel drama. La comisión ha dejado que los testimonios hablen por sí solos. Y el resultado es que su primer informe haya sido aprobado por la unanimidad del más amplio espectro político de opiniones y sensibilidades.
Presidida por Giuseppe Fioroni, su trabajo de desenmascarar pistas falsas nos enseña una lección invaluable acerca de cómo deben ser investigadas aquí en Chile las fuentes, archivos y testimonios sobre las muertes de hombres notables, como Salvador Allende y Eduardo Frei, crímenes políticos ocultos bajo el misterioso manto de la impunidad. Pero, no solo respecto de los autores de los crímenes o de la determinación de sus responsabilidades penales, sino de los ideólogos de cada una de las acciones políticas que generaron las condiciones de impunidad y obstrucción a la justicia en casos emblemáticos. Ahí está la política de Alemania que ha sido capaz de cumplir con el derecho a la memoria de las víctimas del Holocausto y del terrorismo de los 60, pasando de una justicia transicional a una justicia efectiva del sistema común, y todo ello pese a la muerte o avanzada edad de los hechores.
La comisión parlamentaria ha desentrañado evidencias cruciales sobre uno de los acontecimientos más oscuros de la historia de Italia. Cada vez se perfila más nítida la mano negra de Gladio, organización violentista de sello anticomunista financiada por la CIA, y de conspiradores perversos, como Licio Gelli —muerto en noviembre del 2015—, empresario socialité y sicario protegido por las dictaduras chilena y argentina, autor del más monstruoso atentado terrorista italiano, cual fue el de Bolonia del 2 de agosto de 1980. Mismo operador político y cabecilla de la masonería que, en la década del 70 y parte de los 80, lideró la Logia Propaganda Due, llegando a registrar en sus listados a más de 960 hombres absolutamente leales: industriales, como Silvio Berlusconi, parlamentarios, autoridades policiales, jueces, personeros vaticanos y más de alguna figura gubernamental latinoamericana de la época.
Todos habrían estado al tanto del «Plan de renacimiento democrático» de Italia que, conforme se ha determinado, fue aprobado en 1976. El plan detallaba, entre varias acciones legales, políticas y económicas, cómo derribar al movimiento sindical e intervenir sobre cualquier acercamiento entre los moroteos de la DC y los seguidores de Berlinguer.
En la operación rastrillo con que se peinó Roma los 55 días que duró el secuestro de Moro, se desplegaron 13 mil policías, se practicaron 40 mil registros domiciliarios, y se aplicaron 72 mil controles de carreteras, pero el lugar donde se mantenía cautivo a Moro nunca fue hallado… Tocamos varias veces el timbre, pero nadie respondió, dijo por toda excusa uno de los agentes cuando se le preguntó cómo es que no habían dado con el sitio.
Se ha descubierto que 25 días antes del secuestro, informantes palestinos habían advertido que organizaciones terroristas europeas estaban planificando una operación a gran escala, que a solo horas de su secuestro Moro pidió protección especial, que los involucrados en la muerte de sus escoltas no eran 12 sino 20, y que los casquillos hallados en Vía Fani no procedían de una bodega del norte de Italia, como había asegurado la policía para implicar a grupos de izquierda.
El comité de crisis presidido por el ministro del Interior Francesco Cossiga, difundió un falso comunicado atribuido a las Brigadas Rojas en el cual se aseguraba que Moro estaba muerto. Según un colaborador del presidente Jimmy Carter, el objetivo era preparar a los italianos para lo peor y notificar a las Brigadas Rojas, sus captoras, que el Estado no negociaría. ¿Quién podía hacer algo así, sino quien deseaba la muerte de Moro?
Esa vinculación entre Chile e Italia es innegable, como lo es el frenesí anticomunista que aún exudan los conservadores y la derecha frente a cualquier compromiso de mayorías que pueda afectar sus intereses. Aunque, como acostumbran recordar sus detractores, fue el mismo Berlinguer quien en 1981 guardó silencio y le dio el jaque mate al entendimiento entre democratacristianos y comunistas.
Monseñor Fabri ha sido quien más ha proporcionado nuevos antecedentes, declarando incluso que Pablo VI tenía 10 millones de liras para pagar como rescate, pero que nunca existió voluntad para negociar por parte del gobierno y de sus amigos de la Democracia Cristiana.
Ciertamente, la mayoría de los involucrados están muertos. Entre ellos, Giulio Andreotti, Gelli, los brigadistas rojos, y algunos dobles agentes de extrema derecha, pero la universalidad e imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad y del terrorismo, justifican la búsqueda de la verdad como mecanismo de reparación a las víctimas.

Italia y Chile: el compromiso histórico

Fue Enrico Berlinguer, líder del eurocomunismo, quien a través de varios artículos entre 1972 y 1976 desarrolló la tesis de un gobierno de compromiso histórico: una hoja de ruta abierta para construir un programa de reformas sociales de largo plazo y que forjarían una alianza de centroizquierda visionaria. Reforma agraria, tributaria y laboral, junto a una estrategia contra el sottogoverno de la cosa nostra, así como el control de la camorra y la ‘ndrangheta.
El hecho que Moro aceptara el compromiso histórico fue la derrota del Chile popular, pues se había demostrado que no bastaba que la centro-izquierda conquistara una mayoría electoral; se necesitaba de algo más sólido y macizo, eso que Radomiro Tomic llamó la unidad política y social del pueblo para asegurar la gobernabilidad política, para frenar las reacciones conservadoras y para alejar las amenazas involutivas.
En una extensa columna publicada por la revista Rinascita durante las semanas posteriores al derrocamiento de Allende, Berlinguer escribirá: «Nuestra tarea esencial —y es una tarea que puede ser lograda— es, por lo tanto, aquella de extender el tejido unitario, de convocar en torno a un programa de lucha para el saneamiento y la renovación democrática de la sociedad completa y del Estado, a la gran mayoría del pueblo, y de hacer corresponder este programa y esta mayoría con una alianza y unas fuerzas políticas capaces de realizarlo. Solo esta línea, y ninguna otra, puede aislar y vencer a los grupos conservadores y reaccionarios, puede dar a la democracia solidez y fuerza invencible, y puede hacer avanzar las transformaciones de la sociedad. Al mismo tiempo, solo recorriendo esta vía se pueden crear desde ahora las condiciones para construir una sociedad y un Estado socialistas que garanticen el pleno ejercicio y el desarrollo de todas las libertades».
En ese mismo periodo, la instauración en 1975 del Tribunal Russell para las víctimas del Golpe Militar en Roma, fue el primer paso de solidaridad internacional con Chile. Una instancia de justicia ad hoc que ofrecía una esperanza de diplomacia humanitaria: mientras el gobierno militar negaba sus atrocidades, incluso ante la ONU, los antiguos agentes diplomáticos y políticos de la DC, del socialismo y del comunismo, encontraban un espacio para sus denuncias y testimonios.
Esa vinculación entre Chile e Italia es innegable, como lo es el frenesí anticomunista que aún exudan los conservadores y la derecha frente a cualquier compromiso de mayorías que pueda afectar sus intereses. Aunque, como acostumbran recordar sus detractores, fue el mismo Berlinguer quien en 1981 guardó silencio y le dio el jaque mate al entendimiento entre democratacristianos y comunistas.
En los años venideros, la búsqueda de una coalición amplia y popular no estuvo exenta de cierta dosis de glamour: cuando Yves Montand —divo del cine francés— visitó Chile en septiembre de 1988, lo hizo para acompañar a Gabriel Valdés, por entonces el más popular candidato a la Presidencia de la República de la centro izquierda. Nadie podría discutir el liderazgo carismático de Valdés, y menos la socialité que se aglutinaba en torno a su propuesta de un gobierno que asumiera el compromiso histórico como estrategia de un posible retorno a la democracia.
Fue este proyecto lo que convenció a Yves Montand de regresar a nuestro país tras haber estado en 1971 filmando Estado de Sitio. Fue la posibilidad de ver, al final de su vida, aquello que en su natal Italia había sido frustrado por la tragedia de Moro. Porque hasta hoy Moro y su legado, el de la ética de la probidad, no palidecen y, por el contrario, cobran nitidez sobre el fondo de las grises figuras que aún se levantan como paradigmas de la política y ese perverso frenesí anticomunista en nombre del progreso y las libertades.

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