Vivimos una crisis política marcada por hechos de corrupción, tráfico de influencia, casos de cohecho, boletas ideológicamente falsas, evasiones tributarias, de los cuales son acusados una parte transversal de la elite política y sectores del empresariado, que ha visto en el financiamiento irregular de la política una manera de influir en las decisiones de los representantes.
Ello provoca en la ciudadanía indignación y pérdida de confianza en los políticos en general, lo cual se agrava cuando la respuesta de las instituciones y de los partidos es tardía o se actúa con falta de transparencia, sin decir la verdad o dando explicaciones que no son creíbles.
No se tiene en cuenta que vivimos una enorme revolución de las comunicaciones y que la población ha adquirido no solo una gran información en red sino además, por primera vez en la historia, es receptora pero a la vez transmisora de opiniones. Es decir, la ciudadanía conectada puede hoy contestar al poder político, crear nuevas subjetividades, modificar agendas y autoconvocarse al margen de las estructuras partidarias o gremiales. Esta ciudadanía en red exige de los políticos un grado de transparencia muy superior al del pasado, el político debe acostumbrarse a vivir en una verdadera “casa de vidrio” y ni las conductas personales ni la legislación, que se modifica después de ocurridos los hechos, responden a este nivel de rigurosidad ética que la población espera de su clase dirigente.
La corrupción en política y las crisis de representatividad son globales y no ocurren solo en Chile. Esto, porque en sociedades y en un tiempo sin grandes anclajes valóricos e ideológicos ha sido fácil que el dinero se transforme en el gran fetiche y es él, y no la política, el que aparece como símbolo de identidad y prestigio. Ello genera una verdadera mercantilización de la vida y por cierto de la propia política.
La crisis que hoy vive la política y la de las instituciones, no se trata solo de lo que Bobbio llama la democracia incumplida, las promesas no mantenidas de la democracia liberal e institucional, de aquella “democracia mínima” sin cuyas reglas y valores no hay democracia, ni como método ni como sistema político. La diferencia entre la democracia ideal y la real.
Se trata de un fenómeno mucho más profundo y que tiene que ver, como causa estructural, en primer lugar, con el espacio que la política ocupa hoy en la vida de las personas.
Si bien la corrupción en sus diversas formas y los abusos son el detonante de la indignación en las democracias, hay razones de fondo que van más allá de ellas y dicen relación con la debilidad de la política en el actual escenario global.
Lo primero, por tanto, es reconocer la crisis e indagar sobre la profundidad y validez de sus fundamentos. Si no se admite que vivimos una crisis, no será posible enfrentarla.
El escenario nos muestra una democracia que, con la globalización, se expande como idea y como sistema en el mundo, pero donde existe la sensación de las personas que ella está vacía, limitada en sus contenidos, incapaz de integrar el sistema de la representatividad, típico de la democracia moderna, con los anhelos y necesidades de una mayor participación de la ciudadanía en las decisiones. Sobre todo, con una política que, desprovista de connotaciones ideológicas fuertes, de “causas finales”, ya no solo no provoca la pasión de la política épica, sino que además no es capaz de construir identidades personales, y aparece como pragmática, incapaz de abordar oportunamente las reivindicaciones de la ciudadanía, desprovista de densidad cultural y, por tanto, poco motivante para movilizar a la sociedad.
La misma globalización que expande la idea de la democracia, debilita el cuadro en que se desenvolvió por siglos la democracia: el Estado-nación.
Son los escándalos y la sensación de una ilegalidad difusa lo que más golpea la confianza de los ciudadanos hacia las instituciones y ella aumenta, se vuelve crónica y estructural por la hipocresía de los responsables.
La sensación de los ciudadanos, al menos en el mundo occidental, es que, como bien señala el politólogo español Daniel Innerarity, la política es débil, vive en la incertidumbre y no logra colocar límites a los mercados, a los abusos de los poderosos, a la delincuencia. La política, entonces, aparece capturada por otros poderes y en primer lugar por el poder económico. Los poderes económicos tienen una dimensión cada vez más global frente a una política, que sigue siendo local y que carece de una institucionalidad que supere las fronteras frente a los grandes centros de decisión del mercado mundial.
La incertidumbre es connatural a la política, pero hoy crece más por la aceleración del mundo y las nuevas tecnologías digitales de la comunicación. Ambas tienen un enorme grado de centralidad en la “constitución de lo moderno”, en la formación de la subjetividad de la población, en la construcción del imaginario colectivo y de los procesos sociales en los cuales se manifiestan. Todo ello, hasta ayer, era una esfera privilegiada de la política.
Las nuevas tecnologías llenan espacios de la política, de los partidos y sobrepasan a las autoridades. Esto, porque los tiempos de la política, que implican construcción de gobernabilidad, acuerdos, manejo de coyuntura y, a la vez, proyección de futuro, son distintos a los de los mercados y a la velocidad, que reduce espacio y tiempo, de las comunicaciones digitales. Esto empequeñece a la política, que aparece como una actividad destinada a manejar la contingencia perdiendo su influencia ideal, su alcance y sentido.
La política no está en condiciones hoy de entregar certezas como lo hacía en el mundo de los grandes megarrelatos ideológicos. Nada ni nadie entrega certezas en un mundo donde lo único certero es el cambio.
Todo ello, junto a los fenómenos de la corrupción y los grupos de poder que se mueven en la ilegalidad, contribuye a una declinación generalizada de la confianza social y, por ende, de la confianza en la política y en las instituciones, lo cual ocurre desde hace ya algunos decenios.
El resultado inmediato de la desconfianza es la desafección política, término con el cual se describe el creciente distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes.
Esto es muy grave si se considera que es el sentimiento de confianza ciudadana el verdadero sostén de las sociedades democráticas modernas.
La confianza representa, desde Tocqueville, un importante recurso social que facilita la cooperación y la integración entre poder y sociedad.
Locke entregaba los principios generales de la confianza: el primero, es que la confianza es el vínculo fundamental de la sociedad humana y establece la obligatoriedad de respetar los compromisos recíprocos; el segundo, es la idea de que la autoridad política está constituida por una estructura de confianza fundada.
Como bien señala la politóloga italiana Loredana Sciolla, si los individuos, dentro de una sociedad, no se fían unos de otros, todas las transiciones de poder son más inciertas y peligrosas. Si no se fían además de las instituciones sociales y públicas, el resultado es que los ciudadanos se alejan y tienden a recogerse en lo privado, en la indiferencia hacia la cosa pública y se transforman en “idiotas”, como llamaban los griegos a quienes no participaban de la Polis, de la vida pública, considerada como la dimensión suprema de la existencia.
Esto es lo más preocupante, porque la democracia no puede dejar a un lado la participación y el compromiso de los ciudadanos.
La declinación de la confianza, como lo expresan todas las investigaciones de opinión a nivel internacional, representa una degeneración de la política que está en curso.
Sciolla nos recuerda que la confianza, antes que nada, es interpersonal y es también institucional. Ambas esperan que los demás se comporten correctamente hacia los otros. Ambas representan un elemento de riesgo que lleva, como lo vemos a diario, a profundas desilusiones. Esto, porque la confianza es una indicación de apertura que se adquiere en el proceso de socialización y, si ella se deteriora o decae, lo que se daña es el interés de las personas de estar en la cosa pública y los circuitos comunitarios, ya debilitados por el modelo neoliberal, que son esenciales para el despliegue de las ideas y del debate político. Una política e instituciones cuestionadas por la desconfianza no logran construir lazos vinculantes de compromiso de la ciudadanía y con ello se deteriora la propia legitimidad del sistema y la gobernanza.
La confianza se construye en virtud de valores compartidos y de una cultura colectiva que debe ser respetada, en primer lugar, por quienes ejercen los espacios de poder.
En la confianza interpersonal entra en juego un componente no jerárquico sino horizontal. La reacción a las desilusiones, provocada por las instituciones, resquebraja el sentimiento de confianza y lo da vuelta en su contrario. Por ello este sentimiento es más difícil de modificar.
Son los escándalos y la sensación de una ilegalidad difusa lo que más golpea la confianza de los ciudadanos hacia las instituciones y ella aumenta, se vuelve crónica y estructural por la hipocresía de los responsables.
La corrupción aparece como el abuso del poder, entregado sobre bases de confianza, para obtener una ganancia privada, la utilización del poder para el tráfico de influencia o para incorporar el peso del dinero privado en el juego de la competencia política.
La desconfianza institucional se traduce en un distanciamiento entre ciudadanos y política, en indiferencia, en apatía política, de la misma forma que las desilusiones en la confianza favorecen actitudes antisociales. Si las instituciones y los políticos se comportan de manera incorrecta y ello no recibe sanción penal ni social, de esa impunidad nace la idea de que también yo, individuo, puedo burlar la ley y realizar en lo privado mis propios negocios al margen de ella.
La desconfianza institucional puede, también, traducirse en una actitud de crítica destemplada, de protesta, de rabia, con incalculables reacciones sociales. Uno de los problemas ya seculares en algunas democracias latinoamericanas es que en la competencia muchas veces ganan las organizaciones criminales respecto del Estado, entre otras cosas porque el Estado es incapaz de contenerlas o porque ellas cuentan con la complicidad de un Estado ya fuertemente penetrado por diversos tipos de “mafias”, de poderes fácticos, nacionales e internacionales, frente a los cuales el individuo, que debiera ser defendido por la ley, las instituciones, la política, queda inerme y abandonado.
En América Latina, en Europa y otros lugares del mundo, el sentimiento de desconfianza va dirigido hacia todas las instituciones y es particularmente fuerte hacia las instituciones políticas.
El Latinobarómetro 2016 nos muestra que la adhesión a la democracia en el continente es de un 54%, que en Chile se sitúa en esta cifra promedio cayendo 11% después de los últimos escándalos, que la satisfacción sobre cómo se ejerce la democracia es solo del 34%, que en Chile la confianza interpersonal ha caído al 13%, la del Congreso al 12% y la de los partidos al 7%, por debajo del promedio de la mayor parte de los países latinoamericanos.
Pero, como hemos dicho, este es un tema global. El Barómetro europeo nos indica que la confianza hacia los partidos políticos, por ejemplo en Italia, es de un 15%, al igual que en Eslovaquia y Portugal, y solo en un 7% en Polonia. Solamente en los países nórdicos la confianza en las instituciones registra índices superiores al 50%.
El 68% de los italianos declara tener desconfianza en todas las instituciones políticas, superados por Bulgaria en el 72%, por Lituania en un 76% y por Polonia en un 81%.
En los jóvenes italianos el 90% declara tener nula o casi nula confianza en los partidos políticos.
Estos datos se expresan en una reacción inmediata: una cada vez más alta abstención electoral y una baja participación en las iniciativas promovidas por las instituciones.
Por tanto, para recuperar credibilidad, es necesario saber distinguir el puro resentimiento de los francotiradores, de aquella otra actitud que es una legítima insatisfacción. Esta última es un sentimiento y conjuntamente una creencia que tiene en su base profundos mecanismos sociales. La desconfianza hacia las instituciones hay que comprenderla también como la actitud crítica en una democracia anestesiada, que no crea canales de participación real de la ciudadanía.
No menos grave es el vaciamiento del rol público de los parlamentos, una creciente autorreferencialidad de un mundo político que ha perdido las relaciones con la sociedad y que es visto como una oligarquía invasiva que se apodera del Estado.
Si esto no es una democracia en crisis, es de todas maneras una democracia dañada que va perdiendo legitimidad en la conciencia de los ciudadanos. Porque lo que hay que tener en claro, como lo subraya Sciolla, es que el bloqueo de la política genera también el bloqueo de la sociedad.
Si la soberanía popular se transforma en un soberano impotente, incapaz de hacer presentes sus propias razones a través de sus representantes, será, como afirma Giovanni Sartori, “un soberano vacío”, un soberano de la nada, un simple “rey de copas”.
La confianza solo se puede recuperar invirtiendo la ruta, rompiendo la autorreferencialidad del mundo político, elevando los estándares éticos de quien está en la esfera de lo público, estableciendo una nueva relación entre una política inclusiva y una sociedad crítica y participante, con un vínculo totalmente transparente y regulado, fiscalizado por órganos autónomos, entre negocios y política.
La relación de confianza con las instituciones tiene que ser una relación en doble sentido: las instituciones cuando no funcionan como deberían, hacen retroceder a la base social que las legitima y crea un bloqueo de la sociedad. Ese bloqueo lleva no solo a la apatía sino también al pesimismo respecto del futuro de los países.
Romper este círculo vicioso no es fácil, porque significa comprender las razones de la desconfianza sin botar todo en la caldera de la antipolítica.
El populismo de Chávez nace en Venezuela por la corrupción generalizada de un sistema político que se benefició como casta de los petrodólares y condujo a profundas condiciones de pobreza y desigualdad a la sociedad.
La corrupción, los vínculos de los grupos de la mafia con políticos, la P2 que, como poder fáctico desviado de la masonería, agrupó a empresarios, políticos, autoridades eclesiásticas, militares, periodistas, penetró y controló parte del poder en Italia, llevó al fin de la primera República y al desaparecimiento de grandes fuerzas políticas que gobernaron por 50 años y condujeron al populismo mediático de derecha de Berlusconi, que degradó grandes valores morales de la sociedad y desprestigió aún más la política de ese país, donde nacieron las grandes ideas filosóficas y políticas del Renacimiento.
Maquiavelo, al cual debemos el inicio de la autonomía de la política, señalaba en El Príncipe –dedicado a Lorenzo de Médicis, pero escrito para la posteridad como un manual del arte de gobernar– que el gobernante está atado a la moral pública que le exige una forma de comportamiento muy estricta, de la cual no le está permitido salirse. Posiblemente en muchas ocasiones, por ser también hombre, tenga la necesidad de transgredir sus propias leyes: ahí es cuando surge el dilema, y es donde tiene que prevalecer el interés público al privado para no caer en la tentación de anteponer sus prevalencias a las del pueblo. Si no está dispuesto a ello no debería plantearse ningún dilema, y podría seguir siendo un ciudadano más, un hombre común que lleva a cabo sus intereses sin intervenir en los de los demás.
Han pasado 503 años desde que Maquiavelo escribiera estas reflexiones y nuestra democracia moderna continúa siendo víctima de quienes, ostentando el poder, ahora entregado por el pueblo, anteponen el interés privado al público.
Sin embargo, no hay que olvidar que aun cuando parezca paradójico, es tarea de la propia política reformarse a sí misma cultural y moralmente antes de que sea demasiado tarde. Lo peor, y lo sabemos por nuestra propia experiencia de 17 años de dictadura, es una sociedad sin política y con un Estado limitado al control y a la vigilancia. Por ello, como dice Innerarity, hay que mantener vivo el horizonte de cambio de la política, ya que es la política el único poder de los que no tienen poder.
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