Cuando las cosas andan relativamente bien en la economía de nuestro país, olvidamos rápidamente los inmensos bienes que produce el Estado.
Pero la crisis del coronavirus pone, temporalmente, en tela de juicio los dogmas profundamente arraigados en la mente de muchos líderes económicos, entre ellos el del fin del Estado-nación, cuya lógica necesariamente sería contradictoria con la de una economía de libre mercado y el ejercicio de las actividades que la sustentan.
En el discurso dominante de cierta elite en los últimos treinta años, se sindica al Estado como una carga, una fuente de déficit, de ineficiencias, corrupción y, cuando no, un lastre inhibidor de una necesaria autonomía de la "sociedad civil". Esta última imaginada por algunos –partiendo por los cerebros de la actual Constitución– como conjunto de expresiones, iniciativas o intereses particulares en perfecta capacidad para asumir, de manera cuasiperfecta en oportunidad, acceso, calidad e igualdad de trato, competencias históricas y propias de un Estado como la seguridad social, la educación y el bienestar de los ciudadanos.
Hoy es el Estado el que está presente a través de sus funcionarios públicos, personal médico, hospitales y servicios de salud, servicios de alimentación para nuestros menores e infantes. También en el personal y estructura que asegure una continuidad escolar, protección, regulación y provisión de bienes e insumos básicos, y los mismos alcaldes, la policía y el Ejército en terreno, asegurando una protección material y física de la ciudadanía. Todos ellos hacen que el país funcione y evitemos un caos tanto institucional como social. Y en algunos casos expresan la posibilidad cierta de una mejor política al servicio de un mejor Estado.
Dicho imaginario respecto del carácter y rol del Estado, sobre todo en su dimensión de eficiencia y transparencia, o de la sociedad civil y su capacidad para generar miradas y experiencias innovadoras que ayuden a redistribuir mejor los escasos recursos del Estado, puede que tenga algo de sustento. Pero en ningún caso logra convertirse en argumento y evidencia de peso para desestimar la cualidad única del “mamut” estatal para avanzar en la garantización de derechos, oportunidades, corrección de abusos y el resguardo de la seguridad material de la ciudadanía de forma permanente. Y sobre todo ante escenarios de crisis como los que vivimos.
Es más, la actual pandemia, sumada a un contexto económico internacional adverso, ha borrado de un plumazo las aspiraciones de sustitución del Estado. Hoy no son pocas las grandes, medianas y pequeñas empresas, como también iniciativas particulares que claman por subsidios, ayudas o garantías estatales que aseguren su sobrevivencia y la de miles de empleos. En algunos casos se habla de volver a procesos de nacionalización de bienes y servicios básicos, ante una creciente especulación, colusión o brechas de calidad evidenciadas por algunos actores privados. Y nadie se escandaliza.
No obstante lo anterior, más allá del enmudecimiento de los institutos, miradas liberales y la parálisis de una ideología ante el umbral de las crisis y el urgente socorro estatal, la reflexión y práctica ética nos debe llevar a mirar con responsabilidad el creciente rol del Estado. Ello significa antes de endiosarlo, que hay que situarlo y tensionarlo para que pueda desenvolverse en su rol de protección, de servir dentro de un marco de eficiencia, probidad, urgencia, calidad, sin convertirse en coto de caza y botín de unos pocos oportunistas.
Ello implica también, en el contexto vigente, proveerlo de las estrategias y acciones concretas para que pueda ir en atención de quienes más lo requieren, conectarse de manera eficiente con aquellos agentes o actores privados que faciliten su tarea.
Por ello, y más allá de los escenarios que deban diseñarse para una intervención del Estado posterior a esta crisis, es que como Democracia Cristiana hemos propuesto en lo inmediato una agenda de trabajo desde el Estado con un foco en la atención médica, la aislación territorial, las relaciones laborales y el fortalecimiento económico, además de transparencia en la información.
Medidas que en último término e independientemente de las acciones que hoy impulsa el Gobierno, buscan la protección transparente y eficiente de las familias, las personas, los trabajadores, las pymes y sectores económicos más sensibles, además de una agenda antiabusos ciudadana, donde el Estado ejerza un control de precios y aprovisionamiento de todos aquellos insumos y medicamentos necesarios para prevenir y mitigar los efectos de la pandemia de coronavirus, así como de alimentos y bienes de primera necesidad, susceptibles de escalada o especulación de precios por parte de ciertos actores de mercado.
Lo anterior no hace más que poner en vigencia con mayor fuerza la máxima del padre de la unificación y modernización alemana, el excanciller alemán Konrad Adenauer, en el sentido de una coyuntura que nos obliga a contar con “todo el mercado que sea posible, pero sobre todo con todo el Estado que sea necesario”. Sin complejos ni tribulaciones.
Hoy es el Estado el que está presente a través de sus funcionarios públicos, personal médico, hospitales y servicios de salud, servicios de alimentación para nuestros menores e infantes. También en el personal y estructura que asegure una continuidad escolar, protección, regulación y provisión de bienes e insumos básicos, y los mismos alcaldes, la policía y el Ejército en terreno, asegurando una protección material y física de la ciudadanía. Todos ellos hacen que el país funcione y evitemos un caos tanto institucional como social. Y en algunos casos expresan la posibilidad cierta de una mejor política al servicio de un mejor Estado.
Todos ellos, en último término, relevan el carácter insustituible del Estado, pero a la vez nos señalan que ya no basta con su defensa. Ahora entregan a la política un mandato ético, para aprovechar esta crisis como una gran oportunidad en la modernización y eficiencia de un Estado que, en tiempos de máxima incertidumbre, debe estar al servicio de las personas y su dignidad.
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