Vistas de página en total

viernes, 8 de diciembre de 2023

Provincias del Imperio - Capítulos IX y X - Fin

 

Ursula
 
Cristo muerto

Cristo muerto, de Holbein


IX

Me conocía el llamado proceso de evaluación laboral al revés y al derecho, podía recitar cada una de sus etapas, cada uno de sus ítems, podía anticipar como en un déjà vu las palabras de retroalimentación que vendrían de vuelta a mis oídos, y sobre todo podía escuchar los grillos de una lucha subyacente en la que se decide la porción de la torta que nos repartiríamos entre las palomas, como vengo repitiendo. Año tras año nos hacían pasar por el mismo rito satánico que no medía nada en particular sino exclusivamente nuestro grado de acoplamiento con el mundo, el grado en que uno se empasta en los designios de una mesa de dinero sin pensar, sin rechistar, sin dar corcovos. El grado cero de uno mismo, podría decirse. Arriba de una micro le dije a Ariel Palma que una evaluación de desempeño definida como Dios manda era el moderno auto de fe a través del cual el mundo nos hacía pasar a una velocidad vertiginosa y aturdidora por cada una de sus instancias, de la primera a la última. La montaña rusa del mundo emplazada en una pauta de evaluación que podía caber en una hojita de papel.

En la mesa de dinero se tomaban con la mayor seriedad el rito. De arriba abajo, jefes y subordinados, señores feudales y suches. Todos peleaban a muerte por sus calificaciones como si el proceso de escolarización y aleccionamiento fuese una historia que nos persigue hasta la tumba: décimas más, décimas menos, el tramo del ranking donde nos encasillarían para echarnos a pelear. El proceso de evaluación dejaba heridos, las esquirlas se incrustaban en la carne, la infectaban, el hedor flotaba por semanas en las salas y nadie levantaba la voz contra esta forma de trato, y sus efectos eran precisamente lo buscado en el proceso: someter y pudrir al ser humano, enconarlo, lesionar su dignidad, convertirlo en un animal que se malquista con el vecino en la disputa por la torta; al fin y al cabo, durante una semana poníamos en escena la historia completa de la civilización, y así vivíamos: podridos y embrutecidos, le dije a Ariel Palma arriba de un bus oruga.

La evaluación te inoculaba en la sangre el líquido de contraste del mundo. Y el líquido interior se replegaba ante la potencia del torrente invasor. Actuaba una ley física, le dije a Ariel. Por las venas empezaba a circular el líquido de contraste del mundo. A diferencia de nosotros, la marea del futuro se había formado en este líquido amniótico. El yodo mundano no les provocaba ninguna comezón. Venían al mundo sin más horizontes que pujar por su metro cuadrado, la huerta imaginaria donde florecían todos sus derechos, los derechos del consumidor. Eran los más grandes defensores de esa clase de derechos. Habría que levantar un monumento a los forjadores de esta marea envolvente que arrasó con todo a su paso, le dije a Ariel Palma bajando de un bus oruga.

*

Como comentario al margen, este moderno auto de fe me hacía recordar otra película de John Carpenter, La Cosa, que vi unos quince años antes de Vampiros, relacionada también con el tema de la sangre. En esa historia unos científicos que pasan una temporada en una base de investigación en la Antártica son infectados por un virus del espacio que inocula en los cuerpos su propio material genético, de modo que el agente patógeno puede invadirlos replicando a la vez el aspecto del organismo colonizado. En otras palabras, ya no es posible distinguir a simple vista a un ser humano de un ente alienígena. Para saber quién es quién, los científicos idean una prueba que consiste en aplicar calor sobre la sangre de cada integrante de la misión, pues a esta altura es seguro que al menos hay un infiltrado entre ellos y descubrirlo es un asunto de vida o muerte.

Las gotas de sangre de quien pasará por la prueba son vertidas en un platillo y sobre este se aplica la boca humeante de un lanzallamas recién gatillado. Entretanto, otras bocas de lanzallamas apuntan a menos de un metro hacia el cuerpo del hombre sometido al trance para carbonizarlo en el acto en caso de una reacción positiva de la sangre. Expuesta a un golpe de calor, la sangre se sublevará pegando un salto en el platillo como si tuviera vida propia. Cada célula, cada linfocito, cada glóbulo rojo o blanco, le dije a Ariel Palma, se agita como un ser autónomo, aglutinado de forma circunstancial en el aspecto de un humano solo para los propósitos de seguir infectando a los demás y propagarse como especie invasora. Es una de las escenas de mayor tensión de La Cosa, aquí va a conocerse de qué lado de la historia se encuentra cada personaje.

*

Más o menos del mismo modo la sangre se me sublevó a la hora de la evaluación de desempeño, le dije en una micro a Ariel Palma, que me oía sin abrir la boca, sin aprobar ni desaprobar mis palabras, quizás sin prestarme suficiente atención como si ya adivinara de qué modo terminaría el asunto. Le hice saber que en la mesa de dinero existían unas salitas para dos personas que parecían la descendencia bastarda de la pecera mayor, unos locutorios o quizás unos confesionarios paganos, según como se vieran, donde la mayoría de los jefes se encerraba cara a cara con sus subordinados y todas las miradas confluían sobre los vidrios también revestidos con cintas adhesivas para cuidar la privacidad de las conversaciones. Decenas de ojos intentando descifrar entre esas franjas blancas lo que sucedía al interior de la mini pecera, adelantando conclusiones según los ademanes y los gestos que se pudieran observar: brazos que se agitan, cuerpos que se levantan bruscamente, el expresivo ajedrez de las manos. En la monotonía de las operaciones financieras el proceso de evaluación se transformaba para nosotros en un circo romano de bolsillo, un acontecimiento que podía excitar las jornadas como el desplome de la multitienda La Polar o las intrigas sentimentales de Javiera.

Entonces, digo, me encontraba de un lado en la salita. Y del otro lado estaba el Mierda, mi nuevo jefe. Se había sentado unos minutos antes para darle más formalidad al proceso como si el cálculo de las calificaciones exigiera de las altas matemáticas o meditaciones metafísicas. Me había citado casi al límite de la tarde. Era lo que se acostumbraba con un propósito muy claro: reducir al mínimo el tiempo para réplicas y no contaminar el resto de la jornada con el veneno de una mala calificación: te ibas de vuelta a casa hirviendo en mierda. Todo ello suponía que el sueño nocturno y una ducha matinal nos sumergían en el Leteo para soportar la jornada siguiente y hasta nos recargaban de entusiasmo para seguir bailando al ritmo de las operaciones financieras. Si entre la noche y la mañana podíamos disfrutar de un encuentro carnal, mejor todavía: la bolsa de valores anímicos abría al alza. A mí —sobra decirlo—, entrando al locutorio me perseguían cardúmenes de versos pobres:

Me sucede la nada de noche,
me sucede la nada de día
en vacíos orgasmos de escritorio
como estrépito de serpentinas.
Una nada de terciopelo musguea
cada regalo en las vitrinas,
expuesta al palpo de mis yemas
se deja manosear como una puta.
A nada huelen sus perfumes
de las nada exitosas cifras de la nada.
Nada, nadita…
con tu humor blanco me excluyes
de soñados carnavales veraniegos.

*

De un lado yo, del otro el Mierda. Al ver que abro la mampara y asomo la cabeza dubitativo, muy poco entusiasmado con lo que me espera adentro, me invita a pasar con un gesto amable. Te veo tan concentrado, le digo, no sin su qué. Trato de mostrar indiferencia, pero me siento frente a un pelotón de fusilamiento. Puedo oír cómo pasa las balas por debajo de la mesa sin rendir su mirada neutra y huera, propia del funcionario embebido en sus deberes. La farsa debe cumplirse hasta en los mínimos detalles: ser jefe, tener pasta de jefe, le digo a Ariel, exige sostener la mascarada hasta el final, e incluso morir con la máscara puesta de ser necesario. Lo peor de todo es que hasta las víctimas entran al baile para inmolarse como polillas.

Pero bueno. El Mierda guarda la pauta de evaluación en la carpeta, aparta los documentos de su vista como si hubiera necesidad de desmalezar el terreno para hablarme más claro, más al grano, sin burocracia de por medio. Se me acerca por encima de la mesa a una distancia más propia de los cómplices o de los interrogatorios policiacos. Junta las manos, las agita como si estuviera batiendo unos dados y tras un silencio largo me dice: A todos nos gustan las minas jóvenes, ¿cierto? Si vas a tirarle la cadena a tu matrimonio, te pido por favor que lo hagas de las puertas de este edificio hacia afuera.

Su “te pido” bien modulado es especial, le digo entonces a Ariel Palma arriba de una micro. Un “te pido” de mando, pero muy fruncido. El “te pido” que los jefes aprenden a pronunciar en cursos de liderazgo donde les enseñan una herramienta llamada comunicación efectiva y les explican la importancia de explicitar las peticiones a los subordinados para cobrarlas después con todo el peso de una orden.

En esta evaluación de desempeño yo también me juego mis cartas, por cierto bien estudiadas, le digo a Ariel. Pongo cara de extrañeza ante el Mierda, cara de haber entendido mal, cara de haber oído algo muy fuera de contexto, una impertinencia. Así que lo fuerzo a echar mano de otros recursos de liderazgo. En otras palabras: mi rechazo a sus advertencias lo obliga a poner su cargo encima de la mesa como quien planta los genitales en la cara de otra persona. No te metas con Javiera, me dice, no quiero problemas en el equipo. Mi conducta puede causar muchos problemas. Porque trabajar en equipo, intenta decirme, es la solución a todos los males de la humanidad, la panacea del milenio, hasta nuevo aviso. Hasta que nos griten en la cara: ¡Sálvese quien pueda!

No molestes a Javiera, me repite el Mierda subiendo un peldaño la voz. Me puede salir muy caro. Me pregunto qué le habrán dicho o contado, quién habrá sido. Qué situaciones se estará imaginando. Sin abrir la boca le sostengo la mirada como diciéndole: ¿te volviste loco? Mi actitud lo empieza a exasperar, estoy ante un hombre ciego, una víctima del mal de ojo, le digo a Ariel. Se está conteniendo para no explotar en mi cara, y en cierto modo le facilito la tarea al decirle:

−¿Y si hablamos del trabajo?

Mis palabras lo regresan de un tirón al rito. Encuentra múltiples puntos de apoyo para contener las emociones, atrae hacia su panza la carpeta deslizándola por la mesa, repasa en silencio la pauta de evaluación siguiendo cada ítem con la punta de una lapicera, negando con la cabeza como si muy a su pesar no encontrara nada digno o positivo de destacar.

Nuestro diálogo posterior resulta extremadamente mundano, le digo a Ariel Palma, esa clase de discusiones en las que uno lleva todas las de perder y no porque seas un mal argumentador sino porque otros han definido los términos de la discusión —y sobre todo la necesidad de discutir—, y por lo tanto prestarse para un diálogo como ese es condenarse a perder.

—Tu desempeño es muy deficiente —me dice el Mierda—, estás muy por debajo de lo que se espera de tus funciones, yo esperaría mucho, mucho más de un hombre con tu experiencia, de tu edad... Tu falta de compromiso es demasiado evidente, ni siquiera intentas disimular.
—Cumplo con todas las tareas que me asignan aunque me aburran, me disgusten o me fastidien enormemente. ¿Dónde estaría el problema?
—Tu actitud. Tu actitud es tóxica.
—Entonces estás evaluando mi actitud, no mi trabajo…
—Son inseparables. Una manzana podrida termina contagiando al resto.

Lo pienso un instante, después le digo:

—¿El problema es la sonrisa? Voy corriendo a comprarme una en la esquina. ¿A cuánto las venden?
—No sé, averigua tú. Quizás se intercambian por la frescura de raja.
—De acuerdo, voy a comprarme una sonrisa y de paso te traigo un perfume.
—¿Para qué?
—Para quitarte el olor a mierda, que es insoportable.

Nada más pronuncio la palabra “mierda” y me asalta el recuerdo de mi abuelo, que corría a rescatarme del jardín infantil al oírme berrear como cordero. O quizás, le digo a Ariel, venía pensando en mi abuelo desde que tomé asiento en el locutorio, nada más ver al Mierda encerrado con mi carpeta de calificaciones. O pudo ser desde antes, tal vez desde tiempos inmemoriales, desde que éramos unos protoseres en los pantanos o ni siquiera eso. Es difícil decir en qué momento toma uno sus decisiones, y más difícil aún decir por qué lo hace. Es complejo saberlo, y a veces pienso que las causas de nuestras acciones vienen detrás, como justificaciones a posteriori. Pero quién sabe. Como sea que haya ocurrido la secuencia que ligó la acción y el pensamiento (la palabra “mierda” y el recuerdo de mi abuelo) tomé con ambas manos la mesa que nos separaba y con todas mis fuerzas la empujé contra su panza. Lo apreté con gusto, con placer.

Y entonces descubrí su expresión genuina, después de tantos años trabajando juntos, frente a frente, le hago saber a mi amigo Ariel Palma en un bus oruga. Una percepción infinitesimal, y a la vez definitiva. Pero era real, un hecho probado. El dolor. El borde de la mesa encajado en la boca de su estómago. Aquello duele mucho, lo sé. Ahoga. Al verlo sufrir pensé que mi acto no era la causa de su dolor, pensé que el apretón, como la prueba del lanzallamas en La Cosa, sacaba a luz su relación con el mundo, y su dolor era la expresión manifiesta de esa relación. Vi que con la cara descompuesta de dolor se decía que yo era el causante directo, exclusivo, de su sufrimiento. Me lo achacaba entero a mí, yo era su mal de ojo personal. Percepciones infinitesimales, ya se dijo. La verdad es infinitesimal. Me lo achacaba a mí, al hijo de puta que tenía enfrente, pero no exactamente a mi persona sino, cómo decirlo, le digo a Ariel, a mi existencia en el mundo, a la anomalía de unos seres como nosotros dos en el mundo (te incluyo a ti, Ariel, le digo en la micro), contra quienes el Mierda se sentía llamado a combatir en el espíritu de un superlíder, exponiéndose por lo mismo a pagar las consecuencias de un liderazgo heroico, como entonces sucedió, digo, apretado por una mesa de locutorio bajo el recuerdo de mi abuelo.

*

En una ráfaga de imágenes, como dicen que sucede a las puertas de la muerte, me vi entonces pulverizando el tiempo por las calles del centro, matándolo a puñaladas, haciendo hora en cualquier asunto para no regresar tan temprano a la mesa de dinero. Me vi por los pasajes del centro, por esas galerías comerciales que me conocía de memoria, me vi al sol, deslumbrado por sus rayos que se reflejaban en el pavimento, vi miríadas de zapatos relucientes de betún aplanando los adoquines y pastelones, vi corbatas, mentones afeitados, perfumes desagradables, oí los tacos femeninos y su apuro incesante hasta lo incomprensible, vi trajes de dos piezas, oí conversaciones que siempre me desmoralizaron, que nunca me entregaron ni una pizca de esperanza, mezquinas, resignadas, enfermizas como un reflejo de esta tierra. Vi un coro de mendigos cuyo canto también me conocía de memoria, oí sus ruegos, oí a los vendedores ambulantes y a los predicadores evangélicos a través del tiempo, mi tiempo, el tiempo del reloj redondo y agujas negras que marcaban el pulso de la no-vida. Una vez más vibró mi exasperación como corriente alterna electrificando todas mis venas, la cárcel, la prisión, el encierro forzoso, las caras de tantos personajes detestables prisioneros de un mismo tiempo, atrapados en la marea del futuro, vi sus cejas y sus pupilas y sobre todo vi la irritación de sus ojos aplastados en las pantallas de los terminales de negociación y entonces sentí un dolor profundo, pelágico, perenne, me recorrió una oleada de melancolía por la huella de lo imborrable que exiliaban a diario del mundo, ya lo saben, lo único que de verdad podría salvarnos… Todo lo vi como una despedida provisoria, cruzando entre la liberación y la catástrofe…

Y así, así también se plegó el tiempo como un abismo abriéndose a mis espaldas.

Cristo m1

Cristo muerto, de Holbein (detalle)

X

Con una especie de bochorno culposo que traté de pasar por alto, mi amigo Ariel Palma me anunció arriba de un bus de la locomoción colectiva que Helmut Govinus lo había llamado por teléfono desde Nueva York para ofrecerle un trabajo. Trabajo es trabajo, dicen, y en principio no vi nada indigno en la oferta que le hacía Helmut, no menos indigno, en cualquier caso, que los trabajos indignos que Ariel conseguía en este país, como hacer encuestas de consumo puerta a puerta para pedirles a los encuestados que probaran barritas de oblea bañadas en chocolate y le dieran su parecer, o bien llamar a los encuestados para verificar que los encuestadores hubieran realizado la encuesta en vez de inventársela de arriba abajo y de paso comerse la barrita de oblea como era su propia costumbre, hastiado de preguntar estupideces y oír estupideces por respuesta en un mundo donde hacer encuestas se había vuelto una manía febril.

Como digo, Helmut Govinus —que quizás ya no pensaba en Los cielos más oscuros o mantenía su proyecto cinematográfico bajo las siete llaves del inconsciente para sepultar su frustración y, por alcance, la mía— había telefoneado a Ariel para ofrecerle un trabajo en Nueva York, en la misma compañía de arquitectura donde venía trabajando hacía años.

Había pensado en Ariel Palma para una tarea muy concreta, acaso bastante ingrata o fastidiosa, pero quién sabe. Se acordaba de sus manos, de su prolijidad, de su infinita paciencia para recortar figuras de celuloide de dos centímetros de altura y quizás también de su capacidad para soportar el encierro prolongado, la monotonía. Necesitaba importar sus talentos. Le había dorado la píldora, como se dice. Se iba a incorporar a uno de los estudios de arquitectura más grandes y prestigiosos del mundo. Una oficina que recibía pedidos desde los cinco continentes, ya fuera para levantar megaedificios en los países petroleros del Medio Oriente o para diseñar sofisticados museos de la moda en alguna capital europea.

Esta proposición de Helmut a Ariel sí que se encontraba a otra escala, me dije entonces. Y después me dije con una sensación muy apremiante, al enterarme de que Ariel le había dicho que sí: urge rediseñar por completo la imagen del mundo ultraterreno. Estaba pensando en Los cielos más oscuros, se comprende. Habría que filmar sin cortes la secuencia de un ascenso en espiral por los cielos materiales hasta alcanzar el último cielo, inmaterial, y tomar de inspiración para esta arquitectura el ranking Forbes: poner como hitos de la subida a los cielos a los hombres más ricos del planeta dispuestos en orden ascendente de acuerdo con su fortuna en dólares, situarlos en cada uno de los nueve anillos celestes de acuerdo con su patrimonio declarado y no declarado. Ascender por estos cielos, digo, pero sin la compañía de un asesor financiero, ningún Virgilio podría estar autorizado a embarcarse en este viaje hacia la riqueza suprema. Subir muy solo, y sin embargo con los oídos zumbando de consejos de inversión. Subir y saber ya son lo mismo en este viaje, en este espacio ultramundano. Subir, saber y adquirir fortuna: he ahí la Trinidad de la vida en Los cielos más oscuros, Helmut, ¿qué te parece?... ¿Qué es vivir? La respuesta a esa pregunta formulada por filósofos desde los tiempos más remotos se respondería por sí sola en este ascenso al Empíreo: en la cima inmaterial encontraremos al más rico, a quién más…

Al pensar en el nuevo guion, me convenzo cada vez más de que es la única película posible, Helmut, cómo no se nos ocurrió antes, en tantas conversaciones que tuvimos. Situar a Antoine von Klaveris a la entrada del paraíso, solo, sin asesores, hacerlo ascender por amplias espirales y hacerlo cruzarse en este viaje con los multimillonarios de todas las épocas y naciones (dime quién eres y cuál es tu historia, resonará por toda la película), ellos le saldrán al encuentro para recitar loas al Altísimo, al más grande de los grandes, cuyo sitio jamás se encuentra asegurado sino que depende de las fluctuaciones financieras, de los mercados, de todas las leyes económicas que todos conocemos y que también me taladran los oídos como a cualquiera que se proponga ascender a los cielos por sus propios medios. ¿Qué es vivir? Esto es vivir, me digo, y no hay más. A plegarse a este mandato sin refunfuñar. Allí en el purgatorio la paciente clase media aguarda sentada su oportunidad, cada día más numerosa, cada día más media. Y en la olla del infierno se cuecen los pobres, y los miserables más al fondo pagando sus pecados por toda la eternidad, casi aplastados por el trono de Lucifer, pues en esta nueva imagen dantesca, actualizada, Satanás se encuentra en las antípodas del dinero, Lucifer o Satanás es el ángel caído en la pobreza.

*

Helmut Govinus es el jefe de la unidad de maquetas. Esa unidad debe tener un nombre más bonito en inglés, supongo, pero en los hechos él es responsable de ejecutar en tiempo justo y factura perfecta cada uno de los diseños realizados por los arquitectos de este estudio de clase mundial. No llegamos aún a la era de las maquetas fabricadas por impresoras de tres dimensiones. Y aunque así fuera, tal vez aquí se prefiere todavía la destreza humana, su pulso y su sensibilidad, los dedos largos de Ariel Palma, me digo, que vuela hacia el norte del planeta para integrarse al equipo de Helmut mientras yo busco trabajo en este país, en lo que sea, pues aún tengo hijos en edad escolar, aún debo pagar el arriendo a don Eugenio y solventar otros tantos gastos como todo el mundo, por supuesto. En esas oficinas donde trabajará Ariel, según me ha dicho, hay un lugar preciso para el equipo de Helmut Govinus, una sala de vidrio al fondo de una planta muy amplia y sin divisiones, me dirá Ariel más adelante, cuando se haya instalado en Nueva York a las órdenes de Helmut. Yo imagino una pecera enorme, a otra escala, y debo precisar que dicha sala no requiere de cintas adhesivas en los vidrios, allí la transparencia es un valor glorificado, de modo que cada movimiento o instrucción de Helmut, cada movimiento o acción de Ariel o de otro integrante de este equipo queda expuesto a la vista de todos, aquí no hay nada que ocultar, aquí no hay trampas que valgan, podría pensar uno, en aquella región más desarrollada del planeta van muchos pasos por delante de nosotros, allí todo es explícito, directo, franco y sin adornos, los propósitos están a la vista de cualquiera, se vive para el trabajo y el trabajo colma los bolsillos del propietario del estudio de arquitectura, un tipo más joven que Helmut, muy inteligente, brillante, diría yo, un millonario que podríamos encontrar en alguno de los anillos del paraíso, no podría decir en cuál pues no tengo acceso a sus estados financieros ni a su balance patrimonial, pero puedo decir que el tipo actúa y se comporta de forma totalmente transparente con sus empleados. Sale a tomarse unos tragos con ellos a un pub, se ríe como uno más de ellos, acepta toda clase de bromas y exige al máximo a sus empleados dentro del estudio, no acepta un “no” por respuesta, no es necesario decirle a ningún empleado que trabajar en su estudio es un privilegio superior, todos lo saben, lo tienen absolutamente claro y lo viven como una experiencia única, un baño diario de adrenalina, no hay arquitecto en todo el orbe que no quisiera tomar sus maletas y partir a trabajar a las órdenes de este arquitecto ahora mismo, a la cuenta de tres.

Más o menos esas ideas me voy haciendo de todo lo que me cuenta Ariel Palma por teléfono o a través del correo electrónico, y por supuesto que lo imagino tras los vidrios o cristales de la gran pecera transparente cortando figuritas o palitos de maqueta como en el colegio cuando éramos niños, más o menos cerca de Helmut, y sé también que Helmut no le habla o apenas le dirige la palabra en toda la jornada. Mientras lo supervisa, Helmut Govinus debe estar pensando en sus artefactos insólitos, en esas creaciones plásticas sin uso posible ni imaginable ni tampoco simbolizable, puro enigma estético en los que trabajará durante sus horas libres o sus noches. No creo que Ariel Palma le haya transmitido las ideas que fui apuntando para reescribir Los cielos más oscuros

*

Me ofrecí a llevarlo en el auto al aeropuerto. Lo ayudé con las maletas y esperé hasta ver que el avión tomaba vuelo por la pista, levantaba la nariz y comenzaba a elevarse hacia el norte entre la bruma gris de nuestros cielos de invierno. Antes de despedirnos a las puertas de Policía Internacional nos dimos un corto abrazo que no pude saber lo que significó para él. Quizás no lo vea nunca más en la vida, no sé por qué me vino esa idea a la mente. Volví al departamento pensando en este nuevo hito de un tiempo que se pliega y se convierte en cenizas. Un tiempo de crematorio, pensé. El tiempo como un crematorio. Nada más abrir la puerta mis hijos me asaltaron con una lluvia de preguntas sobre los aviones, los accidentes aéreos, los ovnis y las aves capaces de volar a gran altura, con el remanente de la ingenuidad que conservan todavía en algún reservorio de la infancia. Y yo fui con paciencia respondiéndolas una por una. Lo que no sabía lo inventaba, como siempre, con tal de mantener a flote su ilusión.

FIN DE “PROVINCIAS DEL IMPERIO”

Cristo m2

Cristo muerto, de Holbein (detalle)

 

©2023 Politika | diarioelect.politika@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores