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viernes, 27 de octubre de 2023

Provincias del Imperio - II Parte

 

Dinero
 
mesa dinero



de Daniel Pizarro


II

Hasta que apareció una mujer —ya se dijo— que vino a sentarse bajo el reloj del muro y a ejercer sobre sus agujas algún influjo magnético. Diría que se trató de esa clase de hechos que nos suceden cuando uno se aventura a escribir su propia vida y en cierto punto advierte la necesidad de colocar un cebo para sacudir al lector y despertarle curiosidad por lo que va a venir. Un recurso manoseado, hay que admitirlo, tan burdo como instalar un muerto en la primera página de un libro. Pero mi no-vida de palillos chinos me parecía en lo esencial un sobajeo constante y solapado como los que se sucedían arriba de las micros, y bajo ese trajín de manos tratando de tocar y de pescar lo que fuera entre los dedos me vinieron a la mente otros versos, escritos una mañana perdida en papeleos:

¿Por qué no me entregué con toda el alma
a perseguir mujeres y pasar camuflado?

*

La mujer que hacía retrasarse el tiempo en el reloj de pared venía de la marea del futuro, de acuerdo con la imagen que se imprime al obturar un cerebro que introduce un líquido de contraste por los intersticios de la realidad. Y lo que iba a sucederme con ella quizás fuera un caso de enamoramiento por ósmosis o asfixia, esa clase de fenómenos que propician los espacios cerrados donde se convive forzosamente con otras personas que se encuentran en las mismas condiciones que uno, la mayoría de las cuales supone estar ahí por voluntad propia e incluso por placer, como sospecho que ocurría en el caso de ella. Sitios, diría yo, como por ejemplo las cárceles, las oficinas, los gabinetes ministeriales, las salas de redacción, las tiendas de comercio, las islas desiertas adonde nos arroja un naufragio; y también las mesas de dinero, por supuesto, que cada día se componen de una proporción más equilibrada de los sexos como resultado de la liberación femenina, llegando a ser, como dicen los letreros de las peluquerías, lugares de trabajo “unisex”, lo que en nuestro país quiere decir que reciben a individuos de ambos sexos, contrariamente a lo que podría sugerir el prefijo “uni”, o sea, “uno”.

*

Como sea, se llamaba Javiera. Lo primero que conocí de ella, aun antes de haberla visto, fue su currículum vitae, que el Mierda se encargó de leer en voz alta paseándose entre los puestos de los operadores de mesa a falta de dos días para su llegada. Era en verdad una historia de desesperación laboral, no muy diferente a la de cada uno de los traders y también a la del Mierda, en quienes por lo visto había operado un proceso de amnesia selectiva respecto de su vida anterior, puesto en marcha al momento de posar el culo en los asientos de la mesa y comenzar a ejecutar por encargo las operaciones financieras.
Lo que más divertía a los operadores de mesa era el empeño del currículum por disfrazar los empleos de promotora de supermercado bajo los rótulos, que se iban alternando en la cronología, de “impulsora de ventas”, “asesora de ventas” y “ejecutiva de ventas”. Con ayuda de los gestos teatrales del Mierda todos podían imaginársela en minifalda o con un vestido corto ceñido al cuerpo ofreciendo en una bandeja galletitas con paté o quesos para untar. A ninguno se le ocurría, ni por un solo instante, que también ellos hacían lo mismo, la amnesia o la esquizofrenia colectivas son trastornos que ayudan a soportar esta clase de vida, me decía yo observándolos desde mi puesto como un espía del presente.

*

Luego de pasarse muchas horas en la mesa de dinero, la marea del futuro trataba de recomponer sus espíritus desfondados publicando en las redes sociales todo lo que habían podido comprarse gracias a sus sueldos bastante por encima de la media: uno subía fotos en un pub, no la imagen de su cara y la de su compañía eventual, sino la de las cosas que había sobre la mesa: un par de cócteles y una tabla con un picoteo. Otro se fotografiaba entre la masa de espectadores de un recital de música espantosa y muy cara. Un tercero exhibía imágenes de un viaje al extranjero pagado con la tarjeta de crédito, que sabían usar con gran eficiencia, aprovechando las ofertas de pasajes, las millas o los kilómetros, los puntos acumulados por endeudarse y no sé qué más.
Todos, sin excepción, se congregaban en la mesa para disputarse la tajada más grande del pastel, las migajas más suculentas. En eso se les pasaba la vida, con toda inocencia. Ninguno, según creo, hacía como yo: después de almorzar a la rápida partía a dormir la siesta a una caseta de los baños para recuperar horas de sueño, usando como almohada contra un vértice de los paneles el estuche del cepillo y la pasta de dientes, cuyas costuras se me imprimían como una cicatriz en la sien o más bien como la huella visible de mi herejía. En la mañana, mis necesidades de evacuar se presentaban con urgencia después del primer café, entonces debía cruzar por enfrente de sus puestos para alcanzar el baño que se encontraba del otro extremo, y me era imposible no oír el murmullo de sus pensamientos: “Allá va el cagón del Daniel”. O quizás: “Límpiate bien el hoyo, huevón cochino”. Quizás ninguno de ellos reparaba en la pésima calidad del papel higiénico, más parecido a las servilletas de las fuentes de soda, que —con perdón por los detalles— en vez de limpiar la mierda la esparcía alrededor del culo dejándote una sensación pastosa por el resto de la jornada. El asiento de trabajo sufría las consecuencias y cada tanto debía enrocarlo en una maniobra furtiva por alguno de los que ocupaban los traders. A todo eso y a bastante más me había acostumbrado, le iba diciendo a Ariel Palma arriba de un bus oruga. Almas como la mía podrían deambular con olor a poto por las mesas de dinero hasta el fin de los tiempos.

*

El Mierda era de otra especie, no sé si mejor o peor. El hecho de apodarlo ‘Mierda’ no da lugar a matices, lo presenta desde un solo ángulo y testifica mi falta de recursos para describir con mayor sensibilidad o sutileza a los personajes de esta historia, entre los cuales me incluyo. Que así sea. No pertenecía a la marea del futuro sino a los hombres de mi generación, a quienes nos había tocado ser testigos prematuros y comparsas de la nueva era del hielo. No podía desconocer al menos los vestigios de un pasado distinto, pero trataba de asimilarse con todo su ser a la marea del futuro. El esfuerzo era evidente y tenía algo de grotesco, como el de todos los hombres mayores que hicieron un curso acelerado de desmemoria, cinismo y cálculo mercantil. Tres materias al precio de una.
Me resultaba detestable, y para peor me habían asignado un puesto frente a él. No éramos traders sino empleados que cumplían funciones “de apoyo al negocio”, lo que en la mesa de dinero equivalía a ser ciudadanos de segunda categoría, posición que en su caso trataba de lustrar con el cargo de product manager y sus cabriolas de bufón. Apenas nos separaba una miserable placa de vidrio esfumado de unos treinta centímetros de altura, por encima de la cual se asomaba durante horas su cara de pelota con barba de tres días. Estaba atento a todo lo que sucedía alrededor. Poseía un radar. ¿Con qué propósito? Vigilar los movimientos que tenían lugar en nuestra sala anexa. No era jefe de nadie y nadie le había asignado labores de jefatura relacionadas con el control del personal y el cumplimiento de los horarios. Y sin embargo, nos vigilaba con sus antenas que le salían de la espalda como púas de un erizo.
—No soy “sapo” —le gustaba repetir en voz alta, para que todos lo oyéramos—. Nadie me paga por vigilar, todos somos grandecitos y cada cual sabrá si cumple o no con los deberes establecidos en su contrato.
Esa clase de discursos había que tragarse. Hasta que un día me crucé con él y nos convertimos en enemigos íntimos; ninguna conversación franca ni el mejor juez de paz podría habernos reconciliado. Se declaró la guerra silenciosa que —estaba escrito— tarde o temprano había de declararse. Y luego tuve que soportar sus consecuencias. Comenzó el día en que volvía de una escapada al café:
—Tienes que avisar si sales.
—¿A quién? ¿Por qué? No tengo nada pendiente…
—A nosotros. A cualquiera de nosotros (trató de involucrar a los que nos estaban mirando de soslayo). Somos un equipo, tenemos que trabajar como equipo, tenemos que cuidarnos entre todos.
Empezó a hablarme como entrenador de fútbol americano. O como hablan los entrenadores en las películas. Seguramente había visto una chorrera de cintas sobre el tema, era de los que se conmovía con los videos motivacionales que nos embutían cada tanto en algún taller fuera de horario o en reuniones ampliadas, donde sin falta nos esperaban fragmentos de películas tipo Gladiador o Corazón valiente.
Y era inevitable oírlo en esa sala: declamaba. Su historia familiar era uno de los temas recurrentes. Se sabía que odiaba a su padre, un padre ausente. Y que a su madre la tenía en un altar. Y que una mujer le había hecho el mal de ojo. Pues creía en maleficios a la vez que te sermoneaba sobre el indispensable rol de los mercados para asignar los recursos, lo que a mi modo de ver también era un maleficio pasado de contrabando. Algún día, dentro de siglos —me repetía al oírlo, con una vaga esperanza—, esto último también quedará establecido.
Digo que lo oía, mañana y tarde. Porque se largaba a hablar de asuntos personales como si no hubiera nada más interesante que oír. Esa especie de hombres tratados como juguetitos por unas madres frustradas: los miman hasta convertirlos en pequeños dioses. La historia del mal de ojo me la sabía de memoria. Para sanarlo hubo que realizar un sahumerio. Tendido en la cama, casi empelota, atragantado de rabia y dolor el Mierda lloraba y tosía por el humo de las ramitas que batían sobre su cuerpo recitando una letanía de conjuros. Sufría convulsiones. Largas horas de lucha contra el mal, hasta que voló de su pecho. Habían sido mujeres, todas las mujeres de su familia, las que tomaron parte en la sanación. Se rodeaba de mujeres; delante de ellas se mostraba como un hombre vulnerable, desesperado por afecto. Por encima de la placa de vidrio yo veía a un Calígula asomándose del bolsillo.

*

Con toda seriedad —visto que la rabia ya no me dejaba pensar—, antes de la aparición de Javiera me pasé horas preguntándome de qué modo ponerlo en su lugar. Ponerlo en su lugar, me decía, figurándome una acción que al mismo tiempo me devolviera al mío de rebote, por un efecto de orden físico. De vuelta al lugar de donde me habían exiliado. ¿A la vida verdadera? El abuelo que me rescataba en brazos del jardín infantil había realizado un acto de esa especie hacía más de medio siglo. En un arrebato de rabia, en el colmo del fastidio, usando como arma una mesa de escritorio apretó a su jefe contra la pared de la oficina y le encajó el borde contra el estómago. Quizás lo hizo defecarse de miedo, o tal vez por la presión ejercida contra los intestinos. Ese acto de rebeldía huérfana no solo le costó el despido de la empresa de agua potable; también decidió su jubilación anticipada, lo que desde mi lugar me parecía una forma de liberación.
Entonces al pensar en mi abuelo furibundo el palillo chino tomaba el aspecto de un ajuste de cuentas. La posibilidad de tolerar esta clase de vida se presentaba como una cadena de pendencias que irían corrigiendo desequilibrios e injusticias por aquí y por allá como quien remacha las imperfecciones de una carrocería. Tal vez me habían influido más de la cuenta las películas de Hollywood y sus legiones de justicieros y vengadores anónimos. Poner al Mierda en su lugar —me decía—, mientras se vanagloriaba de cumplir con sus obligaciones laborales al tiempo que declaraba que su verdadera vida, o sea, el momento en que los otros podían observarlo tal y como era en realidad, o sea, no este personaje que venía a disputarse a sablazos una tajada del pastel sino el hombre, digamos, con la tajada del pastel ya asegurada después de haberle puesto la pata encima a unos cuantos, a ese otro hombre lo encontrábamos en su pieza, fumándose un pito y escuchando Pink Floyd sobre la cama, a media luz. Ese era él, en paz con el mundo, curado del mal de ojo. El Mierda ya no era el Mierda cuando estaba solo. Y cuando me hacía una imagen cabal de su existencia, cuando podía abstraerme de su cabezota asomando por encima del vidrio esfumado, cuando me olvidaba por unos instantes del reloj de pared, con más insistencia volvía a pensar en el comunismo, le decía a Ariel en la micro, volvía a bañarme en su idea como en una pila bautismal, mientras más lejos del mundo real se encontrara y más execrada fuera su posibilidad, más me seducía la idea del comunismo, más sintomática me parecía su ausencia de lo visible, más repugnante y vomitiva la santificación de la propiedad privada, y con mayor intensidad volvía a decirme que esa idea era lo único que podría salvarnos, lo único que podría poner de acuerdo o en su lugar a unos Calígulas de bolsillo.

 

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