Una mueca tiritona, una voz lamentosa, una evidente infelicidad acompaña en estos momentos al mundo político. Para ser más específico, a los políticos de largo aliento, los que sienten que han entregado sus vidas a la patria y hoy son tratados como delincuentes.
“Hasta hace poco creía, ingenuamente, que en la política ya lo había visto todo, que nada podría afectarme de manera profunda. Mal que mal habíamos conquistado la democracia y con ella el derecho a una vida agitada pero finalmente segura. Estaba equivocado. (…) Las amenazas actuales son más difusas, no ponen en peligro la vida pero afectan algo especialmente apreciado: la dignidad”, escribió Carlos Ominami en El Mercurio, semanas atrás.
La monserga pinochetista contra “los señores políticos”, a los que se refería siempre como si fueran un grupo de patanes, apenas arañó su prestigio al lado de las causas judiciales en curso y de todas las noticias en que la plata y el poder se enredan.
“La actividad política y quienes la hemos ejercido en los últimos 20 años vivimos una situación muy difícil. Desacreditada y desvalorizada ante la ciudadanía como pocas veces antes, la función pública y la mayor parte de sus actores recientes estamos siendo objeto de investigaciones judiciales…”, asegura Longueira en otra carta, también publicada por El Mercurio, que es adonde van a morir los elefantes.
En esa carta Longueira no habla a nombre suyo. Ni siquiera de su sector. Y si bien algunos podrán decir que es de cobarde esconderse en la manada, no es menos cierto que consigue transmitir un halo de queja generacional. Más acá de los cambios de modelo y las desmesuras, terminado el juicio a la dictadura, corresponde el juicio a la Transición.
Eso es lo que estamos viviendo hoy. Los jóvenes que entraron al Congreso nacieron el año que Pinochet perdió el poder. Pronto les tocará a ellos la evaluación de la historia y estar del otro lado del estrado. Recién entonces podremos decir si fueron mejores o peores. No se puede ser héroe demasiado tiempo. Longueira ya no es el niño símbolo del pinochetismo, ni Ominami el mirista perseguido que hubiera matado por la revolución. Ellos sabrán de qué se enorgullecen, y las exigencias del momento, de qué los culpan.
“De corazón, quiero decir que han sido tiempos difíciles, para mí y mi familia. Y eso sin duda me ha afectado profundamente. Es un sentimiento humano normal”, dijo la presidenta en conferencia de prensa, con la voz quebrada, y a continuación –siendo ella y otros, la madre señalada y las faltas de una democracia incompleta (como en mayor o menor grado son siempre las democracias)–, reconoció al borde de las lágrimas: “Los chilenos demandan, merecen, igualdad de oportunidades y de derechos, y eso también incluye igualdad ante la ley”.
El discurso duró 58 segundos, los suficientes para escenificar una súplica y una deuda, un “entiéndanme” acompañado de un “los entiendo”, justo el vórtice en que quedó crucificada Michelle Bachelet: la que enjuicia, desde los nuevos tiempos, a un tiempo que le pertenece. No sé si hay que sentir pena. Es cosa sabida que los partos duelen y que las nuevas criaturas lo primero que aprenden es a pedir más. Si así no fuera, la Historia sería para llorar.
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