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viernes, 30 de diciembre de 2022

La decadencia de la ciudad en Chile

     

La mayor parte de la población chilena vive en centros urbanos, eso haría pensar que los distintos niveles de gobierno deberían diseñar e implementar políticas públicas destinadas a mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. Para alguien como yo, que sólo viene de visita al país que alguna vez fue el suyo, es muy triste constatar la abismante decadencia de la ciudad como entorno humano. Santiago, en particular, es un lamentable ejemplo de cómo una urbe relativamente interesante, se ha transformado hoy en día en una gigantesca mezcla entre campamento itinerante, bazar y “corte de los milagros”. El Paseo Ahumada, concebido en su momento como un área de encuentro y de concurrencia ciudadana, punto de atracción para un público que acude a hacer diligencias, comprar o buscar entretenimiento, ha devenido un caótico espacio “tomado” por el comercio ambulante. Como también es sabido, gran parte de esos individuos que venden desde lentes y ropa interior, hasta anticuchos de dudosa salubridad en su elaboración (carne de perro fue detectada hace unos meses en uno de los productos), son integrantes o colaboradores de pandillas delictuales que actúan—cada vez con más audacia—en pleno centro de la ciudad. Estos ambulantes a menudo han atacado a manifestantes en actos de protesta, el caso más publicitado fue el del baleo a una periodista del Canal 3 de La Victoria.

Las ciudades a través del mundo —y en esto puedo hablar en general—han sufrido deterioro, eso es real, incluso en países desarrollados como Canadá, donde vivo. Graffiti, descuido, vandalismo y suciedad en algunas áreas de uso común, no son completamente extraños en Montreal o Toronto, las dos principales urbes de ese país norteamericano. Sin embargo, el nivel de suciedad, la abundancia de rayado mural (el 99% simplemente tags y groserías, no mensaje político como se pudiera pensar luego del estallido social) y el abandono de cuadras enteras donde los negocios han cerrado sus puertas, no tiene comparación ni siquiera con otras ciudades latinoamericanas como Buenos Aires o Lima, que también han vivido momentos críticos, pero nunca con resultados tan deplorables como la decadencia que se observa en Santiago.

Este fenómeno palpable en Santiago, Valparaíso y, me imagino, también otras ciudades de Chile, tiene que ver con una suerte de “lumpenización” de gran parte de los sectores de bajos ingresos, para quienes el camino que se les abre para satisfacer sus afanes de consumo (incentivados por una sociedad que intenta imitar el Primer Mundo), es a menudo el del crimen. Esas acciones delictuales se desataron a rienda suelta durante las protestas generadas por el estallido social, jugando de manera magistral para los intereses de la derecha: cada negocio saqueado o incendiado aportaba centenares de votos para las opciones politicas más reaccionarias. Esas acciones, sin duda, contribuyeron muy  decisivamente al triunfo de la opción Rechazo en el plebiscito constitucional.

Por cierto, las autoridades tienen noción del problema y para ser justos hay que admitir que a veces han tratado de hacer algo, pero la magnitud del problema parece sobrepasarlos. La alcaldesa de Santiago hizo muy bien en desalojar a los ambulantes del barrio Meiggs, pero como es imposible desplegar personal policial de manera permanente en el lugar, esa gente vuelve allí. También se sabe que gran parte de los que allí se instalan, en verdad no lo hacen para vender chucherías que nadie compra, sino que sus “negocios” serían tapaderas para el lucrativo rubro de la droga.

En otro plano de las preocupaciones urbanas, el propio presidente de la república dio a conocer estos días un plan para rediseñar lo que se llama el eje Alameda-Providencia, el principal complejo vial urbano de la capital (esto es, una arteria continua constituida por avenidas con vida propia además de ser vías de tráfico vehicular, a diferencia de las carreteras urbanas cuya función es únicamente el tránsito de vehículos).

La principal crítica que me despierta esta propuesta, es que en uno de sus puntos principales—la remoción de la rotonda de Plaza Italia, donde se ubicaba el monumento a Baquedano—lo que en verdad se hace es una gran concesión al automóvil.  Ya en los años 60, en el gobierno de Frei Montalva, se hablaba de eliminar la rotonda, considerada un obstáculo para el tránsito vehicular y desplazar el monumento de Baquedano a un costado. La idea era permitir el libre flujo (en otras palabras, que los autos se desplacen a alta velocidad) en el tramo donde la Alameda se conecta con Providencia. La propuesta de ese tiempo no prosperó, pero como solución de compromiso lo que era una rotonda (circular) adquirió una forma ovoide, que facilita un poco la velocidad de los vehículos pero que desde el punto de vista estético la deformó respecto del diseño original. Cuando se construyó la Plaza Italia a comienzos del siglo 20, se tomó como modelo la Plaza de la Estrella de París con un centro circular del cual irradiaban varias calles, con el eje Alameda-Providencia como sus vertientes principales. Ese modelo se mantuvo hasta más o menos la construcción del metro. En la actualidad, aparte del eje ya mencionado, sólo las salidas a Ramón Carnicer y Merced mantienen su diseño original. El centro de la plaza tuvo tan alta consideración que hasta comienzos de los años 50 tenía un limitado tráfico vehicular, para dirigirse desde y hacia Providencia, primero los tranvías y luego los trolebuses circulaban por una calle lateral—hoy convertida en vía peatonal—donde se sitúa el Teatro Baquedano y los edificios tradicionales de ese lugar.

La Alameda (que los militares rebautizaron con el rimbombante nombre de Libertador Bernardo O’Higgins) ha sido objeto de numerosos cambios en su larga historia. Originalmente fue La Cañada, un brazo semiseco del río Mapocho que se reunificaba con su cauce principal a la altura de Pudahuel. Cuando se bloqueó ese brazo del río a la altura de la actual Plaza Italia, se convirtió en la Alameda de las Delicias, un hermoso lugar para la entonces clase dominante cuyas residencias se extendían al oeste del actual centro hasta las actuales avenidas República y España. Francisco Flores del Campo inmortalizó la imagen de la hermosa mujer del entonces elegante barrio en su tema Alameda del 900: “Por la Alameda del 900, la santiaguina salió a pasear…”  (la versión más popular la hizo el duo de Doris y Rossie). El llamado afán modernizador de diversas autoridades causaría muchos cambios a la Alameda, algunos buenos y otros no tanto. La más emblemática obra del teatro musical chileno, La pérgola de las flores, de Isidora Aguirre y con música del ya mencionado Flores del Campo, retrata de un modo irónico algo de ese afán de hacer cambios a nuestra icónica avenida. El conjunto de kioscos de floristas que se ubicaba enfrente de la iglesia San Francisco y su eventual remoción para ensanchar la Alameda es el tema central de la obra. Hay incluso un personaje, el Urbanista Valenzuela, que a modo de los actuales expertos proponía drásticos cambios “modernizantes” que no descartaban demoler la emblemática iglesia. Y—esto no es broma—hubo en su momento, serios proponentes para tal idea: el edificio público más bello y representativo de la capital chilena fue visto por algunos como un “obstáculo para el progreso urbano”, léase para “el tránsito de automóviles”.

En tiempos más modernos probablemente los cambios más interesantes y de carácter más progresista hechos a la Alameda, ocurrieron en los años 50 y 60, con la plantación de álamos (removidos y reemplazados por plátanos orientales por la dictadura) y un diseño al estilo parisino de estilo boulevard que favorecía un uso equilibrado entre peatones, transporte público y automóviles privados.

Hay entonces, que ser muy cuidadoso con las nuevas ideas que se propongan, en particular en este caso con la eliminación de la rotonda de Plaza Italia porque tal cosa, simplemente, terminará por desfigurar completamente ese sector de la ciudad, y lo cierto es que no estoy muy seguro que sea para bien. Esos “expertos” no nos deben merecer mucha confianza en que sus recetas vayan a ser beneficiosas para la ciudad, especialmente considerando que un centro urbano de gran población como es nuestra capital requiere de una adecuada funcionalidad—eso es cierto, y la fluidez vehicular hace parte de esta—pero también debe responder a otras necesidades menos tangibles: un entorno grato para los habitantes y en esto, una satisfacción estética es muy importante. El pueblo también merece disfrutar de una belleza ambiental. Creo que esto último está ausente en esas nuevas propuestas, demasiado técnicas, pero no suficientemente humanas.

 

Por Sergio Martínez (temporalmente desde Ñuñoa, Chile)

 

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