Vistas de página en total

lunes, 9 de octubre de 2023

Provincias del Imperio - 2ª Parte

 

Agua-turbia
 

Daniel Pizarro terminó las correcciones de los últimos capítulos de su Provincias del Imperio. Podemos ofrecer, por consiguiente, aquellos que POLITIKA Aún no había difundido. He aquí el primer capítulo de la 2ª Parte.


Reloj



Daniel Pizarro


I

Durante unos cuantos años tuve ante mis ojos un reloj redondo colgado sobre un muro color crema, un poco por encima de las cabezas de los traders y los terminales de negociación de la Bolsa de Comercio. Digamos que mi vista despegaba de las operaciones financieras que se ejecutaban más o menos a un metro treinta centímetros contando desde el piso de cerámicas e iba a estrellarse contra el reloj de agujas y marco negros, ubicado a unos dos metros de altura, que dominaba la sala y sus rituales como el verdadero, el exclusivo dios del presente.
De sus tres agujas de plástico, la que más me angustiaba era el segundero: su marcha implacable me ponía frente al desperdicio de la vida. Nueve horas del día se vaciaban por medio de sus revoluciones, al cabo de las cuales la única materia que quedaba entre los dedos era el dinero, repartido como siempre en partes desiguales. Era la sustancia destilada por el dios del tiempo presente. Lo veía transcurrir y vaciarse, segundo a segundo, como un suplicio a mi medida, mientras las cabezas que atendían a los mercados en las pantallas por donde corrían cifras millonarias ni siquiera advertían su presencia de cíclope.
Los únicos acontecimientos, digamos, que podían sobrevenir en la mesa, bajo ese dios, tenían relación con el dinero. Solo las perturbaciones, los corcovos o los sobresaltos del dinero se experimentaban como la sacudida de un dragón. Así vimos pulverizarse el precio de las acciones de la cadena de tiendas La Polar, al saberse que los directores habían refinanciado unilateralmente las deudas morosas de los clientes para dar oxígeno a los estados financieros con la engañifa de las provisiones por cobrar. Un espectáculo montado con las variables del tiempo y el dinero: la velocidad a la que se desplomó la acción hizo el prodigio. Nos agolpamos ante las pantallas para admirar el incendio de Roma. No muy lejos del edificio unos deudores indignados prendieron fuego real a una de las tiendas. Vimos por televisión este aderezo del espectáculo. Los golpes se daban en un lado y se sufrían por otro. Las cenizas se consumían y todo quedaba en nada. A ninguno le preocupaba entender el funcionamiento de esta máquina infernal y el dios de un solo ojo se moría de la risa.

*

Así era.
Hasta que un día, una mujer joven vino a sentarse bajo el reloj de pared y yo advertí que el tiempo empezaba a demorarse por causa de algún fenómeno magnético, como si la aguja de segundero, al pasar sobre su pelo castaño tomado en larga cola, sintiera alguna clase de resistencia difícil de vencer, un obstáculo que se oponía a su marcha regular e implacable y que de revolución en revolución, imperceptible pero regularmente, iba provocando un desajuste en todo su mecanismo. Lo echaba a perder. Así que por primera vez, quizás por obra de este desarreglo, me vinieron a la mente, sentado en mi puesto de trabajo, unas palabras que podrían ser el comienzo de un poema o de una historia muy diferente. Fueron estas:

Cuando el tiempo se detiene, el espíritu se cobra revancha.

No pude resolver qué clase de revancha o desquite contenía mi propia frase. No pude decidir si se trataba de una oportunidad para resarcirse de un tiempo inclemente o de si, por el contrario, el espíritu vendría a pasarnos la cuenta por nuestra ciega adoración del tiempo como equivalente del dinero. En todo caso, seguí contemplando esa bella cabeza, los suaves rasgos de su perfil (cuando se giraba a preguntar por un precio de cierre o una tasa de interés), sus pendientes como lágrimas de sangre, el sendero de vellos claros que se insinuaba desde la nuca hacia el cuello, y esos hombros más bien rígidos, a veces al descubierto por un vestido o una blusa sin mangas, sin embargo torneados, y que eran una de mis debilidades frente al cuerpo femenino, una llamada al impulso, al borde del canibalismo, de mordisquearlos como si fueran frutas pulposas.

*

Con el paso de las semanas, poco a poco, ese cuerpo femenino (todavía era prematuro llamarlo “mujer”) fue tomando el aspecto de un palillo chino. Es lo que intentaba explicar a Ariel Palma arriba de una micro, rumbo al trabajo. La forma de mi vida se me aparecía como esas estructuras azarosas, sumamente precarias, que van tomando cuerpo en el juego de los palillos chinos por la agregación o superposición de varitas, una junto a la otra, una sobre la otra, una apoyada en la otra. Estructuras ante las cuales uno contiene el aliento para no derribarlas de un suspiro. Estructuras ante las cuales uno vacila entre encogerse de hombros y sorprenderse por la evidencia incontestable: esto es mi vida. Esa imagen representaba mi vida o acaso la irrepresentable no-vida en la cual me encontraba inmerso, y era cierto que por las noches, desde hacía un tiempo (desde que la cabeza de una mujer se detuvo bajo el reloj de pared), en vez de fantasear con cataclismos u otros desastres naturales para detener el curso del mundo, había comenzado a darle vueltas a la idea de introducir otro palillo en la estructura de mi no-vida, a riesgo de echar abajo el edificio entero, un palillo con la virtud de devolverme la vida perdida en las revoluciones del segundero o al menos de hacerme más llevadera la no-vida. Y entonces me decía que la mayoría de los seres humanos, cada uno a su manera, otorgaban la forma de un palillo chino a los objetos más disímiles para soportar esta clase de vida, la de cada cual y la de todos. Exactamente eso estaba diciéndole a Ariel arriba de un bus repleto de pasajeros, cuando me vinieron a la memoria unos versos que con buena voluntad podrían tomarse como un poema terminado:

Soy del corazón de la roca
y cuando salgo me enfrío
y cuando vivo no vivo
y si quieren visitarme, adelante:
este tirano soy yo
limosnero de las calles
doy tan poco como ustedes
pido el oro como pocos
busco el día de los días
y si quieren visitarme
quizás.

Esos versos de juventud, escritos en una pensión en el puerto de San Antonio una mañana de sol aguado, que leí con voz temblorosa a esa pareja en cuyo dormitorio dibujaba con la imaginación una cruz en la ventana, como si le estuviera revelando mi alma y pidiéndole perdón por anticipado, provienen incluso de mucho antes: habían empezado a germinar en mi primera infancia a partir de un hecho en apariencia insignificante o trivial, pero que fue creciendo con mi vida como una bola de nieve o una perturbación del pensamiento.
Tenía dos años o menos cuando mis padres me matricularon en un jardín infantil colindante con la casa de mi abuelo. No tengo recuerdos. Sólo sabía por mi madre que mi abuelo se desesperaba con mis berrinches, que podía oír desde su dormitorio del segundo piso, y que todas las mañanas partía a buscarme antes del final de la jornada. Me rescataba del jardín en sus brazos. Yo era una bola encarnada, un tumulto de emociones, por lo que cuentan.
Hasta que un día le mordí la mejilla a una niña de mi edad. Estaríamos peleando por un juguete, una pelota, un trozo de fruta o de pan. Cada uno de mis dientes de leche quedó marcado en su piel y dicen que la madre de la niña se quejó de mí en términos muy ásperos. La educadora de párvulos citó a mi madre —al menos era su relato— para decirle que si seguía por ese camino estaba destinado a convertirme en un delincuente.
La anécdota progresó como una carcoma dentro de mí, y aunque no podría establecer con certeza el modo en que afectó la consciencia que tenía de mis actos; puedo decir que cada vez que cometía alguna pequeña fechoría, las palabras de la educadora de párvulos volvían a resonarme como la confirmación de un destino del que no podría escapar. Con el paso de los años y la acumulación de diabluras como tirar piedras, terrones o frutas, hacer guerras de petardos y otros actos de naturaleza semejante, una segunda piel fue recubriendo mi consciencia: la angustia de verme como un Calígula en potencia, digamos un Calígula de bolsillo.

*

De todo aquello iba le hablando a Ariel Palma arriba de un bus oruga, cuando en alguno de los paraderos de la avenida Vicuña Mackenna, en dirección a la Alameda, subió por la puerta del medio “Manotas” y empezó a mendigar a los pasajeros.
No lo veía hacía por lo menos diez años. Lo daba por muerto. Había creído que una deformidad de esa especie era imposible de soportar por mucho tiempo; con el paso de los años el corazón ya no es capaz de seguir bombeando la cantidad de sangre que demanda una mano con acromegalia, más parecida a un guante de boxeo, y desarrollada como a propósito para pedir limosnas. Te la plantaba muy cerca de los ojos y era imposible ignorar su actitud perentoria, desafiante. Había que depositar monedas en su palma, no pocas, una sola moneda parecía un grano de arena en la extensión de su pobreza. Manotas jamás abría la boca; la mano hablaba en su nombre. Cuando se apartó de mi campo visual, por una asociación de ideas que me había despertado, me pareció que los versos escritos en la pensión de San Antonio habían invocado su presencia en la micro, pero no lo comenté con Ariel pues me resistía a creer en la transmisión del pensamiento a través del éter.

*

Sé muy bien que era temprano —quizás demasiado temprano— para ir hablando de Calígulas de bolsillo en un bus de la locomoción colectiva. Pero Ariel Palma me prestaba atención, o por lo menos hacía como si me escuchara, y yo hacía como si él estuviera interesado en lo que le decía, pues tomando en cuenta la congestión vehicular, aún nos faltaban unos veinte minutos para llegar a destino y si no hablábamos de esto hablaríamos de cualquier otro tema con tal de pasar el rato.
La idea de que en el fondo del corazón habitara un Calígula de bolsillo tenía para mí una relación directa con el asunto de la naturaleza humana, le dije. Y me parecía que el recurso a la naturaleza humana era una invocación a posteriori para justificar cualquier acto, cualquier orden, particularmente el orden clausurado del mundo. Un verdadero recurso ideológico en defensa de intereses creados. No existía ninguna naturaleza humana, ningún predicado infalible, ningún ser dado, eterno, que actuara desde su propia potencia vital —una pura voluntad de poder, cualquiera fuese su grado— desconociendo o negando la existencia de un otro, es decir, de lo real. Más bien el pensamiento me demostraba lo contrario: la posibilidad cierta de la potencia, de aquello que es invisible pero puede aparecer, en cualquier momento, incondicionado.
A la vuelta de esas ideas desflecadas —nada que pudiera exponerse con rigor en los asientos de un bus oruga, lo veo— me vino a la memoria una sentencia del escritor Thomas Bernhard, que en alguno de sus libros decía que el comunismo era la única forma de sociedad digna de concebirse como proyecto de lo humano. En lo cual le encontraba toda la razón, pues siempre me resultó inconcebible y brutal la idea de apropiarse de lo que es común, o sea, de los frutos del trabajo colectivo, o sea, de cualquier trabajo. Y no pensaba en la necesidad de socializar los cepillos de dientes, los preservativos, las placas dentales, la ropa interior ni ningún otro objeto de uso personal. Y quizás tampoco fuera necesario poner en manos de la comunidad o el Estado los quioscos de diarios donde se venden Las últimas noticias o La Cuarta. Quizás los quiosqueros disfrutan la propiedad de esas cabinas que tienen unos dos metros cuadrados de superficie. Y sin embargo, en un mundo de Calígulas, le pregunté a Ariel Palma, ¿dónde poner el límite entre lo personal y lo colectivo?
No obstante, a continuación de esa frase que me vino a la memoria Thomas Bernhard advertía que el comunismo era un proyecto irrealizable. Entonces, me decía yo, nos encontrábamos en una situación imposible: de camino hacia lo humano, pensado desde la humanidad, sin poder realizarlo jamás. ¿Desde qué lugar lo pensábamos, entonces? En este escenario la vida entera, observada desde la ventanilla de una micro, tomaba el aspecto de un interminable paso en falso. Tal estado de las cosas invitaba a replegarse y mirarlo todo con distancia y escepticismo, a la espera de la catástrofe y la ruina de esta aventura demencial que propugnaba la afirmación del individuo. Pero, según mis estimaciones, aún nos quedaban bastantes años por vivir y al menos yo, le dije a Ariel, me negaba a dar un paso al costado, hacia el alero del cinismo en boga que se declara indiferente a todo mientras está dispuesto a asesinar con tal de seguir viviendo en la luz del mundo y evitar sus catacumbas. El cinismo actual no estaba a la altura de sus orígenes. Y a esa altura del viaje en bus, con lo ridículo que pueda parecer (esta historia se debe por entero a la ridiculez, ya se dijo), me vi con unos anteojos redondos, a lo John Lennon, bajando a las puertas del edificio que se disponía a tragarme con una canción en los oídos que tal vez no se haya olvidado por entero:

Imagine no possessions
I wonder if you can…

 

©2023 Politika | diarioelect.politika@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores