Por ISABEL PLANT
REPORTAJES
¿Cuál es la gran obra de Gabriel Salazar? ¿Cuál es el legado del escritor y Premio Nacional de Historia, con más de una veintena de libros publicados -incluyendo los afamados “Labradores, peones y proletarios” o “Ser niño guacho en Chile”-, y decenas y decenas de artículos sobre la historia de nuestro país y su clase popular?
A los 89 años, Salazar dice que son dos cosas. Primero, sus cinco hijos y una familia muy unida- “tenemos 66 años de casados con mi compañera”, cuenta-. Y segundo, “que estos libros más que se lean, se comprendan. Y más que se comprendan, se vuelvan acción. Sería esa mi expectativa”, dice.
Cuando se le pregunta qué verdades le costó aceptar en la vida, responde que dos: “Uno, que la religión no te resuelve los problemas. Mis dos padres eran extremadamente religiosos y de una manera muy distinta. Mi madre era de hacer cosas en terreno con los pobres. Mi padre se encerraba en su habitación a rezar místicamente por el mundo. Ni uno ni otro resolvió el problema, ni en la calle, ni a través del rezo. Y me doy cuenta que lo que ellos querían resolver, yo lo veo hoy día agravado”, dice.
Luego añade el otro revés de una vida larga: “Lo otro es que yo entré al MIR con ilusiones, porque era un movimiento social. Pero a medio camino el MIR se convirtió en partido político”. Resume la historia del movimiento a su manera, de “quedar desfinanciados de energía política” cuando entró Allende, por no poder pelear con el presidente. Y luego de la transformación a lucha armada en la dictadura. “Yo creía todo lo contrario, yo creía en la fraternidad y en que el pueblo mismo se organizara, deliberara y se autoliberara a sí mismo. Entonces comencé a criticar al método. Para mí fue la gran frustración que he tenido en mi vida haberme metido en esta línea política que no podía seguir y tuve que renunciar. Ha sido mi único desastre en mi vida”.
Afamado por ser uno de los pioneros de la Nueva Historia Social, buscando alumbrar la vida y acciones de las clases trabajadoras y criticando las estructuras de poder, Salazar ha vivido, ha visto, ha estudiado, ha documentado y sigue, infatigable: este año publicó un ensayo de más de 900 páginas, “Expoliación política de la ciudadanía en Chile”, donde desmitifica la soberanía popular en nuestra historia. La invitación de The Clinic para el “profe Salazar”, fue a sentarse a reflexionar sobre Chile, comenzando un ciclo de conversaciones que marcan el primer cuarto de siglo del nuevo milenio.
El viejo y el nuevo Chile
—Su padre era peón y luego mecánico. Su madre, asistente social. Es el menor de nueve hermanos. Cuéntenos un poco cómo era ese Chile que vio usted en la Población Manuel Montt y cómo se diferencia del Chile de hoy.
—Bueno, la Población Manuel Montt fue probablemente la primera población que se diseñó, se financió y se entregó a trabajadores como tales. Eran dos gremios que tenían sociedad mutual, por tanto un fondo propio. Y ese fondo lo entregaron a lo que era en ese tiempo la Caja de la Habitación Barata del Estado, presidida por Jorge Alessandri. Y con ese dinero les pidieron los trabajadores que construyeran una población ad hoc para cada gremio.
Una población pequeña, de unas 10 manzanas chicas aproximadamente. La mitad choferes, la mitad puras mujeres también. Y esa población bien construida, sólida, con calles pavimentadas, con árboles grandes, qué sé yo, se construyó en el centro de una chacra grande. Entonces la población se rodeó de poblaciones callampas.
—En su entorno casas hechizas, mucha más pobreza.
—Claro, se iban autoconstruyendo de a poco. Se formó una población por todo nuestro entorno, muy abigarrada de todo tipo de sectores populares: había trabajadores, había cesantes, había borrachos, había prostitutas, ladrones, de todo, niños, grandes, viejos, en fin. Y hacia el río Mapocho, en los puentes, había colonias de niños solos. Bajo los puentes, por el lado de Vivaceta, están los conventillos. Estábamos a un paso de La Vega, a un paso de la calle Bandera, a un paso de la calle de la prostitución. Rodeados de una sociedad popular de bajo nivel, donde nosotros que teníamos casita, éramos del nivel superior, las nuestras tenían pavimento, calles, árboles bonitos. En consecuencia, los borrachitos, los vagos, gente que estaba desocupada, iba a tomar trago en las cantinas que había ahí, y dormían en la calle, en pleno día. Tuve 20 años viviendo en la casa de mis padres, desde mi temprana infancia, hasta que me fui por casarme cuando tenía 21. Tuve una relación profunda con esa gente, porque mi madre era visitadora social. Y eso marcó mi vida y mi visión del mundo, hasta el día de hoy.
—Usted entra al Pedagógico. Cuando hace su carrera universitaria, se da cuenta que la historia está escrita desde otro lugar y decide dedicarse a darle este espacio oficial a los marginados, a los olvidados, a los que van por los bordes. ¿Fue con rabia? ¿Cómo fue esa aproximación a ser el recopilador de esas historias?
—Lo que pasa es que cuando estudié en la escuela, ningún profesor, ningún texto escolar se refirió a esta gente. Nadie. Estudié en el Liceo de Aplicación, nadie. Estudié Historia, Sociología, Filosofía, nadie. Y las preguntas me quedaron aquí, pero no con rabia. Mis padres, que eran hijo de inquilino e hija de un parcelero, trabajaron en una casa de gente de dinero, de clase alta, culta. Y como mi padre era muy católico, por tanto muy correcto, y mi madre había sido enseñado por las monjas, era una dama de servicio, pero una dama. Mi padre era el chofer del dueño de casa, que era doctor, de él aprendió a manejar y mecánica de auto, y mi madre era dama de compañía de la patrona. Entonces ellos conocieron ahí cómo se comportaba la clase alta, qué hacía con su dinero, imitaron su religión católica, sus tipos de consumo. Por eso la crítica a la clase alta que nos hacía el pueblo de la calle, estaba matizada, porque la relación de mis viejos con esta clase alta había sido distinta. Sacaron de esa clase alta lo mejor. Mi padre aprendió a leer y escribir solo, pero imitando, la buena música, las óperas, todo eso, el buen vino. Y el comportamiento, la decencia, pero nunca perdieron su condición.
Mi padre tenía una frase; siempre que leía el diario, decía, al ver la foto de la gente rica que estaba en el Crillón, en el Hotel Carrera: ‘Los ricos gozando de su riqueza’. Mi madre en la cocina: ‘Y los pobres de la pobreza’. Entonces, la visión mía está matizada hacia arriba. Conocimos la pobreza en su forma extrema, con los vicios, la violencia, todo aquello, y las críticas del sistema que de ahí surgían.
—La educación, como usted dice, finalmente lo transformó en parte de una élite. Es una historia que quizás no puede existir en el Chile de hoy, de un hijo de trabajadores no ilustrados que va a educación pública, que después estudia en la universidad, después se transforma incluso en Premio Nacional. Quizás es un movimiento que es muy difícil de hacer en el Chile de hoy.
—Yo sé que mi situación fue excepcional, viniendo de sectores populares extremos. Primero, mis padres fueron dos viejos decentes, muy respetados por todo el mundo. Segundo, estamos en el medio de la miseria peor posible. Tercero, mi viejo quería que nosotros estudiáramos, él no pudo estudiar. Y pese a su problema de escasez de medio, ganaba poca plata y éramos doce en la casa, entonces pasamos hambre. Pero yo pude estudiar porque mi viejo insistió en eso, y mis hermanos pudieron financiarme. Excepcional. Y pude luego estudiar en una buena época de la educación chilena, cuando los profesores primarios eran maestros respetados. Y cuando en la universidad los profesores no estaban compitiendo entre sí por la jerarquía, ni para esperar premios nacionales.
—Se transformó entonces en este historiador del pueblo de Chile, que cambió desde dónde se miraba la historia nacional chilena. ¿Cuál era, durante buena parte del siglo XX, lo que definía al pueblo chileno?
—Puedo decir que el pueblo urbano de la periferia de Santiago de ese tiempo, el que yo conocí directamente, era representativo del pueblo del siglo XIX. Un pueblo terriblemente golpeado porque le cerraron todas las alternativas que tuvo para desarrollarse, tener trabajo, integrarse, educación. Desde 1830 hasta 1930, un siglo entero, a ese pueblo le negaron todas las posibilidades. Y cuando salió a revolver el gallinero en las calles, por razones políticas y siguiendo los partidos, lo reprimieron violentamente, lo masacraron. Ese pueblo que yo conocí, que ya no tenía esperanza ninguna, no había ningún partido político que trabajara con ellos. Eso hay que decirlo con todas sus letras. Los dos partidos que fundó Emilio Recabarren hablaban del lumpen: los rotos, los borrachos, las prostitutas, los ladrones. Incluso Recabarren, realmente el único intelectual orgánico chileno que ha tenido el pueblo, también se separaba. Y resulta que ese pueblo, ese lumpen, componía alrededor del 55% a 60% de la población chilena.
—No deja de ser trágico que la historia de Chile esté marcada finalmente por darle la espalda al pueblo que lo componía.
—El pueblo que más ha realizado movimientos, que más se ha notado, que más le ha faltado el respeto a la ley, porque no quedaba otra que faltarle el respeto, fue el pueblo mestizo. El pueblo de las callampas, el pueblo de los ranchos. Si al día de hoy, gran parte de la población chilena son pobladores. Los campamentos de hoy día son tres veces más grandes que en la época de Allende. Y en esa época las callampas rodearon todo Santiago. Yo vi cómo fueron surgiendo, precisamente alrededor de nuestra población y la invadieron. Era un pueblo que no tenía ninguna alternativa. Por eso sus historias eran terribles. La única manera de conseguir ingreso o comida era robando o pidiendo, los cabros chicos bajo el puente del río Mapocho. No tenían nada. Entonces, cuando salió Allende, yo dije ‘yo no voy a entrar a la UP porque no van a hacer nada. Porque ningún partido ha hecho nada antes. En cien años de historia’. Y por eso entré al MIR, porque era movimiento, no partido político. Mi tragedia fue que con el tiempo el MIR se volvió partido político.
—Y 50 años después, ¿ese pueblo tiene hoy día esperanza? Sigue igual de marginado, porque como usted dice, estamos llenos de campamentos, los bordes de las ciudades están llenos de viviendas tomadas.
—La única diferencia es que el pueblo de ese tiempo no tenía ningún ingreso monetario posible, prácticamente nada. Por eso el robo era muy importante. Pero hoy día la gran diferencia con el pueblo que yo conocí es que hoy día pueden pedir crédito. El crédito a los trabajadores es hoy día la gran mentira del modelo neoliberal. Si tú sumas la plusvalía del salario, más la tasa de interés del crédito de consumo, sumas una plusvalía total que anula el costo del trabajo para el patrón. Y eso es esclavitud en todos los lenguajes del mundo. Hoy día estamos peor que antes. La única diferencia es que esto está tapado con el consumismo. Y esto te genera un tipo de frustración distinta, que es la que sufre la juventud hoy día.
Antes teníamos futuro a través de la educación, a través del esfuerzo. Por eso es que el grito en los años 60 era: el presente es de lucha y el futuro es nuestro. Pero hoy día, ¿qué alumno puede decir el futuro es nuestro? ¿Qué futuro te van a decir? Hoy día el suicidio adolescente y juvenil en Chile es el más alto de América Latina. ¿Qué te indica eso? Que tus niños y jóvenes se estén suicidando. Que no quieren ni tener hijos. Que la tasa de natalidad se vino al suelo. La tasa de nupcialidad también. Y la gente quiere vivir sola. Y, por supuesto, las empresas constructoras te construyen departamentos de 40 metros cuadrados para una persona. Por eso yo creo que la pobreza de los años cuarenta, cincuenta, que yo conocí, no se parece a la del día de hoy.
El futuro y los aprendizajes de Gabriel Salazar
—La pérdida del sentido de futuro es uno de los temas que usted ha reiterado en varias oportunidades. ¿Cómo un pueblo, una sociedad, pueden proyectarse y tratar de mejorar un país y vivir sus vidas sin ese sentido de futuro? ¿Cómo lo recuperamos, también?
—Yo pienso, después de estudiar muchísimo y darle muchas vueltas este problema, que el sentido de futuro en una sociedad ya organizada y moderna depende de cómo se construye, cómo está estructurado tu trabajo. Porque hay una conexión, tu identidad, tu vocación, qué quieres hacer tú, y los medios que te dan para que tu vocación pueda desarrollarse como tú quieres, en profundidad y reconocida por el resto de la sociedad. La ventaja que tenía el primer Código del Trabajo de 1931 es que al menos te concedía contrato permanente. Originalmente yo quería ser profesor secundario: el primer contrato que tuve fue indefinido, uno estaba tranquilo, tengo mi futuro asegurado. Todo es cuestión ahora que me concentre en hacer bien mi trabajo. A pesar que el Código del 31 te favorecía por ese lado, te desfavorecía por otro, porque fue ideado e instalado por las potencias capitalistas liberales vencedoras en la Primera Guerra Mundial. Había una cláusula, en que a los sindicatos les está prohibido hacer otra cosa que no sea negociar su contrato de trabajo con el patrón. No hacer política.
—Claro, no organizarse.
—Por esa razón los trabajadores ya dejaron de preocuparse políticamente de su situación global. Eso quedó en manos de los partidos políticos. Y los partidos políticos, como tú sabes, respetaron la constitución liberal del 25, ni Allende la cambió. Y no hicieron lo que la clase trabajadora necesitaba. Te digo esto porque en ese periodo lo pasamos muy bien los que teníamos trabajo, los obreros que tenían trabajo en la fábrica. Trabajadores con ingreso asegurado: ah, entonces me caso y tengo familia. El problema es que ahora el nuevo código, el plan laboral del 79 con las reformas que le hicieron en 2003, con Ricardo Lagos y compañía, no te asegura contrato a largo plazo. Todo lo contrario. A menos que tú lo hayas conseguido por excepción, por amistad o porque destacaste mucho. Pero hoy día más, el 60% de los contratos laborales son temporales. Son a honorarios. No tienes ninguna seguridad. Por tanto, ¿cómo me veo yo en el futuro? Estoy en el día a día y por tanto no puedo financiar una familia. Por tanto no me caso. Y eso te crea la inseguridad de futuro, te crea un serio problema de identidad.
—Pero tampoco puede ser que nuestro sentido de identidad como seres humanos, que el trabajo, pueda definirme como persona, o mi propia felicidad.
—Pero te garantiza la persona económicamente. Si no tienes contrato, no puedes tener familia. Tus afectos quedan ahí en el aire. Puede intentarlo, yo lo intenté, todo el mundo lo intenta alguna vez, pero fracasan por muchas razones. Entre otras cosas, porque al hombre se le exigía en ese tiempo la masculinidad, se nos exigía incluso de parte de las mujeres, que uno tenía que ser capaz de proveer a la familia. El hombre trabaja, el hombre encarga el dinero, el hombre garantiza a la familia. Hoy día ningún hombre está seguro de eso, aunque sea ejecutivo de empresa.
—Si seguimos ese tren de pensamiento, en esa crisis de masculinidad también afectó que las mujeres encontráramos nuestro espacio laboral y fuéramos nuestras propias proveedoras. Hay un desconcierto todavía en cierto sector popular de que las mujeres se emancipen y tengan su propio camino, y que no sean solamente las que están en la casa cuidando niños.
—Pero a ellas también le afecta el mismo contrato laboral precario. Este régimen laboral se llama así, precarista, que es igual al que tuvieron los peones del siglo XIX. Solo que hoy día está codificado. Por eso es que cuando se presentó la Convención Constituyente, todos querían cambiar la Constitución. Yo les decía, tan importante como cambiar la Constitución es cambiar el Código del Trabajo. Y la Convención no tomó conciencia de eso, que es absolutamente central. A los sindicatos les enseñaron a pedir pliego a petición, no deliberar, no establecer mandatos, que obedezcan a los políticos que tú eliges con tu votito. Entonces, si no cambian ellos el Código, no lo va a cambiar ninguna asamblea de políticos.
¿Quién representa al pueblo?
—Justamente en su último libro, que si no me equivoco, tiene la friolera de 900 páginas…
—922.
—Ahí usted es muy crítico de los partidos políticos, que no son realmente representativos del pueblo. Hay una crisis de representatividad, nadie se identifica con ellos. ¿Pero si no tenemos partidos políticos y si no tenemos ese tipo de representación, cómo sí cree usted que debería ser el mandato del pueblo? ¿Cómo nos organizamos, si no es bajo este régimen?
—Si ya no queremos tener representantes, otras personas que se hagan cargo de nuestro destino, ¿sobre quién recae la responsabilidad de asumir el destino? En nosotros mismos.
—Pero cómo nos ponemos de acuerdo en una sociedad moderna con todas sus complejidades y 20 millones y contando de habitantes.
—Ahí está el problema de por qué escribí ese libro de 900 páginas. Porque no conocemos nuestra historia, la real, nuestra historia de pueblo, nuestra historia de ciudadano de carne y hueso. Nos han enseñado siempre la historia del Estado, de los políticos, de los partidos, los generales, los presidentes, pero no nuestra historia. Yo quería conocer la historia de la gente con la que yo vivía todos los días en las calles de mi población. Nadie me la contó, yo lo sabía por dentro, en mi propia experiencia, pero no lo encontré en ninguna parte y nadie habla hoy día de eso.
—¿Y cuál es la mayor lección que podemos tomar entonces? Los aprendizajes históricos del pueblo y de la historia que se pueden aplicar hoy.
—¿Nuestra historia cuál es? Fuimos soberanos como pueblo, como ciudadanos, más o menos por cuento corto, entre 1810 y 1830. ¿Por qué razón? Porque en ese tiempo los ciudadanos de un pueblo, de una villa, tenían una asamblea propia que era el cabildo. Y ahí ellos deliberaban sobre sus problemas, discutían cómo resolverlos, encontraban la solución y la ejecutaban. El cabildo abierto es la institución que aloja a la soberanía popular. Todos ahí podían participar, hombres, mujeres, cabros chicos, viejos; es toda la población que va a deliberar para tomar una decisión. ¿Qué ocurrió el año 30? Diego Portales, Manuel Bulnes, Joaquín Prieto, dieron un golpe de Estado, derrotaron al ejército patriota, lo destruyeron. Gobiernan luego con una tiranía. El tirano es el que se apoderaba del poder por la violencia y gobernaba de acuerdo a su voluntad y sus caprichos por la violencia. Por eso Aristóteles dice que el pueblo cuando tiene una tiranía por delante, primero tiene que desobedecerlo. Desobediencia civil. Segundo, si el tirano mata, el pueblo debe matar al tirano. Portales y compañía destruyeron, eliminaron, el cabildo. Nunca más hemos tenido asamblea de pueblo.
—Pero hoy día somos mucho más personas. Entonces eso es lo que intenta hacer el sistema político que tenemos hoy en día, de hacer una representación a escala.
—¿Qué preferirías tú personalmente, como ciudadana? ¿Tal como ahora está? Ir a votar tú solita, individualmente, en secreto. Llegas al local de votación, cuidado por soldados que te observan, entras a una cámara oscura, una rayita en un papelito que al día siguiente se convierte en número, que tampoco tú sumas, ni restas, ni interpretas, lo hacen otros.
—Yo confío en el sistema electoral.
—Déjame terminar el cuento. Tú vas a elegir una persona, ante ofertas que te hacen, ante sonrisitas que ponen ahí en los carteles que tiran por las calles. Tú no ejerces un mandato, eliges según oferta. Por tanto el otro puede hacer lo que quiere. A Portales, el mismo ejército que él creó, los oficiales hicieron una asamblea, deliberaron y dijeron este es un tirano, hay que eliminarlo. Lo tomaron preso y lo fusilaron. Pinochet murió en su cama. ¿Dónde está la diferencia? Los ciudadanos de ese tiempo, que estaban acostumbrados a deliberar, ejercer mandatos, para la traición a la soberanía popular es pena de muerte. Por eso fusilaron a Portales. Por eso a O’Higgins lo desterraron del país. Pero nosotros no. Pinochet murió en su cama, defendido por gente, representantes nuestros lo trajeron, ellos lo protegieron, ellos lo convirtieron en senador, lo respetaron. Murió en su cama, le rindieron homenaje. Qué calidad de representantes tenemos.
Entonces, ¿prefieres eso o prefieres ser un ciudadano que se junta en tu población o en tu comuna con otros ciudadanos, de acuerdo a un sistema electoral al cual tiene que decidir, deliberar sobre los problemas? La tragedia nuestra es que llevamos 200 años eligiendo presidentes, senadores, diputados, sin mandato del pueblo. Pueden hacer lo que quieren. Y hemos llegado a la indignidad ciudadana de pagarles el voto que damos por ellos: más encima se le paga 1.500 pesos por voto.
*Una versión extendida de esta entrevista se puede encontrar en los canales de Spotify y YouTube de The Clinic.


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