/ Agencia Uno
¿Es reversible el desencanto con el quehacer político en el corto
plazo? Es imposible saberlo. Cuando una religión muere, cuando un mito
se extingue, no tarda en surgir otro.
La abrumadora abstención
electoral en las elecciones presidenciales del 15 de diciembre tiene
varias explicaciones. Me propongo explorar sólo una de ellas, quizás la
menos relevante cuantitativamente, pero no por eso irreal. Anticipo
que mi explicación puede resultar exasperante, porque es políticamente
incorrecta, pero juzgue el lector si ella tiene algún grado de
correspondencia, por pequeño que sea, con la realidad.
Personalmente, sospecho que el abstencionismo constituye una
manifestación paladina de uno de los múltiples rostros que tiene el
nihilismo. Éste es un fenómeno cultural que se viene incubando desde
hace décadas. En Chile comenzó a perfilarse con toda nitidez a mediados
de la década de 1990. En su momento, tal estado de ánimo cristalizó en la frase “no estoy ni ahí”.El nihilismo en política, concretamente, se manifiesta como desencanto, apatía o desafección por el quehacer político. Su primera señal potente fue el abultado volumen de votos nulos que hubo en la elección parlamentaria de 1997.
Pregunta contra factual: ¿Qué hubiese ocurrido si las elecciones del domingo 15 de diciembre se hubieran llevado a cabo bajo la égida de una ley que disponga la inscripción automática y el voto obligatorio? Probablemente la sumatoria de votos nulos y blancos hubiese sido similar a la cifra de personas que no concurrieron a sufragar.
Los rostros del desencanto con el quehacer político que tan bien entrevió Max Weber —hace casi un siglo en su discurso “La política como profesión”— deambulan entre nosotros. Pero solamente se puede desencantar quien, alguna vez, estuvo encantado. Solo se puede desilusionar aquel que, alguna vez, estuvo ilusionado. Si es así, es inevitable preguntarse: ¿por qué se desencantó?, ¿por qué se desilusionó? O, para decirlo con una palabra más fuerte: ¿por qué se desengañó?, ¿por qué algunos chilenos descreen del quehacer político? Y lo que es más terrible: ¿por qué otros desean ser engañados por los políticos?, ¿por qué esa demanda persistente por los liderazgos carismáticos que por definición están fundados en el engaño o, mejor dicho, en el autoengaño?
¿Quiénes fueron a votar? Los que tenían intereses muy concretos que defender (empleos que perder o, por el contrario, expectativas de obtenerlos o recuperarlos o bien pasiones que satisfacer) y lo que va quedando de la feligresía que cree honestamente en la mitología de la participación.
En América Latina —y Chile no es la excepción— vivimos la política de manera romántica. Por eso, somos como somos y estamos como estamos. Durante décadas hemos eludido asumir nuestra realidad sociopolítica. La realidad factual la sustituimos con fantasías, actitudes teatrales y artificios retóricos. Somos portadores de una actitud pueril que nos induce a rechazar lo que no calza con aquellas fantasías que hemos incubado al alero de una moral que, en los hechos, no tenemos. Más aún, damos lo indeseable por inexistente, aunque ello esté patente ante nuestros ojos. Por eso, nuestra sociedad siempre está padeciendo fiascos y cae reiteradamente de bruces, precisamente, en aquello que trata de eludir. Tampoco se trata de convertir el ser en un deber ser. Eso sería cinismo. Pero sí de diferenciar lo real de lo ficticio. Hay que separar ambas esferas. A los sueños y fantasías hay que respetarles sus fueros, pero no hay que olvidarse que son sólo eso.
El ciudadano corriente elude mirar de frente, cara a cara, el rostro real de la política. Por ello recubre su rostro con idealizaciones y visillos románticos que disimulan sus veleidades, impudicias y artimañas. Pero, precisamente, porque tales artificios ocultan su naturaleza, impidiéndole ver que tras las palabras nobles se ocultan los intereses, él puede concurrir a sufragar ilusionadamente el día de las elecciones. Él, al igual que cualquiera de nosotros, vive en virtud de alguna ficción que le hace llevadera su existencia. Por eso, es comprensible que no soporte al iconoclasta que resquebraja sus ilusiones y le insinúa que tras los ideales se ocultan los intereses y, además, le demuestra que las palabras que más ama implican ciertas ficciones.
¿Es reversible el desencanto con el quehacer político en el corto plazo? Es imposible saberlo. Cuando una religión muere, cuando un mito se extingue, no tarda en surgir otro. Las restauraciones siempre son efímeras y la muchedumbre siempre prefiere lo verosímil a lo veraz. Se ha dicho que la educación cívica es la solución. Me pregunto por qué optan por ella y no por la educación para la ciudadanía o —por algo que es mucho más urgente— la educación para la civilidad o, en caso contrario, por la ciencia política.
En definitiva, el nihilismo es una consecuencia del sentido de la veracidad altamente desarrollado y se manifiesta como desencanto, apatía o desafección con el quehacer político. De hecho, una parte —no, por cierto, la más numerosa— de los abstencionistas son personas altamente instruidas que descreen no de la política, pero sí de los políticos.
(*) Es autor del libro “Max Weber: la política y los políticos. Una lectura desde la periferia” (Ril Editores, Santiago, 2010).
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