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lunes, 28 de diciembre de 2015

Opinión


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Sobre el problema constitucional y el extremismo de centro II

por  28 diciembre 2015
Sobre el problema constitucional y el extremismo de centro II
A mi juicio, la pregunta importante que Cristi ignora y a la que una teoría lúcida podría contribuir a responder, no es si para acabar la neutralización es necesaria una asamblea constituyente, es si la asamblea constituyente muestra el modo más adecuado para darnos los chilenos una Constitución no tramposa. La pregunta puede formularse usando su propia metáfora: ¿cómo puede usar sus manos para desatarse el que ha sido tramposamente atado?

                                        (Réplica a Miguel Vatter y Renato Cristi, entre otros)

Vatter: teorías para golpes de Estado

Una de las razones por las que el problema constitucional resulta tan elusivo es que no podemos emplear un lenguaje teóricamente sofisticado para entenderlo. No podemos hacerlo porque la posibilidad de ese lenguaje es constantemente torpedeada por los extremistas de centro. Una de las características de ese extremismo es que trata a la teoría constitucional como si fuera pura erudición, ciega a la situación política concreta. Considérese el siguiente pasaje de Vatter, en su columna de respuesta a Cristi: “Si se permite que [el] dualismo entre legitimidad y legalidad se mantenga en pie, nada impide que el péndulo pueda volver atrás y la persona del Estado transite, una vez más, desde el cuerpo místico del pueblo al cuerpo del próximo dictador”.
No pienso detenerme en las etiquetas ininteligibles de “cuerpo místico del pueblo” y “persona del Estado”. Lo que me parece peculiar en el argumento de Vatter es que, si el dualismo se mantiene, nada impide el golpe de Estado. Es decir, que para evitar la posibilidad de que “el péndulo vuelva atrás” su sugerencia es una teoría, una que afirme que “el gobierno de la persona no puede ser ni legal ni revolucionario”, porque la idea de una legitimidad extralegal “solo sirve para justificar golpes de Estado y estados de excepción”.
Nótese: si “se permite”, en la teoría, la distinción entre legalidad y legitimidad, “nada impide que el péndulo vuelva a atrás”. Pero no es la teoría la que hace posible o imposible el golpe de Estado. El bando Nº 5, de 11 de septiembre de 1973, declara que “las Fuerzas Armadas han asumido el deber moral que la patria les impone de destituir al gobierno que aunque inicialmente ilegítimo ha caído en la ilegitimidad flagrante”. Con el argumento de Vatter, podríamos decir: si la legitimidad se divide entre “legitimidad de origen” y “legitimidad de ejercicio”, “nada impide” que haya un golpe de Estado. Es decir, si esa distinción no hubiera estado disponible, no habría habido golpe de Estado. ¡Vaya explicación para lo que hizo posible el golpe de Estado!
A mí me parece algo más acertada la “lección” que Allende esperaba que el pueblo chileno aprendiera el 11 de septiembre: no fueron la teoría ni los profesores sino “el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción”, los que crearon “el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición”. Los golpes de Estado y las dictaduras no esperan teorías que los justifiquen, aunque se aprovechan de lo que haya. Ante esto, Vatter parece creer que si ciertas teorías (la distinción entre legitimidad y legalidad, entre legitimidad de origen y de ejercicio) no se hubieran “mantenido en pie”, entonces los Hawker Hunter y los tanques y los soldados se habrían quedado en sus hangares y cuarteles.
Según Vatter, “el dualismo ilusorio y tramposo entre revolución y legalidad” fue “introducido por Schmitt en la teoría y práctica constitucional”. Esto no tiene sentido alguno. Como el propio Kelsen lo observó, el “dualismo” al que se refiere Vatter es consecuencia de la idea afirmada por el artículo primero del Código Civil: la ley es una declaración de la voluntad soberana, no un mandato de la razón. Por consiguiente, el derecho es artificial, creado por alguien. Y entonces la pregunta es de quién es la voluntad que es el derecho, y llegando a ese punto solo hay una respuesta posible: del pueblo (cualquier otra respuesta implicaría que el derecho es esclavitud, en la medida que es vivir conforme a una voluntad ajena). De la idea de que el derecho es artificial, entonces, se deduce (políticamente) el poder constituyente del pueblo.
No es Schmitt el que introduce la distinción entre poder constituyente en “la práctica” política moderna. La teoría viene en segundo lugar, intentando hacer inteligible lo que se ha manifestado políticamente. Esto es lo que en La Constitución Tramposa yo llamaba “hablar al revés”: la teoría es un intento de hacer inteligible la política, y para entender lo que significa es importante recorrer de vuelta el camino que llevó a su formulación. La afirmación del poder constituyente del pueblo no quiere decir que hay una persona que actúa despóticamente, quiere decir que, como el derecho es voluntad, el derecho solo puede ser reconocido como tal en la medida en que esa voluntad sea la del pueblo.

Cristi, Guzmán y los Hawker Hunter

Cristi tampoco entiende la relación entre la teoría constitucional y la política.
En su primera columna ya había afirmado que si yo “hubiera seguido fielmente el razonamiento de Schmitt”, habría tenido que conceder “la legitimidad gremialista y autocrática de la Constitución del 80”, así como “la restauración de la legitimidad democrática en Chile” en 1988. Esto no tiene sentido: la legitimidad del golpe de Estado y la de la “restauración” democrática dependen de lo que ocurrió en 1973 o 1988, no de lo que escribió Schmitt.
En su segunda columna Cristi insiste: como yo he sostenido que la de 1980 no fue una Constitución, sino un conjunto de leyes constitucionales (porque el poder constituyente no puede no ser del pueblo, y no fue el pueblo el que actuó en 1973), Cristi sentencia: “Desde su escritorio, Atria ha decretado de un plumazo la nulidad legal y política del régimen militar”. Pero esto no tiene sentido alguno. Los golpes de Estado y las dictaduras no pueden ser declarados nulos, porque son pura facticidad: un contrato puede ser nulo, pero no un homicidio. Y en todo caso, yo no he declarado nulidad alguna, he sostenido que, dado lo que es una Constitución, eso que hicieron no puede ser calificado de tal (o solo puede serlo en un uso formalista de la palabra).
Si me obligaran a usar el altamente impropio lenguaje de la nulidad para esto, tendría que decir: he sostenido una tesis acerca de la “nulidad” constitucional de la dictadura. La diferencia entre “sostener” y “decretar” es precisamente la diferencia entre la mera teoría y la acción política. Que la tesis que un profesor defiende sobre la “nulidad” de un régimen signifique efectivamente la “nulidad” de ese régimen implica que la tesis ha dejado de ser la de ese profesor y, por alguna razón, ha adquirido una magnitud política suficiente. Yo creo, por ejemplo, que en el futuro el Congreso binominal será recordado como hoy es recordado el Congreso termal. Que efectivamente ocurra eso (o no) no es un triunfo o derrota “de la teoría”, sino político.
Análogamente, es absurdo decir, con Cristi, que el que “rompe la cadena de legitimidad democrática” es Jaime Guzmán cuando “reconoce a Pinochet como nuevo sujeto del poder constituyente”. No es la declaración de un profesor lo que destruye el poder constituyente del pueblo chileno, es la violencia. La tesis de Cristi entendería que el bombardeo de La Moneda (etc.) cumple una función puramente notarial, de certificación de algo que ya ha ocurrido u ocurrirá con la declaración de un profesor, cuando es exactamente al revés. La violencia que se desató el 11 de septiembre no puede ser contenida con teorías. Lo que destruye al poder es la violencia (Arendt dixit); ni Guzmán destruye el poder constituyente del pueblo ni Atria “anula” la dictadura.

Peña y la “renuencia” a cambiar la Constitución desde ella misma

Esta incapacidad de entender la relación entre la práctica política y la teoría constitucional hace que la discusión constitucional gire perpetuamente en banda, porque queda cazada entre una política irreflexiva y una teoría irrelevante. La misma patología, irónicamente, aparece en una columna de Carlos Peña en que este (a diferencia del pasaje que cita Vatter) sí estaba hablando del proceso constituyente. Ahí Peña salía, como Vatter ahora, en contra de la tesis siguiente: “De acuerdo con Carl Schmitt (…), el poder constituyente está siempre fuera de las reglas: soberano es quien decide cuándo se hace excepción a las reglas y no quien las cumple. Si el pueblo ha de ser el soberano, ¡entonces no puede estar sujeto a reglas! La adhesión a ese principio explica la renuencia a cambiar la Constitución desde la propia Constitución hoy vigente”.
Lo primero que debe ser notado es la evidente contradicción que contiene: si el soberano es “quien decide cuándo se hace excepción a las reglas”, es absurdo decir que “no puede” estar sujeto a las reglas. Habría que decir que el soberano decide cuándo usar las reglas para actuar y cuándo no. Eso basta para descartar la afirmación de Peña, con el trivial argumento de que es autocontradictoria. Esto, por cierto, no quiere decir que sea un mero poder “despótico”. El despotismo (la tiranía: véanse aquí, pp. 60-69) no puede constituir nada, porque constituir es someterse a reglas.
Pero, además de lo anterior, yo creo que es absurdo pensar que la explicación para “la renuencia a cambiar la Constitución desde la propia Constitución vigente” sea un principio, una teoría, lo que dijo o no dijo Carl Schmitt.
Por cierto, Carl Schmitt explica lúcidamente que mediante el ejercicio de facultades normales de reforma no puede cambiarse la Constitución (Teoría de la Constitución, p. 114). Pueden modificarse las leyes constitucionales (lo que Schmitt llamó la “Constitución en sentido relativo”: véase el § 2 de Teoría de la Constitución), es decir, las partes del texto que no contienen la decisión fundamental sobre la forma del poder. Esto es precisamente lo que ha ocurrido en todas las reformas constitucionales de los últimos 25 años, que han dejado intacta la neutralización que define a la Constitución de 1980.
Pero Schmitt no dice esto porque “tenga” una “teoría” que dispone que eso no se puede hacer, que está prohibido (como si los diputados y senadores fueran sirvientes de Schmitt). Lo dice porque ese es el sentido de los mecanismos constituidos: proteger la Constitución. “Proteger la Constitución” significa, por cierto, proteger la forma democrática del poder, cuando se trata de una Constitución democrática, o proteger la neutralización, en el caso de la Constitución de 1980 (esto es lo que ignora Vatter con su “poder constituyente republicano”, y por eso sufre de exceso de entusiasmo).
La “renuencia a la reforma constitucional” no es, entonces, consecuencia de la adhesión a una “teoría” del poder constituyente o el “concepto” de Constitución, sino de una observación política sobre la Constitución de 1980: mediante el ejercicio normal de poderes neutralizados no es (políticamente) posible acabar con la neutralización, porque los poderes constituidos son “constituidos” precisamente para proteger la Constitución.

El cambio constitucional: no teórico, sino de la Constitución tramposa

Lo que acabamos de observar está, por supuesto, explicado en La Constitución Tramposa: “Es fundamental tener presente que la marca de una reforma que no cambiará nada, y que a los pocos años se revelará insuficiente, es que ella pueda ser aprobada a través de un proceso de reforma constitucional (el del capítulo XV del texto constitucional) cuya finalidad es neutralizar la agencia política del pueblo” (pp. 90-91. Lo de “pocos años”, por cierto, no tomaba en cuenta la agudización del proceso de deslegitimación de la institucionalidad tramposa; hoy diría “pocos días”).
Ante un pasaje como este, quienes creen que la cuestión constitucional es una cuestión “teórica” enfatizarán la primera parte de la última frase, y leerán en ella una “teoría” sobre el poder constituyente: con Vatter, dirán que el pasaje supone o implica que “una Constitución se define como la ‘decisión’ extralegal de un soberano”. Llenos de entusiasmo teórico, pensarán que la cuestión de si pueden utilizarse los mecanismos de reforma de la Constitución actual para darnos una nueva Constitución ha de decidirse eligiendo entre Spinoza o la teología medieval.
Y esto nos lleva al final de esta discusión, donde la manera en que Cristi y Vatter entienden la “teoría” constitucional muestra su efecto político de esterilizar la reflexión, de erigir un muro entre esa reflexión y nuestra situación política. La teoría constitucional se transforma en algo completamente independiente de la política, orientado fundamentalmente a mostrar la erudición propia.
Pero el sentido de ese pasaje no puede comprenderse omitiendo su última parte, es decir, la observación política de que se trata de procedimientos neutralizados, tramposos. Esto no es algo que yo saque ahora del sombrero, está explícitamente indicado en el párrafo subsiguiente de La Constitución Tramposa, porque yo sabía que esta tergiversación aparecería (yo pensaba, eso sí, que llegaría de institutos de propaganda como Libertad y Desarrollo, no de académicos reputados como Miguel Vatter o Renato Cristi): “Si la marca de un cambio constitucional que, como el 2005, no solucionará el problema es que él se dé a través del procedimiento de reforma del capítulo XV, ¿debemos concluir que el proceso debe ser ‘extrainstitucional’? A mi juicio, este modo de plantear las cosas es errado. Lo que esto quiere decir es que el problema no puede ser solucionado por el ejercicio normal de las potestades constituidas (porque en ellas está contenida la trampa), no que el problema debe solucionarse a través de medios extrainstitucionales. Es una observación negativa sobre los procedimientos normales, no una observación positiva sobre la nueva Constitución” (La Constitución Tramposa, p. 91).
Vatter y Cristi ignoran el hecho de que no se trata de una discusión teórica sobre el “concepto” de reforma constitucional o poder constituyente, sino de una discusión política. Esto por cierto no quiere decir que la claridad teórica no ayude a entender el problema. Yo creo que esto es precisamente lo que nos falta. Pero la teoría constitucional solo tiene sentido cuando articula correctamente o ayuda a entender lo político, no al revés.

Una teorización políticamente inerte

Y esto nos lleva al final de esta discusión, donde la manera en que Cristi y Vatter entienden la “teoría” constitucional muestra su efecto político de esterilizar la reflexión, de erigir un muro entre esa reflexión y nuestra situación política. La teoría constitucional se transforma en algo completamente independiente de la política, orientado fundamentalmente a mostrar la erudición propia.
Se hace irrelevante porque no se deja interpelar por la situación política concreta en que se despliega. Tanto Vatter como Cristi, al pasar y sin que eso afecte en nada lo que dicen, mencionan y conceden las trampas de la Constitución. Vatter dice que yo tengo razón “en decir que la Constitución del 1980 es una Constitución ‘tramposa’ en el sentido que pone a la democracia bajo ‘cerrojos’ y de esa manera contradice a la idea misma de Constitución republicana”. Pero nada se sigue de esto, porque lo que dice Vatter de la Constitución tramposa es lo mismo que diría de cualquier otra Constitución, tramposa o no: que “en principio, cada ley, o política pública, o fallo jurídico, puede ser un nuevo inicio, puede ser una ruptura en los eslabones del orden legal si da expresión al poder constituyente, empoderando a los ciudadanos y reactivando así la práctica democrática, lo cual asegura que el Estado les sirva a ellos y no ellos al Estado”.
Este pasaje parece ser interesante, pero no significa nada. Esto puede mostrarse con tres observaciones.
En primer lugar, lo que Vatter dice aquí no es suficiente para identificar sus “nuevos inicios” republicanos: ¿habremos de decir que toda nueva regla que “empodera ciudadanos” es una “ruptura en los eslabones del orden legal”? Es difícil negar, por ejemplo, que la ley de divorcio “empoderó ciudadanos”, dándoles una libertad para disponer sus proyectos vitales de la que hasta entonces carecían. ¿Diremos que la ley de divorcio fue una “ruptura”? Y podemos citar prácticamente cada ley que se dicta: la reforma que creó la Pensión Básica Solidaria “empoderó” ciudadanos, y lo mismo hizo la Ley de Primarias, y la Reforma Procesal Penal, y la Ley de Inclusión, y la modificación del sistema binominal, y la Reforma Tributaria, y lo mismo harán (si se dictan) la Ley de Aborto y la Reforma Laboral. Pero si todo es un “nuevo inicio”, nada es un nuevo inicio.
En segundo lugar, ¿qué quiere decir que los “nuevos inicios” no necesiten “quiebres constitucionales”? ¿Por qué es importante? Vatter, verbigracia, usa como ejemplo de un “nuevo inicio” republicano la Enmienda XIV en Estados Unidos. Pero no cree necesario siquiera mencionar que para poder dictarla fue necesaria una cruenta guerra civil y luego coaccionar a los estados derrotados del sur para que dieran sus votos (solo de ese modo volverían a estar representados en el Congreso). Si se trata de un “nuevo inicio” que supone la victoria en una guerra civil, ¿por qué es tan importante que sea a través de mecanismos institucionales?
La misma cuestión aparece en un divertido pasaje de Sofía Correa, que escribió un artículo para mostrar, tomando como punto de partida la experiencia chilena durante el siglo XIX, que una Constitución por rígida y neutralizadora que sea puede ser reformada “institucionalmente”. Y obsérvese lo que dice Correa cuando comienza la narración del proceso de reforma constitucional que con el tiempo permitió eso: “Tras una breve guerra civil (1859), las fuerzas en control del gobierno, Montt y Varas en particular, aunque triunfantes en el campo de batalla, comprendieron que era tiempo de ceder y abrir cauce a una mayor pluralidad política” (p. 48).
¡“Tras una breve guerra civil”! ¿Qué quiere decir que un proceso de transformación constitucional solo haya podido comenzar “tras una breve guerra civil”? ¿Cómo puede usarse esa frase para mostrar que es posible una transformación constitucional sin “quiebre”? Nada de eso resulta relevante ni para Vatter ni para Correa. Nótese que se trata de sus palabras, de sus propios ejemplos de “nuevos inicios”.
Y, en tercer lugar, el pasaje que ahora estamos comentando de Vatter no dice nada respecto de nuestra situación concreta. Sí, claro, “en principio” es siempre posible un nuevo inicio. Pero el problema no se puede solucionar “en principio”. Si la “idea republicana” es que los “nuevos inicios” son “en principio siempre posibles”, ¿no será razonable pensar que esos nuevos inicios son imposibles o al menos extremadamente improbables cuando se trata precisamente de una Constitución que contradice la idea republicana? Pero esta posibilidad resulta ser tan poco interesante para Vatter que ni siquiera la considera.
Lo que yo he defendido como mi comprensión de la responsabilidad del jurista en la hora actual es precisamente lo contrario: no formular teorizaciones abstractas sobre lo que es “en principio” posible, sino usarlas para buscar en la situación concreta en que nos encontramos una solución al problema constitucional, “buscando con imaginación y creatividad, en el contexto de una institucionalidad diseñada para neutralizar al pueblo, formas a través de las cuales el pueblo pueda manifestarse” (La Constitución Tramposa, p. 95).
Pero Vatter no se suma a este esfuerzo; ni siquiera identifica como un problema digno de su atención el modo en que esas “leyes, políticas públicas o fallos judiciales” podrían, a pesar de las trampas constitucionales, dar expresión al poder constituyente del pueblo. En vez de eso, Vatter dice de la Constitución chilena, una que según él “contradice la idea misma de Constitución republicana”, lo que diría de cualquier otra Constitución: que la apropiación es, siempre, en principio posible. Es decir, que no cambia nada si la idea de Constitución republicana es negada por la Constitución que realmente existe. Si lo que hay que decir por referencia a una Constitución republicana es lo mismo que hay que decir por referencia a una que contradice la idea republicana, eso quiere decir que la idea de “Constitución republicana” es vacía, es una idea “meramente” teórica.

Sobre nuevos inicios: teóricos y políticos

Algo curiosamente análogo dice Cristi. El también reconoce la trampa constitucional: “Ciertamente se trata de una Constitución que requiere ser reformada para eliminar las trampas antidemocráticas identificadas correctamente por Atria. Pero para ello no es necesaria una asamblea ‘constituyente’, porque en realidad (...) no hay nada que constituir, original o revolucionariamente hablando. Lo que es necesario es destrabar la acción del Poder constituido, cuyas manos han sido tramposamente atadas”.
No hay nada que constituir, cree Cristi, porque el poder constituyente del pueblo quedó constituido “cuando Chile se independiza de España”, de una vez por todas.
Esto es, por cierto, contradictorio con la afirmación siguiente de Cristi, que el golpe militar “destruye el Poder constituyente del pueblo”. La explicación está en uno de los pasajes más oscuros que le he leído a Cristi: “Pero a partir del 1988, el pueblo reconquista su Poder constituyente, y con ello se restaura la continuidad de nuestra Constitución histórica, que es inicialmente republicana y se va democratizando con el paso del tiempo. Este 'nuevo inicio' no parte de un cero existencial; parte de la Constitución de 1980 que ahora ya no es la Constitución de Pinochet, sino que ha pasado a ser la Constitución del pueblo de Chile”.
Tres observaciones a propósito de esto.
En primer lugar, si el poder constituyente del pueblo fue destruido en 1973, el hecho de que haya habido un inicio en 1810 no implica que no haya necesidad de “nuevo inicio” (Cristi no parece estar familiarizado con el significado de la palabra “destruir”).
Segundo, Cristi comete el error de pensar la idea de un “nuevo inicio” en sentido teórico, no político. Yo no alcanzo a entender qué podría querer decir “cero existencial”. Es decir, no alcanzo a ver qué es lo que con esa expresión Cristi niega o que es lo que él cree que yo querría decir con ella. En ese sentido, nunca en rigor hay un nuevo comienzo. No es que los seres humanos que existían antes de 1810 o 1818 hayan sido vaporizados y reemplazados por otros distintos después de 1810 o 1818. El derecho chileno posterior a 1810 siguió siendo más o menos el mismo que el anterior, las clases sociales también, etc. (lo mismo puede decir de la noción de “vacío legal” de Vatter: nunca hay vacío legal; el Código Civil, por ejemplo, continuó rigiendo sin interrupción el 12 de septiembre de 1973).
El “nuevo inicio” es un acto de afirmación política, no filosófico, y quiere decir: ahora nosotros somos dueños de nuestro destino, y si mantenemos lo que heredamos es porque queremos mantenerlo, no porque estamos sujetos a lo anterior. Esto está también cuidadosamente explicado en La Constitución Tramposa (pp. 71-77).
Por eso no hubo un “inicio” en 1988 o 1989 o 1990: no porque en 1810 o 1818 nos habíamos independizado ya de España, sino porque no puede decirse que lo que se mantuvo en 1989 de la Constitución de 1980 se mantuvo porque nosotros libremente decidimos mantenerlo. Las instituciones neutralizadoras de la Constitución de 1980 continuaron no porque Nosotros, los chilenos, hayamos decidido que convenía mantenerlas. La transición no fue ni se entendió libre de las trampas de la Constitución de 1980, que continuaron rigiendo como una imposición. Si fueron una imposición no pueden haber descansado en el poder constituyente del pueblo. A menos, claro, que “poder constituyente del pueblo” no signifique nada, como para Cristi.
Cristi dice que desde 1988 la Constitución es “la Constitución del pueblo de Chile”, pero ¿qué, precisamente, quiere decir Cristi con esto? ¿Quiere decir, por ejemplo, que desde 1988 debíamos hablar de “los senadores designados del pueblo de Chile? ¿O de los comandantes en jefe inamovibles, el sistema binominal, “del pueblo de Chile”? Entiendo que no, porque Cristi llama a estas instituciones “trampas” o “ataduras”. Pero si no quiere decir esto, ¿qué significado político tiene? La respuesta parece ser clara: ninguno, es como el concepto republicano de Constitución de Vatter, enteramente (= políticamente) vacío. Es, de nuevo, pura teoría.

¿Que aconseja la teoría? Más teorías

Para acabar con las trampas, dice Cristi, “no es necesaria una asamblea ‘constituyente’”. ¿Qué tipo de afirmación es esta? Cristi parece creer que es una observación metafísica, sobre “ceros existenciales” y entidades “necesarias” o no. Yo la tomo como una observación política, sobre el modo en que las trampas neutralizan. A mi juicio, la pregunta importante que Cristi ignora y a la que una teoría lúcida podría contribuir a responder, no es si para acabar la neutralización es necesaria una asamblea constituyente, es si la asamblea constituyente muestra el modo más adecuado para darnos los chilenos una Constitución no tramposa. La pregunta puede formularse usando su propia metáfora: ¿cómo puede usar sus manos para desatarse el que ha sido tramposamente atado?
Sobre esto, Cristi no dice nada. Su solución es “reactivar” la Constitución de 1925 (algo que también está explicado en las pp. 76 y siguiente de La Constitución Tramposa y en las pp. 59 y siguientes de mi contribución a La Solución Constitucional): sus “legítimos procedimientos de reforma constitucional…, que no son en absoluto tramposos, pueden ser así selectivamente reactivados”. Nótese: “así”. Perdón: ¿así cómo? Esto es como decirle al que está tramposamente atado que, si se desata, “así” recobrará su libertad, lo que es verdadero pero singularmente inútil.
¿Qué sugiere Cristi? ¿Enviar un proyecto de reforma constitucional al Congreso, para que este con el voto conforme de dos tercios de senadores y diputados en ejercicio apruebe una modificación al capítulo XV de la Constitución “reactivando” la Constitución de 1925? Y cuando la que podríamos llamar “ley Cristi” sea rechazada (o, más probablemente, sea “perfeccionada” subiendo los cuórums originales de la Constitución de 1925 de mayoría absoluta a dos tercios), ¿nos dirá Cristi que esa es una decisión soberana del poder constituyente del pueblo chileno?

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