Lo dicho por el ex Presidente Aylwin, “justicia, en la medida de lo posible”, abrió una fractura –en aquella época del 92– con las agrupaciones de familiares de víctimas de violaciones a los derechos humanos y con los abogados de las mismas, que hasta el día de hoy no se cierra del todo.
El intento de legitimar esa frase, por razones distintas, de varios dirigentes políticos de izquierda y derecha, con motivo del funeral del ex Presidente Aylwin, y pretender extender lo afirmado por él desde el campo de los derechos humanos a todos los planos de la actividad política, resulta asombroso.
La derecha lo hace para deslegitimar el proceso de reformas comprometidos por Bachelet en su programa, el que obtuvo en las elecciones presidenciales y del Parlamento una clara mayoría, pero que ha sido sistemáticamente cuestionado y torpedeado para frenarlo bajo el argumento de que “no es posible”, porque la situación internacional, porque está mal concebido, porque…, en definitiva es un límite que imponen los poderes fácticos por sobre la decisión democrática de la ciudadanía; similar estrategia a la utilizada por esta misma derecha al momento de perder el plebiscito el 89, en que le plantó a Aylwin una serie de límites, como no investigar la privatización de empresas, no mover las leyes de amarre (LOCE incluida), no modificar la Constitución, pues estaban más allá del límite de lo posible. Práctica histórica de la derecha, utilizada incluso para con la Democracia Cristiana en el gobierno de Frei Montalva.
Pero también la mayoría de la izquierda parlamentaria recuperó para estos funerales la frase de “en la medida de lo posible”, para relegitimar la transición interminable, ante el desencanto ciudadano por la corrupción y la concupiscencia, así como por la falta de voluntad política para realizar los cambios teniendo el mandato popular. Esta idea del “realismo político” se acentuó cuando se trajo de recuerdo ejemplar el de los “ejercicios de enlace” (1991) y el “boinazo” (1993) que dirigió Pinochet, con anuencia de la derecha, para imponer la impunidad ante los negocios de su familia. Fue en estos días el ejemplo más utilizado para graficar los peligros de la naciente democracia y el riesgo de la regresión autoritaria.
De alguna manera los miedos mal procesados buscan argumentación política. La regresión autoritaria aparecía como poco probable, pues el Ejército estaba aislado de las otras ramas, de amplias capas sociales del país y de fracciones políticas de la derecha, como del apoyo norteamericano y de los gobiernos de la región. Los actos del Ejército fueron una parodia de lo que había sido el bombardeo a La Moneda y las masacres a los civiles de los años de protesta. Esos “ejercicios” mostraban más bien la impotencia militar. No otra cosa fueron las molestias del propio Aylwin con parte de su equipo de gobierno, por la reacción conciliadora con el boinazo (“que den un golpe si se atreven”, habría dicho). Revivir esas presiones militares como peligros a la restringida democracia de senadores designados y del Consejo de Seguridad Nacional es absurdo como argumento para legitimar la transición tal cual fue.
Es posible que la idea de que la política es el arte de “la medida de lo posible” explique en gran parte la prolongada transición. Desnudos de proyectos políticos alternativos, vaciados de “utopías”, los partidos de la Concertación se transformaron en aparatos para la administración del Estado, imaginando un país en armonía, sin conflictos estructurales, casi como pospolítico, donde los problemas de la pobreza y desigualdad se trataron como temas “técnicos” de los “hacedores de políticas públicas”, despolitizando los conflictos sociales y desfigurando así la noción de que la democracia es el mejor orden para procesar la conflictividad.
Pero lo fundamental es que la frase sacada del contexto de los derechos humanos –“la medida de lo posible”–, no remite al realismo político sino a la búsqueda de liquidar las utopías, desarmar los espíritus transformadores en los dirigentes políticos y sociales, para que no batallen por los sueños de la libertad y la igualdad.
Es paradójico hacer todo dentro de lo posible, pues la historia de Chile es justamente la modernización y transformación sobre la base de fuerzas sociales y políticas que han luchado contra los poderes concentrados en unos pocos. Ejemplo de esto fue la chilenización del Cobre y la reforma agraria liderada por Frei Montalva, la nacionalización de las riquezas básicas, el Área de Propiedad Social de Allende, que junto a Arturo Alessandri (1920-1925) y Pedro Aguirre Cerda son la expresión de una política de reformas estructurales que se apoyó en la sociedad para que, con las mayorías, se impusiera a los que habían fijado los límites. Se trata de un realismo posible, pero entendido que es para a la acción política y no para la administración; que es para la transformación de un orden en otro orden deseado, con uso de las reglas democráticas.
Sin embargo, el tema no es solo discutir quién fija los límites del realismo de “la medida de lo posible”, sino de comprender que la política no es solo actuar dentro de lo posible. Se trata de tener “utopías”, es decir, sueños posibles de materializar, proyectos de sociedad que representan modelos de desarrollo y convivencia alternativos al existente, son imaginarios sociales en disputa.
Es en este sentido que la izquierda debiera reivindicar a Allende, como aquel político que, con el imaginario de la “vía chilena al socialismo”, del modelo de desarrollo alternativo, fue capaz incluso de inmolarse en La Moneda, proponiendo otra noción de realismo en política. Allende tuvo la posibilidad de rendirse, pudo hacer un “repliegue táctico” renunciando a la Presidencia de la República, obrando con realismo para luego ser opositor a la dictadura. No lo hizo, tuvo coraje, convicción y lealtad al mandato soberano del pueblo, que es el realismo de actuar en coherencia con sus principios democráticos y socialistas. En por esto que Salvador Allende, que no tuvo funeral de Estado, será el más relevante de todos los presidentes del siglo XX chileno.
Es posible que la idea de que la política es el arte de “la medida de lo posible” explique en gran parte la prolongada transición. Desnudos de proyectos políticos alternativos, vaciados de “utopías”, los partidos de la Concertación se transformaron en aparatos para la administración del Estado, imaginando un país en armonía, sin conflictos estructurales, casi como pospolítico, donde los problemas de la pobreza y desigualdad se trataron como temas “técnicos” de los “hacedores de políticas públicas”, despolitizando los conflictos sociales y desfigurando así la noción de que la democracia es el mejor orden para procesar la conflictividad . Imaginar que podía existir un país distinto era disruptivo con la nueva configuración de poder en la que estaban implicados.
Esto cambió el 2011, cuando se abrió, a través del conflicto social movilizado, una compuerta a la politización de la sociedad y a la posibilidad de soñar un Chile distinto.
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