Con la referencia en el título de su columna a aquella notable obra de Dostoyevski que trata sobre la redención (Crimen y castigo), el rector de la UDP, Carlos Peña, aborda en su habitual espacio dominical de El Mercurio la situación que enfrentan los violadores de los Derechos Humanos que, cumpliendo condena, se encuentran dementes o con enfermedades terminales.
“¿Tiene sentido -se preguntó esta semana- seguir castigándolos?” expone Peña.
Plantea que “el problema surgió a propósito de quienes violaron los derechos humanos; pero, para que se le plantee correctamente, no ha de referirse solo a ellos”, pues “una regla, cualquiera, para ser justa ha de satisfacer un mínimo requisito de imparcialidad: aplicarse a todos quienes caen bajo la circunstancia que la regla juzga relevante”.
De esa manera, sostiene que cabe “preguntarse si acaso los violadores de derechos humanos dementes o enfermos deben ser entregados a sus familias para que curen sus heridas o los acompañen a morir, sino si cualquier criminal en esa situación debe recibir esa postrera (y ya inútil) indulgencia”.
El abogado argumenta que son varias las razones para sostener que sí, que deben ser entregados a sus familias.
“La más obvia es que, en general, la pena tiene sentido si el sujeto que la sufre la vive como tal. Pero si el condenado es incapaz de tener la vivencia del castigo, si por padecer alzhéimer u otra forma de demencia no sabe dónde está, ni sería capaz de explicar por qué está en esta o en cualquier otra parte, si no es más que un cuerpo abandonado a sí mismo y al compás del olvido, ¿qué sentido tiene el castigo? ¿Cuál es el sentido de privar de libertad a quien ya no es capaz de experimentarla ni anhelarla? El criminal ya no está ahí (el yo que él alguna vez fue ya no existe, se extravió en las nubes de la memoria), y sus víctimas solo cuentan con un cuerpo para castigar, pero no con un sujeto”, cree.
En el caso de las enfermedades terminales, sostiene que la situación no es muy distinta. “Si hizo daño, ya no puede hacerlo a nadie; si hizo sufrir, ahora es él quien sufre; si no quiere reconocer el pasado ya poco importa, porque no tiene ningún futuro; si no muestra arrepentimiento es irrelevante, porque un moribundo arrepentido y otro pertinaz solo se diferencian por la suerte que cada uno tendrá en el improbable juicio final del que ninguno será testigo”.
Carlos Peñas aclara, que “el violador de los derechos humanos mató o hizo desaparecer personas por motivos políticos y llevó a cabo sus actos de crueldad con la sistematicidad de un burócrata, sirviéndose para ello de los medios del Estado. Y, a diferencia de sus víctimas, la pena que él ahora padece fue el resultado de un juicio justo, en el que tuvo la posibilidad de defenderse. Y sus crímenes son, por eso, imperdonables”.
Sin embargo, cree que acá el asunto no se trata de negar ni perdonar los crímenes, sino de “reconocer que, bajo ciertas condiciones, la pena penal perdió todo sentido, porque el criminal a quien se quería castigar se le arrebató al Estado por la mano impredecible del destino”.
“Castigar a un sujeto que ya no es tal, o a un cuerpo empujado dolorosamente hacia la muerte, no es injusto o inmoral. Es simplemente irracional”, cierra.
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