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jueves, 21 de mayo de 2020

OPINION.


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“Rebrotes” de protesta sobre el horizonte

por  21 mayo, 2020
“Rebrotes” de protesta sobre el horizonte
La actual coyuntura pandémica afecta seriamente a quienes dependen del trabajo en la calle para sobrevivir. En América Latina son multitudes y, a pesar que el Coronavirus no discrimina en categorías culturales, económicas, étnicas o políticas, ha dejado aún más expuestas las profundas desigualdades de acceso a recursos para enfrentar la crisis sanitaria. Esta, puede ser la chispa que origine nuevos focos de protesta social como insinuaron recientes piquetes y movilizaciones en el centro de Buenos Aires, los bloqueos a personal de salud en ciudades bolivianas y, las exigencias de manifestantes por ayuda del Estado en la comuna de El Bosque en Santiago. Sociedades con gobiernos de distintos signos políticos, pero con segmentos de su población con una idéntica demanda resumida en: “Necesito asistencia o debo salir a trabajar para poder comer”.
Hacia 1918, la ciudad de Filadelfia en Estados Unidos culminó su cuarentena de la gripe española preparando una concentración para recaudar fondos que ayudaran a la participación de su país en la Gran Guerra. Pocos días después, un rebrote castigó a la urbe con una nueva ola de contagios que dejo miles de fallecidos en los siguientes meses. Si pasamos por alto el origen desconocido de dicha pandemia -se desconoce si inició en España, Francia, China o la base militar norteamericana de Fort Riley- que dejó más de 40 millones de muertos hace 100 años, una lección a aprender es no olvidar el pasado al momento de concluir prematuramente con las medidas de restricción a la movilidad. Aunque aquello es indiscutible, conviene revisar otros aspectos.
Desfiles y protesta sociales son también expresión de la escenificación del acuerdo y el desacuerdo político, respectivamente. Las primeras suponen grados de organización para significar una evento gregario con determinados conceptos: la unidad nacional, la actualización de una tradición religiosa, la reivindicación de los derechos -de clase, étnicos o de género- o incluso el consumo, piénsese en las “paradas pre navideñas”. Las protestas, en cambio, presentan grados diferentes de organicidad: desde las altamente planificadas, con programas políticos específicos, hasta otras signadas por la espontaneidad de gran parte de sus participantes, provistas con lemas aglutinadores de su heterogeneidad, como la libertad o la dignidad. Fue el caso de las manifestaciones de 2011 en la cairota Plaza Tahrir, en el Euromaidan kievita de 2013 o en la santiaguina y “rebautizada” -por muchos- como Plaza de la Dignidad en 2019.
El actual ciclo de protesta global se inició con los Ocuppy Wall Street o los indignados de Madrid, que aparecieron hace casi una década como resultado de la crisis financiera de 2008. Mayor relación con la historia del malestar con las democracias procedimentales de la periferia, tiene la negativa de un verdulero ambulante tunecino a ser confiscado, cuyo gesto de desobediencia civil se esparció como un reguero de pólvora por Medio Oriente y el Magreb entre fines de 2010 y 2012.
Simultáneamente, los gobiernos más directamente desafiados por el ciclo de protestas de 2019 deben saber que aunque el Coronavirus fue una oportunidad para desactivar la oposición de la calle, dicha oportunidad será transitoria en caso que las brechas sociales se profundicen durante la lucha contra la propagación pandémica. Podrían, incluso, agregarse nuevas demandas económicas y de salud pública a la lista de quejas a las autoridades. La continuidad de los cacerolazos y la creación de murales virtuales en Colombia y Chile, alertan acerca de una adaptación al confinamiento del método de protesta, pero sin desalojo de la indignación. No se pueden descartar nuevos “estallidos”, si es que el Estado no brinda un refugio para que los más vulnerables afronten las secuelas de las nuevas restricciones sobre la circulación pública.
Varios híbridos que combinaban autoritarismos con elecciones regulares tambalearon, aunque finalmente se impuso el “hace falta que algo cambie para que todo siga igual” como reza “El Gatopardo” de Guiseppe Tomassi di Lampedusa. Aún así, lo nuevo fue el papel de las redes sociales que se estrenaron como instrumento político, altamente eficientes en la promoción del conflicto y la coordinación de los manifestantes, pero ineficaces a la hora de incidir en la nueva arquitectura política institucional. Sus cultores no advirtieron que las brechas digitales y que las elites, a diferencia de la dinámica neo-tecnológica, disponían de raíces.
En 2015 llegó el turno de América Latina, con las multitudinarias manifestaciones brasileñas. El malestar social con la corrupción transversal de la “clase” política se saldó con la destitución presidencial de Dilma Rousseff en 2016 y, el triunfo electoral en 2018 de un militar en retiro que representaba el hartazgo contra los políticos, aunque él mismo había sido un parlamentario durante 28 años. Así llegó al poder una triada elitista de ex uniformados, cristianos fundamentalistas y propietarios de latifundios.
En 2019 explotó otro ciclo de conflictividad social en la región. Se inició en Quito, con la crisis que enfrentó al Presidente Lenín Moreno con el movimiento indígena y siguió, con la respuesta chilena del 18 de octubre al relato del “oasis”, muy influyente en la protesta regional contra los gobiernos de turno –pro mercado o no- como testimonian los casos de Bolivia, Colombia y República Dominicana.
Sin negar la relevancia de la cleptocracia en el descontento social, práctica que hace parte de la “larga duración” latinoamericana, la precarización de la vida y la desigualdad social se profundizaron en las últimas décadas como ejes problemáticos de la vida latinoamericana. Existe un vínculo – no siempre explicitado- entre éstos y una economía informal, que se incrementó tanto en los ciclos expansivos como en los recesivos (Gasparini y Tornarolli, 2009). En parte, dicha “informalidad” es derivada de la desindustrialización que supone el modelo económico. Dicha cuestión, no fue ni siquiera alterada por el giro a la izquierda –la marea rosa- de principios de siglo, que abogó por optimizar la re-distribución del ingreso, pero que solía encontrar entre el sector informal, clientes más fieles que los languidecientes sindicatos.
Y aunque estudios desglosan el trabajo informal, entre quienes se fugan voluntariamente del sistema de protección social y otros que son sencillamente excluidos del sector formal (Perry et al, 2007), la actual coyuntura pandémica afecta seriamente a quienes dependen del trabajo en la calle para sobrevivir. En América Latina son multitudes y, a pesar que el Coronavirus no discrimina en categorías culturales, económicas, étnicas o políticas, ha dejado aún más expuestas las profundas desigualdades de acceso a recursos para enfrentar la crisis sanitaria. Esta, puede ser la chispa que origine nuevos focos de protesta social como insinuaron recientes piquetes y movilizaciones en el centro de Buenos Aires, los bloqueos a personal de salud en ciudades bolivianas y, las exigencias de manifestantes por ayuda del Estado en la comuna de El Bosque en Santiago. Sociedades con gobiernos de distintos signos políticos, pero con segmentos de su población con una idéntica demanda resumida en: “Necesito asistencia o debo salir a trabajar para poder comer”. No se trata aquí del usurero que describe Le Goff en su obra “La Bolsa o la vida” (1986) que roba el don del tiempo –la vida- para ganar dinero, más bien apunta a muchos que están en los márgenes del mercado.
Por cierto, la urgencia de las cuarentenas totales ante una limitada capacidad de testeos o el incremento vertiginoso de los contagios, es innegable. Todos confiamos que la gran mayoría ciudadana cumpla el decretado aislamiento, motivada por el bien común o por la amenaza de experimentar el virus en carne propia o a través de un pariente. Pero, es necesario aprender con esta experiencia viral que si pretendemos que las comunidades nacionales sean verdaderamente solidarias, no hay que esperar que aparezca un germen con potencialidad de infectar a cercanos, sino que es urgente prestar atención y compromiso con los sectores sociales que sufrían precariedad y marginalización antes del Covid-19.
Simultáneamente, los gobiernos más directamente desafiados por el ciclo de protestas de 2019 deben saber que aunque el Coronavirus fue una oportunidad para desactivar la oposición de la calle, dicha oportunidad será transitoria en caso que las brechas sociales se profundicen durante la lucha contra la propagación pandémica. Podrían, incluso, agregarse nuevas demandas económicas y de salud pública a la lista de quejas a las autoridades. La continuidad de los cacerolazos y la creación de murales virtuales en Colombia y Chile, alertan acerca de una adaptación al confinamiento del método de protesta, pero sin desalojo de la indignación. No se pueden descartar nuevos “estallidos”, si es que el Estado no brinda un refugio para que los más vulnerables afronten las secuelas de las nuevas restricciones sobre la circulación pública.
Es la lección que nos dejó el egresado de informática tunecino, Mohamed Bouazizi, que al no encontrar empleo en su profesión decidió instalarse como vendedor ambulante de verduras. Cuando los policías incautaron su carro de productos, al no contar con los permisos legales, decidió inmolarse. Así iniciaron las llamadas primaveras árabes y el resto es historia.
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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