Fronda y censura: la mordaza de la Transición
por RENATO GARÍN 5 abril 2016
La censura ha sido una práctica consustancial a la transición chilena. No es necesario escarbar para encontrar testimonios de leyes censuradoras y de una clase política dispuesta a censurar. Esta es una historia de una casta, una Fronda, como la llamara Alberto Edwards, que reacciona como partido transversal ante la amenaza latente que representa la opinión pública alzada.
El proyecto de ley que sanciona gravemente las llamadas “filtraciones” constituye una seria amenaza a la libertad de expresión, aunque es también un ladrillo más de una muralla de censura. Una muralla informativa, un cerco, que fue construido con el beneplácito de la clase política desde los medios tradicionales. Por allí desfila el orden en forma de columnas, entrevistas, cartas al director e inserciones. El orden se ha nutrido de una configuración informativa que ha desplazado a la libertad de expresión de su sitial de inviolabilidad, y la ha subastado al mejor postor mediante leyes autoritarias y decisiones infundadas.
La Fronda censuradora hoy reacciona por las filtraciones de los casos sobre dinero y política, tal como antes reaccionaban contra las investigaciones sobre el Poder Judicial o sobre las fiestas de importantes embajadores con influyentes empresarios. Poco se sabe acerca de cómo esta histeria censuradora que vemos hoy tiene fuertes y gruesas raíces en los años 90, donde el aparataje censurador de la dictadura fue heredado alegremente por los regímenes civiles.
La censura ha sido una práctica consustancial a la transición chilena. No es necesario escarbar para encontrar testimonios de leyes censuradoras y de una clase política dispuesta a censurar. Esta es una historia de una casta, una Fronda, como la llamara Alberto Edwards, que reacciona como partido transversal ante la amenaza latente que representa la opinión pública alzada.
El proyecto de ley que sanciona gravemente las llamadas “filtraciones” constituye una seria amenaza a la libertad de expresión, aunque es también un ladrillo más de una muralla de censura. Una muralla informativa, un cerco, que fue construido con el beneplácito de la clase política desde los medios tradicionales. Por allí desfila el orden en forma de columnas, entrevistas, cartas al director e inserciones. El orden se ha nutrido de una configuración informativa que ha desplazado a la libertad de expresión de su sitial de inviolabilidad, y la ha subastado al mejor postor mediante leyes autoritarias y decisiones infundadas.
La Fronda censuradora hoy reacciona por las filtraciones de los casos sobre dinero y política, tal como antes reaccionaban contra las investigaciones sobre el Poder Judicial o sobre las fiestas de importantes embajadores con influyentes empresarios. Poco se sabe acerca de cómo esta histeria censuradora que vemos hoy tiene fuertes y gruesas raíces en los años 90, donde el aparataje censurador de la dictadura fue heredado alegremente por los regímenes civiles.
La Fronda te censura (1990-2001)
El primer acto de censura que vivimos en la transición fue la decisión política de la Concertación de dejar sin financiamiento aApsi y Análisis, dos revistas que durante la dictadura habían ampliado el campo de batalla y se habían vuelto un dolor de cabeza para Pinochet. Con esa decisión, la plana mayor de la Concertación restringió el rango de opiniones que se vertían en la prensa, dejando sin espacios reales a las voces escépticas sobre el pacto transicional. De esta forma, la Fronda que administró la transición practicó una primera y fundamental censura: redujo el margen de lo razonable, distinguió aquello que podía ser dicho de lo que no. Fue en ese espacio donde la prensa acrítica se entregó a las pautas oficiales, a los comunicados y al periodismo de amigos.
Ese acto inicial, esa restricción propia del pacto de la transición, no fue la única forma que encontró la Fronda para censurar a periodistas o restringir el derecho a la información. Valga recordar el libro Impunidad Diplomática de Francisco Martorell, publicado en abril de 1993, donde se relata con lujo de detalles las circunstancias en las cuales salió del país el ex embajador de Argentina, Óscar Espinoza Melo.
En el libro de Martorell aparecen destacadas personalidades del país, entre otros el empresario Andrónico Luksic Craig, quien interpuso un recurso judicial para impedir la circulación del libro, pues, supuestamente, este vulneraba su derecho a la intimidad. En los meses siguientes, el país observó cómo Martorell era censurado por los tribunales de justicia, primero a través de una orden de no innovar y luego mediante una decisión firme. El escándalo se suscitó en particular por la referencia del libro a las fiestas y orgías en que habrían participado el embajador argentino junto a destacados miembros de la Fronda.
La Fronda entra en pánico al ver que la nueva lógica horizontal no le rinde pleitesía ni le entrega un estatus distinto al de cualquier ciudadano. La Fronda no soporta que las filtraciones alimenten los juicios políticos en contra de los dirigentes cuestionados.
El caso de Martorell escaló hasta las instancias internacionales más reputadas, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Recién en mayo de 1996 se vislumbró una salida al caso, cuando la Corte Interamericana tomó conocimiento de la causa. Casi un año después, luego de largos alegatos, se ordenó al Estado de Chile levantar la censura que existía sobre el libro de Martorell. Sin embargo, la pulsión censuradora de la Fronda no se detuvo allí.
En 1997, ante la estupefacción de la opinión pública, se conoció la decisión del Consejo de Calificación Cinematográfica sobre la película La última tentación de Cristo, basada en la novela de Kazantzakis que Scorsese adaptó al cine a finales de los ochenta.
La película ya había sido censurada en 1988, cuando el régimen de Pinochet entraba en sus horas finales, y la decisión de 1997 no hizo más que repetir los argumentos esgrimidos entonces. Según los censuradores, la honra de nuestro señor Jesucristo estaba en juego por una película de ficción que especulaba sobre las pasiones humanas del profeta de Galilea. La decisión del Consejo llegó luego a los tribunales, donde dos grupos de abogados se enfrentaron ferozmente en la prensa, en los alegatos y también en el extranjero.
Luego de que la censura fuera confirmada por las cortes chilenas, los “abogados por las libertades públicas” recurrieron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Nuevamente, tras un largo procedimiento internacional, los tribunales internacionales obligaron al Estado de Chile a levantar la censura. Este fue el segundo mensaje de las instancias internacionales al respecto, cuestión que cayó mal en sectores de la Fronda y, particularmente, en algunos jueces que traían todavía una matriz autoritaria heredada del régimen dictatorial.
Los jueces, entonces, pasaron a ser protagonistas de la fama censuradora. Un juez, en particular, se hizo conocido por sus intenciones censuradoras que pasaron todo límite razonable. El ex Presidente de la Corte Suprema, Servando Jordán, se hizo famoso en todo Chile por sus declaraciones destempladas, por su estilo extravagante y, especialmente, por la persecución furiosa que hizo de determinados periodistas.
El caso más extremo en que se vio envuelto Jordán fue el libro escrito por la periodista Alejandra Matus sobre la situación del Poder Judicial durante la Dictadura y su difícil evolución durante la transición. En El libro negro de la justicia chilena, Matus muestra con envidiable claridad cómo las cortes y los jueces fueron cómplices (activos y pasivos) del terror impuesto por Pinochet y sus subordinados. Matus desarrolla un argumento punzante sobre la legitimidad del Poder Judicial, esto en un momento en el cual Pinochet pasaba a estar detenido en Londres y, por ende, la opinión pública se preguntaba si acaso las cortes chilenas podrían o no juzgar al dictador.
Así, el libro de Matus cayó como una bomba sobre Servando Jordán y otros jueces, quienes aparecían en esas páginas como sujetos de prácticas poco transparentes o derechamente corruptas. El mismo Jordán se había visto involucrado en casos de alta relevancia, como la detención del “Cabro Carrera” donde se comenzaron a conocer los entramados oscuros que recorrían al Poder Judicial de la transición.
Jordán decidió usar a Alejandra Matus para, a través de ella, mandar un mensaje de disciplina al resto de los periodistas. Mediante un recurso judicial sui generis, Jordán logró que el libro fuera censurado a través del artículo 6B de la Ley de Seguridad Interior del Estado (LSIE Ley 12.927). Esta ley es el producto de la reforma de la “Ley Maldita” que promulgara el gobierno de González Videla a mitad del siglo pasado, que luego fue atenuada por el gobierno de Ibáñez y, posteriormente, aumentada por la dictadura.
El artículo 6B contenía una norma insólita, impropia de una democracia, donde se castigaba con censura, cárcel y castigos varios a quienes cometieran el delito de “desacato”, expresado aquí como una “falta de respeto a las autoridades”, entre otras, los comandantes en Jefe de las FF.AA., jueces, políticos y otros representantes del Estado. En el artículo 6B se consagraba un principio de autoridad, según el cual ciertas personas no deben ser cuestionadas y el margen para interpelarlas, en consecuencia, es casi inexistente.
Sobre la base de este artículo, Jordán consiguió la censura del libro de Matus, al tiempo que la periodista debió partir a refugiarse a Estados Unidos. El caso escaló en las cortes chilenas, donde repetidamente se entregó la razón al Presidente de la Corte Suprema.
Jordán no solo había cargado contra Matus, ya antes lo había hecho contra periodistas como Paula Coddou por una entrevista realizada al escritor Rafael Gumucio. El mismo artículo lo usó también Pinochet para proceder contra Arturo Barrios, dirigente de la Juventud Socialista, y también contra Gladys Marín, por declaraciones que esta vertió sobre la culpabilidad de Pinochet en las torturas y desapariciones.
Así, el artículo 6B de la LSIE fue una de las herramientas primordiales usadas en la transición para silenciar a los periodistas. Solamente fue reformado este artículo cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos así lo ordenó, luego del fallo de 2001 en que se condenó al Estado de Chile por censura en contra de Matus. Este es el tercer caso, en menos de una década, en que esta instancia internacional sostenía que en Chile había censura, y ordenaba al Estado a proteger la libertad de expresión. De esta forma, en 2001, el Gobierno de Ricardo Lagos anunció con bombos y platillos una reforma a Esta y otras leyes vinculadas a los medios y a los periodistas.
Quedó a la vista nacional e internacional que la Fronda chilena funcionaba en una lógica de censura, y que, yendo más allá, todo el pacto de la transición descansaba sobre cierta limitación fáctica a la libertad de expresión. Dicho de otro modo, todo el andamiaje construido primero por Guzmán y luego por Boeninger se nutría, permanentemente, de un cerco informativo que no cuestionaba al poder ni ponía en riesgo el proceso.
El primer acto de censura que vivimos en la transición fue la decisión política de la Concertación de dejar sin financiamiento aApsi y Análisis, dos revistas que durante la dictadura habían ampliado el campo de batalla y se habían vuelto un dolor de cabeza para Pinochet. Con esa decisión, la plana mayor de la Concertación restringió el rango de opiniones que se vertían en la prensa, dejando sin espacios reales a las voces escépticas sobre el pacto transicional. De esta forma, la Fronda que administró la transición practicó una primera y fundamental censura: redujo el margen de lo razonable, distinguió aquello que podía ser dicho de lo que no. Fue en ese espacio donde la prensa acrítica se entregó a las pautas oficiales, a los comunicados y al periodismo de amigos.
Ese acto inicial, esa restricción propia del pacto de la transición, no fue la única forma que encontró la Fronda para censurar a periodistas o restringir el derecho a la información. Valga recordar el libro Impunidad Diplomática de Francisco Martorell, publicado en abril de 1993, donde se relata con lujo de detalles las circunstancias en las cuales salió del país el ex embajador de Argentina, Óscar Espinoza Melo.
En el libro de Martorell aparecen destacadas personalidades del país, entre otros el empresario Andrónico Luksic Craig, quien interpuso un recurso judicial para impedir la circulación del libro, pues, supuestamente, este vulneraba su derecho a la intimidad. En los meses siguientes, el país observó cómo Martorell era censurado por los tribunales de justicia, primero a través de una orden de no innovar y luego mediante una decisión firme. El escándalo se suscitó en particular por la referencia del libro a las fiestas y orgías en que habrían participado el embajador argentino junto a destacados miembros de la Fronda.
La Fronda entra en pánico al ver que la nueva lógica horizontal no le rinde pleitesía ni le entrega un estatus distinto al de cualquier ciudadano. La Fronda no soporta que las filtraciones alimenten los juicios políticos en contra de los dirigentes cuestionados.
El caso de Martorell escaló hasta las instancias internacionales más reputadas, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Recién en mayo de 1996 se vislumbró una salida al caso, cuando la Corte Interamericana tomó conocimiento de la causa. Casi un año después, luego de largos alegatos, se ordenó al Estado de Chile levantar la censura que existía sobre el libro de Martorell. Sin embargo, la pulsión censuradora de la Fronda no se detuvo allí.
En 1997, ante la estupefacción de la opinión pública, se conoció la decisión del Consejo de Calificación Cinematográfica sobre la película La última tentación de Cristo, basada en la novela de Kazantzakis que Scorsese adaptó al cine a finales de los ochenta.
La película ya había sido censurada en 1988, cuando el régimen de Pinochet entraba en sus horas finales, y la decisión de 1997 no hizo más que repetir los argumentos esgrimidos entonces. Según los censuradores, la honra de nuestro señor Jesucristo estaba en juego por una película de ficción que especulaba sobre las pasiones humanas del profeta de Galilea. La decisión del Consejo llegó luego a los tribunales, donde dos grupos de abogados se enfrentaron ferozmente en la prensa, en los alegatos y también en el extranjero.
Luego de que la censura fuera confirmada por las cortes chilenas, los “abogados por las libertades públicas” recurrieron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Nuevamente, tras un largo procedimiento internacional, los tribunales internacionales obligaron al Estado de Chile a levantar la censura. Este fue el segundo mensaje de las instancias internacionales al respecto, cuestión que cayó mal en sectores de la Fronda y, particularmente, en algunos jueces que traían todavía una matriz autoritaria heredada del régimen dictatorial.
Los jueces, entonces, pasaron a ser protagonistas de la fama censuradora. Un juez, en particular, se hizo conocido por sus intenciones censuradoras que pasaron todo límite razonable. El ex Presidente de la Corte Suprema, Servando Jordán, se hizo famoso en todo Chile por sus declaraciones destempladas, por su estilo extravagante y, especialmente, por la persecución furiosa que hizo de determinados periodistas.
El caso más extremo en que se vio envuelto Jordán fue el libro escrito por la periodista Alejandra Matus sobre la situación del Poder Judicial durante la Dictadura y su difícil evolución durante la transición. En El libro negro de la justicia chilena, Matus muestra con envidiable claridad cómo las cortes y los jueces fueron cómplices (activos y pasivos) del terror impuesto por Pinochet y sus subordinados. Matus desarrolla un argumento punzante sobre la legitimidad del Poder Judicial, esto en un momento en el cual Pinochet pasaba a estar detenido en Londres y, por ende, la opinión pública se preguntaba si acaso las cortes chilenas podrían o no juzgar al dictador.
Así, el libro de Matus cayó como una bomba sobre Servando Jordán y otros jueces, quienes aparecían en esas páginas como sujetos de prácticas poco transparentes o derechamente corruptas. El mismo Jordán se había visto involucrado en casos de alta relevancia, como la detención del “Cabro Carrera” donde se comenzaron a conocer los entramados oscuros que recorrían al Poder Judicial de la transición.
Jordán decidió usar a Alejandra Matus para, a través de ella, mandar un mensaje de disciplina al resto de los periodistas. Mediante un recurso judicial sui generis, Jordán logró que el libro fuera censurado a través del artículo 6B de la Ley de Seguridad Interior del Estado (LSIE Ley 12.927). Esta ley es el producto de la reforma de la “Ley Maldita” que promulgara el gobierno de González Videla a mitad del siglo pasado, que luego fue atenuada por el gobierno de Ibáñez y, posteriormente, aumentada por la dictadura.
El artículo 6B contenía una norma insólita, impropia de una democracia, donde se castigaba con censura, cárcel y castigos varios a quienes cometieran el delito de “desacato”, expresado aquí como una “falta de respeto a las autoridades”, entre otras, los comandantes en Jefe de las FF.AA., jueces, políticos y otros representantes del Estado. En el artículo 6B se consagraba un principio de autoridad, según el cual ciertas personas no deben ser cuestionadas y el margen para interpelarlas, en consecuencia, es casi inexistente.
Sobre la base de este artículo, Jordán consiguió la censura del libro de Matus, al tiempo que la periodista debió partir a refugiarse a Estados Unidos. El caso escaló en las cortes chilenas, donde repetidamente se entregó la razón al Presidente de la Corte Suprema.
Jordán no solo había cargado contra Matus, ya antes lo había hecho contra periodistas como Paula Coddou por una entrevista realizada al escritor Rafael Gumucio. El mismo artículo lo usó también Pinochet para proceder contra Arturo Barrios, dirigente de la Juventud Socialista, y también contra Gladys Marín, por declaraciones que esta vertió sobre la culpabilidad de Pinochet en las torturas y desapariciones.
Así, el artículo 6B de la LSIE fue una de las herramientas primordiales usadas en la transición para silenciar a los periodistas. Solamente fue reformado este artículo cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos así lo ordenó, luego del fallo de 2001 en que se condenó al Estado de Chile por censura en contra de Matus. Este es el tercer caso, en menos de una década, en que esta instancia internacional sostenía que en Chile había censura, y ordenaba al Estado a proteger la libertad de expresión. De esta forma, en 2001, el Gobierno de Ricardo Lagos anunció con bombos y platillos una reforma a Esta y otras leyes vinculadas a los medios y a los periodistas.
Quedó a la vista nacional e internacional que la Fronda chilena funcionaba en una lógica de censura, y que, yendo más allá, todo el pacto de la transición descansaba sobre cierta limitación fáctica a la libertad de expresión. Dicho de otro modo, todo el andamiaje construido primero por Guzmán y luego por Boeninger se nutría, permanentemente, de un cerco informativo que no cuestionaba al poder ni ponía en riesgo el proceso.
La Fronda se protege (2001-2016)
La reforma, sin embargo, fue menos espectacular de lo que se pensaba. Si bien las normas que permitían la censura fueron eliminadas, quedó en la Fronda una costumbre de larga data que ya no se expresaba como censura sino como “control de los medios”. Esto, por ejemplo, fue particularmente claro en el caso deLa Nación Domingo, una publicación que puso nerviosos a varios ilustres personajes de la Fronda en el poder.
El Gobierno de Lagos debió convivir durante años con una prensa que lanzó el yugo de la opresión y que reclamaba autonomía respecto del poder. Esta nueva prensa de comienzos de los 2000 ya no se intimidaba por el principio de autoridad, al revés, reconocía en las autoridades sujetos especialmente relevantes a los cuales había que reportear y desnudar ante la opinión pública. Ese fue el clima que gobernó el caso MOP-Gate, donde incluso se llegó a hablar de la renuncia de Lagos, todo por la fuerte presión que ejercieron algunos medios y periodistas.
El pulso censurador, con todo, se mantuvo por otras vías. Una situación especialmente clara es la que ocurrió con el empresario Nicolás Ibáñez Scott, quien compró una edición completa de La Nación para impedir que la ciudadanía conociera detalles sobre un caso de violencia intrafamiliar de él hacia su mujer. Esta conducta pone de relieve que la censura ya no operaba por medios legales, sino fácticos, donde el dinero y la posición social permitían vetar ciertas informaciones del dominio público. Si acaso el artículo vulneraba o no la intimidad de la familia de Ibáñez es un asunto discutible, cuyo camino era una querella o un recurso, pero no la censura por medio de la compra de una edición completa de un diario de circulación nacional.
Ese hecho, ocurrido en 2005, es un acto insólito, impropio de un país supuestamente ordenado y que, si ocurriera fuera de Chile, se habría considerado como una afrenta a la libertad de expresión y al derecho a recibir información. En la Fronda nadie se espantó con este acto, y todavía sorprende que el mismo Ibáñez (junto a Axel Kaiser) hoy dirija una fundación dedicada a la promoción de ideas supuestamente “liberales”.
El caso de Ibáñez no fue mayormente comentado por la Fronda, rápidamente este hecho fue tapado por la contingencia, como también lo había sido con el caso “La caja negra del Indap”. Este fue un reportaje de Alejandra Matus (sí, la misma) que fue severamente censurado desde el poder político en el Gobierno de Lagos.
Así, a finales de mayo de 2003, todo el equipo periodístico de La Nación Domingo presentó su renuncia. Esta renuncia masiva, gatillada por la presión del poder político sobre la prensa, fue una muestra clara de que las reformas ordenadas por la CIDH en 2001 corrigieron las normas, aunque no los usos de la Fronda chilena.
Esos usos se mantendrían mucho tiempo durante los años 2000, expresándose de diversas formas y empujando siempre a la “autocensura” de los periodistas. Esta tendencia censuradora, este clima de opresión informativa, estuvo presente toda la década, aunque paulatinamente fue decayendo por la aparición de los medios digitales y de las redes sociales.
La combinación de las redes sociales y los nuevos medios digitales provocó un progresivo aumento de la libertad informativa y de la información disponible para la opinión pública. La nueva lógica horizontal desconoce ideas como el principio de autoridad, pues si algo caracteriza a la nueva prensa chilena es que las autoridades no son objeto de temor, sino de interés y de reporteo, como nunca antes lo habían sido en este régimen político.
De ahí que el proyecto de ley que sanciona las “filtraciones” no es un hecho aislado ni ajeno a nuestra historia reciente. Es, meramente, la reproducción extemporánea de una cultura frondista que lleva, al menos, 25 o 30 años funcionando.
La Fronda entra en pánico al ver que la nueva lógica horizontal no les rinde pleitesía ni les entrega un estatus distinto al de cualquier ciudadano. La Fronda no soporta que las filtraciones alimenten los juicios políticos en contra de los dirigentes cuestionados. La Fronda pretende encerrar el debate en los marcos legales, arrinconar al SII y deslegitimar a la Fiscalía, todo eso para escapar de lo que parece una tormenta perfecta.
La norma que se propone no pretende, solamente, reducir el espacio de acción de la prensa, sino también pretende privar a la opinión pública de información fundamental para decidir por quién votar y por quién no votar. Esto explica por qué la Fronda se siente tan amenazada por la nueva lógica de los medios digitales y las redes: ya no puede controlar los contenidos, ya no puede censurar en las cortes. La Fronda busca protegerse de forma impúdica, aterrada ante la disolución del principio de autoridad que había guiado la transición. La Fronda representa hoy al viejo orden, basado en la censura y en la limitación fáctica del debate.
En la literatura de la ciencia política se suele decir que la transición chilena se enmarca en la “tercera ola” que vino con la caída de los regímenes totalitarios y autoritarios. Según esta tesis, la tercera ola se caracterizaría por el avance gradual hacia democracias consolidadas. Sin embargo, otra porción de la literatura, como por ejemplo Michael McFaul, ex embajador de Estados Unidos en Rusia, ha hablado de “la cuarta ola” para referirse a regímenes, especialmente los postsoviéticos, que combinan elementos autoritarios y elementos democráticos, sin que se “avance” necesariamente hacia la democratización total.
En ese sentido, Chile parece más cercano a la cuarta ola que a la tercera. La Fronda chilena, con su irrefrenable sentido del orden, con su innegable tendencia a la censura, solo agrega argumentos para pensar que en Chile la dictadura ha pervivido más tiempo del que la Fronda misma está dispuesta a reconocer.
Para avanzar, habría que comenzar por reconocer que la censura ha sido una práctica consustancial a la transición chilena.
La reforma, sin embargo, fue menos espectacular de lo que se pensaba. Si bien las normas que permitían la censura fueron eliminadas, quedó en la Fronda una costumbre de larga data que ya no se expresaba como censura sino como “control de los medios”. Esto, por ejemplo, fue particularmente claro en el caso deLa Nación Domingo, una publicación que puso nerviosos a varios ilustres personajes de la Fronda en el poder.
El Gobierno de Lagos debió convivir durante años con una prensa que lanzó el yugo de la opresión y que reclamaba autonomía respecto del poder. Esta nueva prensa de comienzos de los 2000 ya no se intimidaba por el principio de autoridad, al revés, reconocía en las autoridades sujetos especialmente relevantes a los cuales había que reportear y desnudar ante la opinión pública. Ese fue el clima que gobernó el caso MOP-Gate, donde incluso se llegó a hablar de la renuncia de Lagos, todo por la fuerte presión que ejercieron algunos medios y periodistas.
El pulso censurador, con todo, se mantuvo por otras vías. Una situación especialmente clara es la que ocurrió con el empresario Nicolás Ibáñez Scott, quien compró una edición completa de La Nación para impedir que la ciudadanía conociera detalles sobre un caso de violencia intrafamiliar de él hacia su mujer. Esta conducta pone de relieve que la censura ya no operaba por medios legales, sino fácticos, donde el dinero y la posición social permitían vetar ciertas informaciones del dominio público. Si acaso el artículo vulneraba o no la intimidad de la familia de Ibáñez es un asunto discutible, cuyo camino era una querella o un recurso, pero no la censura por medio de la compra de una edición completa de un diario de circulación nacional.
Ese hecho, ocurrido en 2005, es un acto insólito, impropio de un país supuestamente ordenado y que, si ocurriera fuera de Chile, se habría considerado como una afrenta a la libertad de expresión y al derecho a recibir información. En la Fronda nadie se espantó con este acto, y todavía sorprende que el mismo Ibáñez (junto a Axel Kaiser) hoy dirija una fundación dedicada a la promoción de ideas supuestamente “liberales”.
El caso de Ibáñez no fue mayormente comentado por la Fronda, rápidamente este hecho fue tapado por la contingencia, como también lo había sido con el caso “La caja negra del Indap”. Este fue un reportaje de Alejandra Matus (sí, la misma) que fue severamente censurado desde el poder político en el Gobierno de Lagos.
Así, a finales de mayo de 2003, todo el equipo periodístico de La Nación Domingo presentó su renuncia. Esta renuncia masiva, gatillada por la presión del poder político sobre la prensa, fue una muestra clara de que las reformas ordenadas por la CIDH en 2001 corrigieron las normas, aunque no los usos de la Fronda chilena.
Esos usos se mantendrían mucho tiempo durante los años 2000, expresándose de diversas formas y empujando siempre a la “autocensura” de los periodistas. Esta tendencia censuradora, este clima de opresión informativa, estuvo presente toda la década, aunque paulatinamente fue decayendo por la aparición de los medios digitales y de las redes sociales.
La combinación de las redes sociales y los nuevos medios digitales provocó un progresivo aumento de la libertad informativa y de la información disponible para la opinión pública. La nueva lógica horizontal desconoce ideas como el principio de autoridad, pues si algo caracteriza a la nueva prensa chilena es que las autoridades no son objeto de temor, sino de interés y de reporteo, como nunca antes lo habían sido en este régimen político.
De ahí que el proyecto de ley que sanciona las “filtraciones” no es un hecho aislado ni ajeno a nuestra historia reciente. Es, meramente, la reproducción extemporánea de una cultura frondista que lleva, al menos, 25 o 30 años funcionando.
La Fronda entra en pánico al ver que la nueva lógica horizontal no les rinde pleitesía ni les entrega un estatus distinto al de cualquier ciudadano. La Fronda no soporta que las filtraciones alimenten los juicios políticos en contra de los dirigentes cuestionados. La Fronda pretende encerrar el debate en los marcos legales, arrinconar al SII y deslegitimar a la Fiscalía, todo eso para escapar de lo que parece una tormenta perfecta.
La norma que se propone no pretende, solamente, reducir el espacio de acción de la prensa, sino también pretende privar a la opinión pública de información fundamental para decidir por quién votar y por quién no votar. Esto explica por qué la Fronda se siente tan amenazada por la nueva lógica de los medios digitales y las redes: ya no puede controlar los contenidos, ya no puede censurar en las cortes. La Fronda busca protegerse de forma impúdica, aterrada ante la disolución del principio de autoridad que había guiado la transición. La Fronda representa hoy al viejo orden, basado en la censura y en la limitación fáctica del debate.
En la literatura de la ciencia política se suele decir que la transición chilena se enmarca en la “tercera ola” que vino con la caída de los regímenes totalitarios y autoritarios. Según esta tesis, la tercera ola se caracterizaría por el avance gradual hacia democracias consolidadas. Sin embargo, otra porción de la literatura, como por ejemplo Michael McFaul, ex embajador de Estados Unidos en Rusia, ha hablado de “la cuarta ola” para referirse a regímenes, especialmente los postsoviéticos, que combinan elementos autoritarios y elementos democráticos, sin que se “avance” necesariamente hacia la democratización total.
En ese sentido, Chile parece más cercano a la cuarta ola que a la tercera. La Fronda chilena, con su irrefrenable sentido del orden, con su innegable tendencia a la censura, solo agrega argumentos para pensar que en Chile la dictadura ha pervivido más tiempo del que la Fronda misma está dispuesta a reconocer.
Para avanzar, habría que comenzar por reconocer que la censura ha sido una práctica consustancial a la transición chilena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario