El Clarin.cl.
A fines de 1969, tres generales del Pentágono cenaron con cuatro militares chilenos en una casa de los suburbios de Washington. El anfitrión era el entonces coronel Gerardo López
Uno
de los invitados era el general Ernesto Baeza, actual director de la
Seguridad Nacional de Chile, que fue quien dirigió el asalto al palacio
presidencial en el golpe reciente, y quien dio la orden de incendiarlo.
Dos de sus subalternos de aquellos días se hicieron célebres en la misma
jornada: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta Militar, y
el general Javier Palacios, que participó en la refriega final contra
Salvador Allende. También se encontraba en la mesa el general de brigada
aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, actual ministro de obras públicas, y
amigo íntimo de otro miembro de la Junta Militar el general del aire
Gustavo Leigh, que dio la orden de bombardear con cohetes el palacio
presidencial. El último invitado era el actual almirante Arturo
Troncoso, ahora gobernador naval de Valparaíso, que hizo la purga
sangrienta de la oficialidad progresista de la marina de guerra, e
inició el alzamiento militar en la madrugada del once de septiembre.
Aquella
cena histórica fue el primer contacto del Pentágono con oficiales de
las cuatro armas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en
Washington como en Santiago, se llegó al acuerdo final de que los
militares chilenos más adictos al alma y a los intereses de los Estados
Unidos se tomarían el poder en caso de que la Unidad Popular ganara las
elecciones. Lo planearon en frío, como una simple operación de guerra, y
sin tomar en cuenta las condiciones reales de Chile.
El
plan estaba elaborado desde antes, y no sólo como consecuencia de las
presiones de la International Telegraph & Telephone (I.T.T), sino
por razones mucho más profundas de política mundial. Su nombre era
“Contingency Plan”. El organismo que la puso en marcha fue la Defense
Intelligence Agency del Pentágono, pero la encargada de su ejecución fue
la Naval Intelligency Agency, que centralizó y procesó los datos de las
otras agencias, inclusive la CIA, bajo la dirección política superior
del Consejo Nacional de Seguridad. Era normal que el proyecto se
encomendara a la marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile
debía coincidir con la Operación Unitas, que son las maniobras conjuntas
de unidades norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Estas maniobras
se llevaban a cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones y
resultaba natural que hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda
clase de aparatos de guerra y de hombres adiestrados en las artes y las
ciencias de la muerte.
Por esa época, Henry
Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos: “No me interesa ni sé
nada del Sur del Mundo, desde los Pirineos hacia abajo. El Contingency
Plan estaba entonces terminado hasta su último detalle, y es imposible
pensar que Kissinger no estuviera al corriente de eso, y que no lo
estuviera el propio presidente Nixon.
Chile es un país
angosto, con 4.270 kilómetros de largo y 190 de ancho, y con 10 millones
de habitantes efusivos, dos de los cuales viven en Santiago, la
capital. La grandeza del país no se funda en la cantidad de sus
virtudes, sino el tamaño de sus excepciones. Lo único que produce con
absoluta seriedad es mineral de cobre, pero es el mejor del mundo, y su
volumen de producción es apenas inferior al de Estados Unidos y la Unión
Soviética. También produce vinos tan buenos como los europeos, pero
exportan poco porque casi todos se los beben los chilenos. Su ingreso
per cápita, 600 dólares, es de los más elevados de América Latina, pero
casi la mitad del producto nacional bruto se lo reparten solamente
300.000 personas. En 1932, Chile fue la primera república socialista del
continente, y se intentó la nacionalización del cobre y el carbón con
el apoyo entusiasta de los trabajadores, pero la experiencia sólo duró
13 días. Tiene un promedio de un temblor de tierra cada dos días y un
terremoto devastador cada tres años. Los geólogos menos apocalípticos
consideran que Chile no es un país de tierra firme sino una cornisa de
los Andes en una océano de brumas, y que todo el territorio nacional,
con sus praderas de salitre y sus mujeres tiernas, está condenado a
desaparecer en un cataclismo.
Los chilenos, en cierto
modo, se parecen mucho al país. Son la gente más simpática del
continente, les gusta estar vivos y saben estarlo lo mejor posible, y
hasta un poco más, pero tienen una peligrosa tendencia al escepticismo y
a la especulación intelectual. “Ningún chileno cree que mañana es
martes”, me dijo alguna vez otro chileno, y tampoco él lo creía. Sin
embargo, aún con esa incredulidad de fondo, o tal vez gracias a ella,
los chilenos han conseguido un grado de civilización natural, una
madurez política y un nivel de cultura que son sus mejores excepciones.
De tres premios Nobel de literatura que ha obtenido América Latina, dos
fueron chilenos. Uno de ellos, Pablo Neruda, era el poeta más grande de
este siglo.
Todo esto debía saberlo
Kissinger cuando contestó que no sabía nada del sur del mundo, porque
el gobierno de los Estados Unidos conocía entonces hasta los
pensamientos más recónditos de los chilenos. Los había averiguado en
1965, sin permiso de Chile, en una inconcebible operación de espionaje
social y político: el Plan Camelot. Fue una investigación subrepticia
mediante cuestionarios muy precisos, sometidos a todos los niveles
sociales, a todas las profesiones y oficios, hasta en los últimos
rincones del país, para establecer de un modo científico el grado de
desarrollo político y las tendencias sociales de los chilenos. En el
cuestionario que se destinó a los cuarteles, figuraba la pregunta que
cinco años después volvieron a oír los militares chilenos en la cena de
Washington: “¿Cuál será la actitud en caso de que el comunismo llegue al
poder? – La pregunta era capciosa. Después de la operación Camelot, los
Estados Unidos sabían a cierta que Salvador Allende sería elegido
presidente de la república.
Chile no fue escogido
por casualidad para este escrutinio. La antigüedad y la fuerza de su
movimiento popular, la tenacidad y la inteligencia de sus dirigentes, y
las propias condiciones económicas y sociales del país permitían
vislumbrar su destino. El análisis de la operación Camelot lo confirmó:
Chile iba a ser la segunda república socialista del continente después
de Cuba. De modo que el propósito de los Estados Unidos no era
simplemente impedir el gobierno de Salvador Allende para preservar las
inversiones norteamericanas. El propósito grande era repetir la
experiencia más atroz y fructífera que ha hecho jamás el imperialismo en
América Latina: Brasil.
El 4 de septiembre de
1970, como estaba previsto, el médico socialista y masón Salvador
Allende fue elegido presidente de la república. Sin embargo, el
Contingency Plan no se puso en práctica. La explicación más corrientes
es también la más divertida: alguien se equivocó en el Pentágono, y
solicitó 200 visas para un supuesto orfeón naval que en realidad estaba
compuesto por especialistas en derrocar gobiernos, y entre ellos varios
almirantes que ni siquiera sabían cantar. El gobierno chileno descubrió
la maniobra y negó las visas. Este percance, se supone, determinó el
aplazamiento de la aventura. Pero la verdad es que el proyecto había
sido evaluado a fondo: otras agencias norteamericanas, en especial la
CIA y el propio embajador de los Estados Unidos en Chile, Edward Korry,
consideraron que el Contingency Plan era sólo una operación militar que
no tomaba en cuenta las condiciones actuales de Chile.
En efecto, el triunfo
de la Unidad Popular no ocasionó el pánico social que esperaba el
Pentágono. Al contrario, la independencia del nuevo gobierno en política
internacional, y su decisión en materia económica, crearon de inmediato
un ambiente de fiesta social. En el curso del primer año se habían
nacionalizado 47 empresas industriales, y más de la mitad del sistema de
créditos. La reforma agraria expropió e incorporó a la propiedad social
2.400.000 hectáreas de tierras activas. El proceso inflacionario se
moderó: se consiguió el pleno empleo y los salarios tuvieron un aumento
efectivo de un 40 por ciento.
El gobierno anterior,
presidido por el demócrata cristiano Eduardo Frei, había iniciado un
proceso de chilenización del cobre. Lo único que hizo fue comprar el 51
por ciento de las minas, y sólo por la mina de El Teniente pagó una suma
superior al precio total de la empresa. La Unidad Popular recuperó para
la nación con un solo acto legal todos los yacimientos de cobre
explotados por las filiales de compañías norteamericanas, la Anaconda y
la Kennecott. Sin indemnización: el gobierno calculaba que las dos
compañías habían hecho en 15 años una ganancia excesiva de 80.000
millones de dólares.
La pequeña burguesía y
los estratos sociales intermedios, dos grandes fuerzas que hubieran
podido respaldar un golpe militar en aquél momento, empezaban a
disfrutar de ventajas imprevistas, y no a expensas del proletariado,
como había ocurrido siempre, sino a expensas de la oligarquía financiera
y el capital extranjero. Las fuerzas armadas, como grupo social, tienen
la misma edad, el mismo origen y las mismas ambiciones de la clase
media y no tenían motivo, ni siquiera una coartada, para respaldar a un
grupo exiguo de oficiales golpistas. Consciente de esa realidad, la
Democracia Cristiana no solo no patrocinó entonces la conspiración de
cuartel, sino que se opuso resueltamente porque la sabía impopular
dentro de su propia clientela.
Su objetivo era otro:
perjudicar por cualquier medio la buena salud del gobierno para ganarse
las dos terceras partes del Congreso en las elecciones de marzo de 1973.
Con esa proporción podía decidir la destitución constitucional del
presidente de la república.
La Democracia Cristiana
era una grande formación inter-clasista, con una base popular auténtica
en el proletariado de la industria moderna, en la pequeña y media
industria moderna, en la pequeña y media propiedad campesina, y en la
burguesía y la clase media de las ciudades. La Unidad Popular expresaba
al proletariado obrero menos favorecido, al proletariado agrícola, a la
baja clase media de las ciudades.
La Democracia
Cristiana, aliada con el Partido Nacional de extrema derecha, controlaba
el Congreso. La Unidad Popular controlaba el poder ejecutivo. La
polarización de esas dos fuerzas iba a ser, de hecho, la polarización
del país. Curiosamente, el católico Eduardo Frei, que no cree en el
marxismo, fue quien aprovechó mejor la lucha de clases, quien la
estimuló y exacerbó; con el propósito de sacar de quicio al gobierno y
precipitar al país por la pendiente de la desmoralización y el desastre
económico.
El bloqueo económico de
los Estados Unidos por la expropiaciones sin indemnización y el
sabotaje interno de la burguesía hicieron el resto. En Chile se produce
todo, desde automóviles hasta pasta dentífrica, pero la industria tiene
una identidad falsa: en las 160 empresas más importantes, el 60 por
ciento era capital extranjero, y el 80 por ciento de sus elementos
básicos importados. Además, el país necesitaba 300 millones de dólares
anuales para importar artículos de consumo, y otros 450 millones para
pagar los servicios de la deuda externa. Los créditos de los países
socialistas no remediaban la carencia fundamental de repuestos, pues
toda industria chilena, la agricultura y el transporte, estaban
sustentados por equipo norteamericano. La Unión Soviética tuvo que
comprar trigo de Australia para mandarlo a Chile, porque ella misma no
tenía y a través del Banco de la Europa del Norte, de París, le hizo
varios empréstitos sustanciosos en dólares efectivos. Cuba, en un gesto
que fue más ejemplar que decisivo, mandó un barco cargado de azúcar
regalada. Pero las urgencias de Chile eran descomunales. Las alegres
señoras de la burguesía, con el pretexto del racionamiento y de las
pretensiones excesivas de los pobres, salieron a la plaza pública
haciendo sonar sus cacerolas vacías. No era casual, sino al contrario,
muy significativo, que aquel espectáculo callejero de zorros plateados y
sombreros de flores ocurriera la misma tarde que Fidel Castro terminaba
una visita de treinta días que había sido un terremoto de agitación
social.
LA ÚLTIMA CUECA FELIZ DE SALVADOR ALLENDE
El Presidente Salvador
Allende comprendió entonces, y lo dijo, que el pueblo tenía el gobierno
pero no tenía el poder. La frase más alarmante, porque Allende llevaba
dentro una almendra legalista que era el germen de su propia
destrucción: un hombre que peleó hasta la muerte en defensa de la
legalidad, hubiera sido capaz de salir por la puerta mayor de la Moneda,
con la frente en alto, si lo hubiera destituido el congreso dentro del
marco de la constitución.
La periodista y
política Rossana Rossanda, que visitó a Allende por aquella época, lo
encontró envejecido, tenso y lleno de premoniciones lúgubres, en el
diván de cretona amarilla donde había de reposar el cadáver acribillado y
con la cara destrozada por un culatazo de fusil. Hasta los sectores más
comprensivos de la Democracia Cristiana estaban entonces contra él.
“¿Inclusive Tomic?” – le preguntó Rossana. -”Todos”, contestó, Allende.
En vísperas de las
elecciones de marzo de 1973, en las cuales se jugaba su destino, se
hubiera conformado con que la Unidad Popular obtuviera el 36 por ciento.
Sin embargo, a pesar de la inflación desbocada, del racionamiento
feroz, del concierto de olla de las cacerolinas alborotadas, obtuvo el
44 por ciento. Era una victoria tan espectacular y decisiva, que cuando
Allende se quedó en el despacho, sin más testigos que su amigo y
confidente, Augusto Olivares, hizo cerrar la puerta y bailó solo una
cueca.
Para la Democracia
Cristiana, aquella era la prueba de que el proceso democrático promovido
por la Unidad Popular no podía ser contrariado con recursos legales,
pero careció de visión para medir las consecuencias de su aventura: es
un caso imperdonable de irresponsabilidad histórica. Para los Estados
Unidos era una advertencia mucho más importante que los intereses de las
empresas expropiadas; era un precedente inadmisible en el progreso
pacífico de los pueblos del mundo, pero en especial para los de Francia e
Italia, cuyas condiciones actuales hacen posible la tentativa de
experiencias semejantes a las de Chile: Todas las fuerzas de la reacción
interna y externa se concentraron en un bloque compacto.
En cambio los Partidos
de la Unidad Popular cuyas grietas internas era mucho más profundas de
lo que se admite, no lograron ponerse de acuerdo con el análisis de la
votación de marzo. El gobierno se encontró sin recursos, reclamado desde
un extremo por los partidarios de aprovechar la evidente radicalización
de las masas para dar un salto decisivo en el cambio social, y los más
moderados que temían al espectro de la guerra civil y confiaban en
llegar a un acuerdo regresivo con la Democracia Cristiana. Ahora se ve
con mucha claridad que esos contactos, por parte de la oposición no eran
más que un recurso de distracción para ganar tiempo.
LA CIA Y EL PARO PATRONAL
La huelga de camioneros
fue el detonante final. Por su geografía fragorosa, la economía chilena
está a merced de su transporte rodado. Paralizarlo es paralizar el
país. Para la oposición era muy fácil hacerlo, porque el gremio del
transporte era de los más afectados por la escasez de repuestos, y se
encontraba además amenazado por la disposición del gobierno de
nacionalizar el transporte con equipos soviéticos. El paro se sostuvo
hasta el final, sin un solo instante de desaliento, porque estaba
financiado desde el exterior con dinero efectivo. La CIA inundó de
dólares el país para apoyar el Paro Patronal, y esa divisa bajó en la
bolsa negra, escribió Pablo Neruda a un amigo en Europa. Una semana
antes del golpe se había acabado el aceite, la leche y el pan.
En los últimos días de
la Unidad Popular, con la economía desquiciada y el país al borde de la
guerra civil, las maniobras del gobierno y de la oposición se centraron
en la esperanza de modificar, cada quien a su favor, el equilibrio de
fuerzas dentro del ejército. La jugada final fue perfecta: cuarenta y
ocho horas antes del golpe, la oposición había logrado descalificar a
los mandos superiores que respaldaban a Salvador Allende, y habían
ascendido en su lugar, uno por uno, en una serie de enroques y gambitos
magistrales a todos los oficiales que habían asistido a la cena de
Washington.
Sin embargo, en aquel
momento el ajedrez político había escapado a la voluntad de sus
protagonistas. Arrastrados por una dialéctica irreversible, ellos mismos
terminaron convertidos en ficha de un ajedrez mayor, mucho más complejo
y políticamente mucho más importante que una confabulación consciente
entre el imperialismo y la reacción contra el gobierno del pueblo. Era
una terrible confrontación de clases que la habían provocado, una
encarnizada rebatiña de intereses contrapuestos cuya culminación final
tenía que ser un cataclismo social sin precedentes en la historia de
América.
EL EJÉRCITO MÁS SANGUINARIO DEL MUNDO
Un golpe militar,
dentro de las condiciones chilenas, no podía ser incruento. Allende lo
sabía. No se juega con fuego, le había dicho a la periodista italiana
Rossana Rossanda. Si alguien cree que en Chile un golpe militar será
como en otros países de América, como un simple cambio de guardia en la
Moneda, se equivoca de plano. Aquí, si el ejército se sale de la
legalidad. habrá un baño de sangre. Será Indonesia. Esa certidumbre
tenía un fundamento histórico.
Las fuerzas armadas de
Chile, el contrario de lo que se nos ha hecho creer, han intervenido en
la política cada vez que se han visto amenazados sus intereses de clase y
lo han hecho con un tremenda ferocidad represiva. Las dos
constituciones que ha tenido el país en un siglo fueron impuestas por
las armas y el reciente golpe militar era la sexta tentativa de los
últimos cincuenta años.
El ímpetu sangriento
del ejército chileno le viene de su nacimiento, en la terrible escuela
de la guerra cuerpo a cuerpo contra los araucanos, que duró 300 años.
Uno de los precursores se vanagloriaba, en 1620, de haber matado con su
propia mano, en una sola acción, a más de 2.000 personas. Joaquín
Edwards Bello cuenta en sus crónicas que durante una epidemia de tifo
exantemático, el ejército sacaba a los enfermos de sus casas y los
mataba con un baño de veneno para acabar con la peste. Durante una
guerra civil de siete meses en 1891, hubo 10.000 muertos en una sola
batalla. Los peruanos aseguran que durante la ocupación de Lima, en la
guerra del Pacífico, los militares chilenos saquearon la biblioteca de
don Ricardo Palma, pero que no usaban los libros para leerlos, sino para
limpiarse el trasero.
Con
mayor brutalidad han sido reprimidos los movimientos populares. Después
del terremoto de Valparaíso, en 1906, las fuerzas navales liquidaron la
organización de los trabajadores portuarios con una masacre de 8.000
obreros. En Iquique, a principios del siglo, una manifestación de
huelguistas se refugió en la teatro municipal, huyendo de la tropa y fue
ametrallada: hubo 2.000 muertos. El 2 de abril de 1957 el ejército
reprimió una asonada civil en el centro de Santiago causando un número
de víctimas que nunca se pudo establecer, porque el gobierno escamoteó
los cuerpos en entierros clandestinos. Durante una huelga en la mina de
El Salvador, bajo el gobierno de Eduardo Frei, una patrulla militar
dispersó a bala una manifestación y mató a seis personas, entre ellas
varios niños y una mujer encinta. El comandante de la plaza era un
oscuro general de 52 años, padre de cinco niños, profesor de geografía y
autor de varios libros sobre asuntos militares: Augusto Pinochet.
El
mito del legalismo y la mansedumbre de aquel ejército carnicero había
sido inventado en interés propio de la burguesía chilena. La Unidad
Popular lo mantuvo con la esperanza de cambiar a su favor la composición
de clase de los cuadros superiores. Pero Salvador Allende se sentía más
seguro entre los carabineros, un cuerpo armado de origen popular y
campesino que estaba bajo el mando directo del presidente de la
república. En efecto, sólo los oficiales más antiguos de los Carabineros
secundaron el golpe. Los oficiales jóvenes se atrincheraron en la
escuela de Sub-oficiales de Santiago y resistieron durante cuatro día,
hasta que fueron aniquilados desde el aire con bombas de guerra.
Esa
fue la batalla más conocida de la contienda secreta que se libró en el
interior de los cuarteles la víspera del golpe. Los golpistas asesinaron
a los oficiales que se negaron a secundarlos y a los que no cumplieron
las órdenes de represión. Hubo sublevaciones de regimientos enteros,
tanto en Santiago como en la provincia que fueron reprimidas sin
clemencia y sus promotores fueron fusilados para escarmiento de la
tropa. El comandante de los coraceros de Viña del Mar, coronel
Cantuarias, fue ametrallado por sus subalternos. El gobierno actual ha
hecho creer que muchos de esos soldados leales fueron víctimas de la
resistencia popular. Pasará tiempo antes de que se conozcan las
proporciones reales de esa carnicería interna, porque los cadáveres eran
sacados de los cuarteles en camiones de basura y sepultados en secreto.
En definitiva, sólo medio centenar de oficiales de confianza, al frente
de tropas depuradas de antemano, se hicieron cargo de la represión.
Numerosos
agentes extranjeros tomaron parte en el drama. El bombardeo del palacio
de la Moneda, cuya precisión técnica asombró a los expertos, fue hecho
por un grupo de acróbatas aéreos norteamericanos que habían entrado con
la pantalla de la operación Unitas, para ofrecer un espectáculos de
circo volador el próximo 18 de septiembre, día de la independencia
nacional. Numerosos policías secretos de los gobiernos vecinos,
infiltrados por la frontera de Bolivia, permanecieron escondidos hasta
el día del golpe y desataron una persecución encarnizada contra unos
7.000 refugiados políticos de otros países de América Latina.
Brasil,
patria de los gorilas mayores, se había encargado de ese servicio.
Había promovido , dos años antes, el golpe reaccionario en Bolivia que
quitó a Chile un respaldo sustancial y facilitó la infiltración de toda
clase de recursos para la subversión. Algunos de los empréstitos que han
hecho los Estados Unidos al Brasil han sido transferidos en secreto a
Bolivia para financiar la subversión en Chile. En 1972, el general
William Westmoreland hizo un viaje secreto a La Paz, cuya finalidad no
se ha revelado. No parece casual, sin embargo, que poco después de
aquella visita sigilosa, se iniciaran movimientos de tropa y material de
guerra en la frontera con Chile y esto dio a los militares chilenos una
oportunidad más de afianzar su posición interna y de hacer
desplazamientos de personal y promociones jerárquicas favorables al
golpe inminente.
Por fin, el 11 de
septiembre, mientras se adelantaba la operación Unitas, se llevó a cabo
el plan original de la cena de Washington, con tres años de retraso,
pero tal como se había concebido: no como un golpe de cuartel
convencional, sino como una devastadora operación de guerra.
Tenía
que ser así, porque no se trataba de tumbar a un gobierno, sino de
implantar la tenebrosa simiente del Brasil, con sus terribles máquinas
de terror, de tortura y de muerte, hasta que no quedara en Chile ningún
rastro de las condiciones políticas y sociales que hicieron posible la
Unidad Popular. Cuatro meses después del golpe, el balance era atroz:
casi 20.000 personas asesinadas; 30.000 prisioneros políticos sometidos a
torturas salvajes, 25.000 estudiantes expulsados y más 200.000 obreros
licenciados. La etapa más dura, sin embargo; aún no había terminado.
LA VERDADERA MUERTE DE UN PRESIDENTE
A
la hora de la batalla fina, con el país a merced de las fuerzas
desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la
legalidad. La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo
tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado y
él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de
Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la
legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se
puede cambiar un sistema desde el gobierno sino desde el poder.
Esa
comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta
la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la
suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para
fábrica de dinero y terminó convertida en le refugio de un presidente
sin poder. Resistió durante seis horas, con una metralleta que le había
regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador
Allende disparó jamás. El periodista Augusto Olivares, que resistió a su
lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en
la Asistencia Pública.
Hacia
las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró
llegar al segundo piso, con su ayudante, el capitán Gallardo y un grupo
de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de
dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador
Allende los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata, y
con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende
conocía bien al general Palacios. Pocos días antes, le había dicho a
Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que mantenía
contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto
como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: “Traidor” y lo
hirió en una mano.
Allende
murió en un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego, todos los
oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último,
un suboficial le destrozó la cara con la culata del fusil. La foto
existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El
Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan
desfigurado, que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron
el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había
cumplido 64 años en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz,
decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me
había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los
perros y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas
perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia,
pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir
defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués,
defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había
de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que los
había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la
voluntad de los usurpadores, defendiendo la libertad de los partidos de
oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la
parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había
propuesto aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en Chile,
para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que
nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se
quedó en nuestras vidas para siempre.
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