Angelo Narváez
Académico UAH
La historia, la vida de Zitarrosa, es una historia y un relato uruguayo. De fronteras, por supuesto, y de la chilena menos que de la argentina. Sin embargo, y por qué no, la historia de la dictadura en Chile, sus márgenes cada vez más imprecisos, comienza y termina con Zitarrosa.
La historia a veces hace gala de un perverso pero muy fino sentido del humor. Un humor de tragos amargos que nos recuerdan a través de sus itinerantes pasos que lo que es no siempre fue como es. Que un aplauso a veces tiene más de un sentido. Que un aplauso a veces simboliza el pulso de una realidad que se niega a disociarse de su propia transformación, un aplauso que a veces no hace más que darle ritmo y resonancia a esos hitos tan esquivos a la historiografía donde la realidad estalla en pedazos que a momentos resulta (casi) insoportable reconstruir. Casi. No del todo. Y es que quizás la filosofía tenga razón al insistir en que los cambios históricos no suponen una relativización del sentido de los gestos sino que los cambios realmente históricos enfrenten los gestos a la imposibilidad de una continuidad de sus sentidos. Quizás.
Como Alfredo Iribarne (vasco, de seguro) dio sus primeros pasos, y como Alfredo Durán (gallego, dicen), comenzó a relatar y cantar para sí mismo y para uno que otro paisano atento. Alfredo de siempre, pero Zitarrosa de pura casualidad a eso de los catorce según cuenta su hija Serena, catorce años cuando ya era un chiquillo con voz de otro según cuenta Washington Benavides. Uruguayo, oriental, por convicción. De Iribarne y Durán poco sabemos; de Zitarrosa sabemos que como Marx y Lenin la corbata y el trajo no se los quitó más. Y claro, fue a propósito de Marx que Zitarrosa preguntó una vez: “¿tiene que ser marxista un líder revolucionario?”.
No, Alfredo, “hay que pensar como seres humanos. Yo he conocido infinidad de jóvenes a lo largo de mi vida y creo fundamentalmente en la juventud. En cambio no he encontrado gente más ignorante del folklore que los marxistas. Lo escuchan a uno como haciéndole una concesión; falta toda la pulpa, en la mayoría de los casos”, aunque no en todos.
¿Y qué es eso, el folklore?
Alfredo, “cantar folklore es ahondar el paisaje. Hacer folklore. Hay un aire; un aire de Italia, un aire ruso, un aire argentino, venezolano, yanqui. Algunos dicen oui, otros da, otros ya: nosotros decimos ‘Aja’… Hay que profundizar nuestro ‘Aja’”.
No le fue difícil a Zitarrosa entrevistar a Atahualpa Yupanqui en su paso por Cosquín, el mismo Cosquín por donde también pasaran la Negra y el Cuchi.
Años de periodismo, de aprendizaje, años de bohemia donde “Pugliese y Juan Sebastián Bach tienen las mismas prerrogativas”. Ese tiempo, tiempo que es tiempo aquí y allá y en todas partes, en francés, en griego y en español donde “tal vez si uno llega sintiéndose solo, al verse testigos, entre guitarras y botellas, entre canciones, abandones los duros razonamientos y se alegre de que lo hayan recibido, cerrando la puerta detrás suyo”. Son los años de las mesas de los bares: mesas, no barras, siempre acompañado. Son los años de Alberto Spencer en Peñarol, los años en que Zitarrosa preguntaba a mansalva por Fidel. Son los años de los primeros cantos pero lejos ya los tiempos de Gabino Ezeiza.
La historia, la vida de Zitarrosa, es una historia y un relato uruguayos. De fronteras, por supuesto, y de la chilena menos que de la argentina. Sin embargo, y por qué no, la historia de la dictadura en Chile, sus márgenes cada vez más imprecisos, comienza y termina con Zitarrosa. Tras un exilio que lo llevara de Uruguay a Argentina, de Argentina a España, de España a México y desde México de vuelta a Montevideo a través de Buenos Aires unos pocos meses antes del Pacto del Club Naval que diera el ritmo a la transición uruguaya y que llevara a Julio María Sanguinetti a la presidencia, Zitarrosa peregrinó entre los espacios y vacíos comunes internacionales del exilio latinoamericano. En México, antes de volar a Buenos Aires tras el ascenso de Alfonsín, Zitarrosa escribiría sus versos del exilio: “He sido, de los más, un ingenuo / cantor salido al mundo con unas pocas fotos, / un libro, unas memorias escritas en cuadernos / que hablan de mí. / La historia la están haciendo otros… // Yo había estado viviendo, metafísico y lento, / sin entender gran cosa de lo que sucedía; / pensaba que rimando dolor con sufrimiento / conjuraba la secta soldado-policía. // Una vez más he visto que de protagonismo / se acaba mucha gente; que es pura burguesía / pensar que los caminos que van al socialismo / comienzan en un libro, un grupo, una teoría. // En el miedo y la ira, en la muerte y el hambre / la vida está sembrando nuestro triunfo cercano. / Volveremos los idos y los recién llegados, / uruguayos nacidos en otras primaveras, / que traen en los ojos sus pájaros pintados, / la certeza de la luz, puntual, que nos espera”.
(“Presumo que hablamos hondo, presumo que andamos lejos / presumo que en la experiencia de otros pueblos va el consejo. / Que no hay duda que nos curve la línea del entrecejo / que honraremos la victoria / antes de llegar a viejos”, decían otros versos del exilio, de 1982, de otras primaveras. Italianas. Espacios y vacíos comunes).
En julio del 83’ agotó tres noches continuas en el Obras Sanitarias, en pleno Núñez, antes de poder volver a Montevideo. “La ausencia ha sido larga. El exilio es duro. Mi canción tiene una sola razón de ser y son ustedes. Muchas gracias. Ojalá a partir de esta noche ustedes me autoricen a seguir cantando a nombre de mi tierra”, dijo. (¡Uruguay, Uruguay, Uruguay! Entre aplausos, dijeron). Los tres primeros días de julio del 83’ todos en el Obras fueron uruguayos, por pura convicción.
“Recuerdo el recibimiento a Zitarrosa y aún hoy me emociono…” cuenta Gabriel Tuya. “Alfredo fue uno de los primeros en retornar al país. Fue en marzo de 1984, con la dictadura ya herida de muerte. Autos, bicicletas, motos, camiones, carros tirados por caballos, gente a pie… el pueblo salía a recibir a su cantor”. La multitud esperó a Zitarrosa en el Cesáreo L. Berisso, el aeropuerto de Carrasco, y de a pie o motorizado, abanderando la bienvenida, se agolparon en el n° 575 de la avenida Cumacuá de frente a la desembocadura del Río de La Plata, ya confundido con el Atlántico, entre la Plaza España y la Plaza República Argentina.
¿Qué otro nombre podrían tener las plazas?
Allí, en los márgenes de la Ciudad Vieja, aún se erige el edificio de la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay desde donde ese mismo día Zitarrosa realizara una conferencia de prensa transmitida por CX 30 La Radio. El 12 de mayo el Centenario, y esta vez no por el fútbol, ni por Peñarol ni por Nacional ni por Obdulio Varela y la celeste, se desbordaría a puro pañuelo y aplauso.
Caían, al menos formalmente, las dictaduras argentina y uruguaya. Chile se tomaba su tiempo y ese mismo año Zitarrosa se las arreglaba para cantar en el Grand Palace de Santiago. El 12 de diciembre, poco más de un mes después de la declaración del estado de sitio que restablecería el toque de queda y los alcances de la censura de los primeros años de la dictadura tras la huelga general del 30 de octubre, Zitarrosa se las arregló para explicar al público que “esta canción (Doña Soledad) está dedicada a un personaje de la vida real, y en ella se toca el tema de la libertad. Pero vaya dicho en particular para los jóvenes presentes: hablamos nosotros en esta canción de la libertad concreta. Aquella que estamos dispuestos a conquistar y que para nosotros consiste en que todo ser humano, por el simple hecho de haber nacido, tiene derecho a su alimento, a su vivienda, a su trabajo, a su educación, a su higiene”. Ese mismo día Zitarrosa se las arregló también para modificar algunos versos de la Milonga de pelo largo: “Milonga de pelo largo, de ojos oscuros, / como la noche, como la noche; / historia de penas viejas, de gente joven, / de penas grandes, de veinte años // Consuelo de los que viven siempre arrastrados / por la rutina, qué cosa seria. / Recuerdo de los ausentes de nuestra tierras / de la violencia de la miseria. / Frazada del pobre hombre que siente frío / y no se queja, ya no se queja”.
Los conciertos del Obras Sanitarias el 83’ y del Centenario el 84’ darían paso a un breve pero intenso periodo de escritura y composición que muy rápidamente comenzaría a declinar producto de la enfermedad que se lo llevara al Pocho. Del concierto en el Obras guardamos uno de los más icónicos registros de la milonga que Zitarrosa dedicara a Carlos Julio Eizmendi, al Becho.
Sin embargo, los registros a veces tienen vida propia. El 1 y 2 de noviembre de 1988 Zitarrosa volvería a Santiago pero con la intención de cantar a fines de ese mismo mes en Paysandú, la ciudad a la que cantara el negro Ezeiza, Gardel, Razzano y Enzo Valentino. Pero entre Santiago y Paysandú, Galeano.
El 17 de enero de 1989 Zitarrosa colgaría su guitarra por unos días. Días ajetreados. Eduardo Galeano cuenta que los primeros días de 1989 el Juceca Julio César Castro acompañó a Alfredo Zitarrosa al Paraíso, eso, por respeto y para acompañarlo en los trámites y quizás sacarle una sonrisa en medio de la espera y la burocracia. Lo acompañó desde el Teatro El Galpón, en pleno centro de Montevideo, hasta el Cementerio Central en el barrio sur y de ahí camino al cielo dando ambos las espaldas a los círculos de Dante. Era 17 de enero, era martes. Cuenta también Galeano que cuando volvió a Montevideo el Juceca dijo que San Pedro no conocía a Zitarrosa y que no sabía qué era una milonga, que Zitarrosa cantó una, dos, cien milongas, cuenta que incluso Dios paró la oreja, quizás las dos. Te digo que es una verdad científica, le dijo Galeano a Juan Sasturain.
Y cómo no, si las ciudades y los muros escuchan pero también hablan. Eso lo sabe Santiago, Buenos Aires, Madrid y París. Eso lo sabe todo el mundo. A mediados de enero del 89’ Montevideo andaba diciendo que “El violín de Becho está llorando…y nosotros también”. Lo lloraron todos. Viglietti, Benedetti, Benavides, Tuya, Sasturain, Galeano y el Juceca. Lo lloró Serena y su hermana Carla Moriana, y también lo lloró Nancy Marino, intermitente compañera. Contaba apenas cincuenta y dos.
Sí, lo aplaudieron todos también.
Las últimas milongas que hicieron temblar la tierra las cantó Zitarrosa en Chile. (Las nubes siguen temblando, mandaron decir el Juceca y Galeano ya en el siglo XXI). Fue en Santiago, en Ñuñoa, en el Teatro California, ahí por la vereda norte de la avenida Irarrázabal entre adoquines que el pavimento hizo desaparecer. Dos días continuos entonces y hoy una placa conmemorativa que recuerda que ahora tendremos que esperar la muerte para escuchar las milongas de Zitarrosa otra vez. Con té, mate o tereré, dependiendo el ánimo y el clima, por supuesto.
Era 1 y 2 de noviembre y lo acompañaron Eduardo Toto Méndez, Silvio Ortega, Carlos Morales y Julio Corrales. Notables. A los pocos días el registro se pudo escuchar en algunas radios de Santiago y Valparaíso, a los pocos días el registro encontró un olvido pasajero. Fue Alfonso Carbone, que llegaría a ser el director del sello Warner en Chile, quien dio con el registro y gestionó que los familiares de Zitarrosa aprobaran su edición póstuma. Era el año 2000, ese año que cerraba el fin de sciècle dictatorial latinoamericano y anunciaba el corralito argentino, y se podía escuchar la voz de Zitarrosa una vez más. Un último aplauso póstumo tras Milonga para una niña, El violín de Becho, Canto de nadie, Doña Soledad y Milonga por Beethoven.
¿Y la Chamarrita de los milicos? No, eso fue antes.
Dieciocho años antes, el 30 de junio de 1973, Zitarrosa formó parte del I Festival Internacional de la Canción Popular. En Santiago el festival se realizó en el Estadio Chile, a espaldas de la Alameda entre Bascuñán Guerrero y Unión Latinoamericana. En Valparaíso dicen algunos que frente al Rodoviario en el Fortín Prat. Zitarrosa no llegaría a Valparaíso pero la historia se encargaría de enfrentarlo a una variación de Prat. El 29 de junio de 1973 el Teniente Coronel Roberto Souper, heredero de Robert Souper Howard –militar británico que hizo de Chile su patria tras la Guerra del Pacífico– coordinó desde el Regimiento Blindado N°2 el recorrido que a través de avenida Santa Rosa llevara a los dieciséis vehículos militares a tomar posición de batalla de frente al Palacio de La Moneda, cruzando la Alameda hacia el sur en la Plaza Bulnes. La misma Plaza donde el 46’ Carabineros disparara contra los sindicalistas. Esa vez, sí, se apuntó al sur, en dirección al paseo, al Parque Almagro, no hacia La Moneda.
Poco antes de las 09:00 Roberto Souper ordenó los primeros disparos y a las 09:30 el General Carlos Prats anunció la defensa pública del gobierno constitucional. “La guardia de palacio hace frente”, dijo el Chicho por transmisión radial, “Prats tomó las disposiciones necesarias…, si llega la hora, armas tendrá el pueblo. Pero yo confío en las Fueras Armas leales al gobierno”.
Entre la confusión, el cabo faccioso –palabra de Allende– Héctor Hernán Bustamante Gómez disparó en dirección a La Moneda, y allí mismo, en la intersección de Agustinas y Morandé y a unos pasos del actual edificio de la Comisión Chilena del Cobre, Leonardo Henrichsen filmó su muerte y uno de los últimos cuadros de la democracia en Chile.
Dos días antes, también temprano por la mañana, Juan María Bordaberry anunciaba públicamente la disolución de la Cámara de Senadores y de Representantes, la creación de un nuevo Consejo de Estado y la formalización de un estado de excepción que se extendería hasta 1985, año en que Zitarrosa y ya en Uruguay grabaría por segunda vez los que serían acaso sus mejores famosos: “Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra… Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de sonarte entera y mía… Cómo se toca tu carne de aire, tu oloroso tacto, tu corazón sin hambre, tu silencio en el puente, tu cuerda quinta, tu bordón macho y oscuro, tus parientes cantores, tus tres almas, conversadoras como niñas… Cómo se puede amarte sin dolor, sin apuro, sin testigos, sin manos que te ofendan… Cómo traspasarte mis hombres y mujeres bien queridos, guitarra; mis amores ajenos, mi certeza de amarte como pocos… Cómo entregarte todos esos nombres y esa sangre, sin inundar tu corazón de sombras, de temblores y muerte, de ceniza, de soledad y rabia, de silencio, de lágrimas idiotas…”
Aun en Chile, doce años antes y un día después de las órdenes de Souper y de los disparos de Bustamante Gómez, el público esperaba que Zitarrosa cantara: “Cuando pasa el Presidente / los milicos ya no son gente” (Versos que en 1977 modificaría por “Hay milicos y milicos / de los grandes y de los chicos… Hay milicos con conciencia, / milicos que no piensan / y algunos que yo sé / piensan que el pueblo no los ve”). Pero ese día en el Estadio Chile, y para el regocijo y aplauso espontáneo del público, Zitarrosa insistió quizás transido por las sombras y temblores de Bordaberry en que “hay milicos de los buenos, / como los milicos chilenos”.
Qué fino y perverso sentido del humor tiene la historia.
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