No sin cierta razón, Foucault, rompiendo con las concepciones clásicas del término, afirma que el “poder” no puede ser localizado en institución alguna, ni siquiera en el Estado, por lo que la idea de “toma del poder” -planteada por tantos ideólogos políticos a lo largo de la historia- sería una sinrazón, en la medida que el “poder” es una abstracción que, como el lenguaje, solo se materializa en su ejercicio, transformándose, por lo tanto, en una “relación”, aunque no cualquiera, sino una de dominio de uno sobre otro. Poder sería, pues, como indica Weber, “cada oportunidad o posibilidad existente en una relación social que permite a un individuo cumplir su propia voluntad sobre la del otro”.
Así, al ser resultado de relaciones, el poder está en todas partes, desde la familia hasta los vínculos entre las naciones, desde el trato profesor-alumno, maestro discípulo, hasta el de gendarme-preso, padre-hijo, o general-conscripto. Los sujetos están, en los hechos, atravesados por estas relaciones de poder y no pueden ser considerado independientemente de aquellas, pues ya están internalizadas en su cultura y lengua, siendo, la mayoría de las veces, inconscientes de ellas.
Pero el “poder”, para Foucault, no sólo impone voluntad, deseos o visión de mundo mediante la capacidad de castigo o represión, sino también produce efectos y transforma el entorno, a través de las diversas formas que éste ha ido adquiriendo a lo largo de los siglos.
El poder, en efecto, no solo se constituye como capacidad punitiva, de represión o castigo, sino también genera impacto mediante el ejercicio de la “retribución” o capacidad de premio ejecutada mediante, v.gr. el dinero; o de verdad y conocimiento, practicado a través de la idea de un corpus validado de ciencia o técnica; o de autoridad trascendente, ejercida por sacerdotes o chamanes, que conocen los designios de la divinidad; o autoridad inmanente o legítima que, en democracia, emerge de la cesión contractual jurídico-política del poder del soberano (el pueblo) a sus representantes.
Este conjunto de formas de ejercer poder de unos sobre otros, conforma los diversos modos en los que se han organizado las sociedades a lo largo de la historia, dependiendo de cuál o cuáles de ellos manejan la mayor cuota de influencia sobre el resto de los sujetos que la conforman, aunque siempre aceptando que el poder total será desafiado por poderes emergentes que buscan su propia “gloria”, como definiera Maquiavelo el propósito final de tal poder.
Ejemplos van desde las sociedades denominadas teocráticas, donde la autoridad reside en el rey-dios y sus sacerdotes y militares, los que ocupan la cima de la pirámide; hasta aquellas donde el poder político es fungido por representantes de la ciudadanía, en una entente normada de resolución pacífica de controversias con las demás formas de poder: empresarios, comerciantes, especialistas, técnicos, órganos armados e iglesias, así como por instituciones que han ido dividiendo las facultades de aquel (Ejecutivo, judicial y legislativo) evitando así que se concentre en una sola persona, como en las monarquías absolutas.
corremos el riesgo de que la incipiente insubordinación termine por dirimirse ya no vía la razón y la “autoritas”, sino mediante el poder como “potestas” y “ultima ratio”, aplicado tanto por las elites amenazadas, como por emergentes jacobinos, lo que, por lo demás, ya hemos visto en otras partes del globo.
La sabia Roma, además, separó la idea de “poder” en dos vertientes: “autoritas”, aquella legítima, en la que el que obedece lo hace por convicción y voluntad propia, en la medida que considera que quien lo ejecuta es justo, bueno y sabio (la República); y “potestas”, que se practica sin más “razón” que la fuerza punitiva y la imposición como “ultima ratio” (la dictadura). La colisión entre ambas formas de ejercicio del poder está bien plasmada en la anécdota atribuida a Rodrigo Díaz de Vivar (Cid Campeador) quien, tras cometer la osadía de hacer jurar al rey Alfonso VI que nada tuvo que ver en la muerte de su hermano Sancho II -del que Rodrigo era primer alférez- fue desterrado, por lo que, a su salida de Burgos la gente decía: ¡Que buen vasallo sería, si tuviese buen señor! El Cid tuvo la autoritas suficiente para hacer jurar al rey, pero Alfonso tenía la potestas.
Entonces, bañados, como estamos, de relaciones de poder, todos contamos con alguna cuota de aquel, grande o pequeña, en un momento o circunstancia de nuestras relaciones. El dueño del boliche, cuyo kilo es de 980 gramos; el pordiosero, que nos motiva con el poder de la compasión; el oficial, que representa alguna institución del Estado y que puede corromperse; el padre de 80 kilos, frente a su mujer de 50 o su hijo de 40; el especialista, que “sabe” lo que afirma; el trabajador, que subrepticiamente pone un clavo en la rueda dentada de una máquina, o el sacerdote, que tiene potestad sobre las conductas pertinentes para ingresar al cielo.
Por consiguiente, un “poder” sin normas, entregado simplemente a la lineal capacidad de cada cual para imponer su voluntad al otro, arrastra al conjunto social a la “ley de la selva”, estimulando una constante lucha por ubicarse en el pináculo de la “cadena alimenticia”, avasallando al resto de quienes buscan imponer la suya. De allí las revoluciones, guerras de clanes, nacionales, de clases, religiosas o hasta científicas.
Los cambios culturales que traen aparejados las modificaciones en el conocimiento con el que hemos construido nuestra visión del mundo y el cada vez mayor acceso a él, son caldo de cultivo para transformaciones en la manera en que nos vinculamos socialmente, es decir, para los cambios en el modo en que el poder (como autoritas o potestas) se ha ejercido hasta ese entonces. Las antiguas formas de hacerlo van perdiendo “autoridad” y las personas buscan otras más consistentes con su nueva visión del entorno y mayor conciencia de sus intereses, tendiendo a sustituir el anterior modo de relaciones sociales.
No debiera extrañar, pues, el amplio sentimiento de rebeldía e insatisfacción que estamos viviendo, apuntada especialmente contra el ejercicio de los poderes más obvios y masivos, aunque, en especial, al modo en que se han ejecutado, las malas prácticas develadas y conocidas por todos, merced al enorme acceso a la información digitalizada que da cuenta de la política, los negocios, creencias religiosas y técnicas. Nada de aquello ha escapado a esta nueva transparencia y consiguiente desilusión ciudadana respecto de “autoridades” y “poderes”.
Dadas las pesadas inercias de la cultura y el lenguaje (cambiar de ideas es una tarea personal y social de enorme gasto emocional y de energía) no es previsible que estos cambios culturales sean muy rápidos, pero aun así, sin una reflexión social seria del momento en que vivimos, corremos el riesgo de que la incipiente insubordinación termine por dirimirse ya no vía la razón y la “autoritas”, sino mediante el poder como “potestas” y “ultima ratio”, aplicado tanto por las elites amenazadas, como por emergentes jacobinos, lo que, por lo demás, ya hemos visto en otras partes del globo.
Quiera la Providencia que, considerando que el cambio que nos ha llevado a este escenario proviene sustantivamente de la explosión de información accesible (al punto que llamamos así a la nueva sociedad) sea ese insumo -dispendiado a través de la infinita red mundial de vínculos y nodos digitales- el que, más allá de la perplejidad por la “infoxicación” inicial -que nos confunde con datos contradictorios de fuentes igualmente “autorizadas”- alcancemos a concordar la difícil tarea de la madurez emocional, intelectual y espiritual, con los ritmos del impulso y/o aceptación de los cambios inevitables, sorteando la eventual expresión del “poder” como puro pulso animal de sobrevivencia, con el consiguiente y fatal ataque de furia general.
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