Bachelet: del épico discurso de El Bosque a la Fiscalía pisándole los talones
por EDISON ORTIZ 20 febrero, 2017
Recientemente se hizo pública la declaración de Alicia Galdames Jeria, prima de la Presidenta Michelle Bachelet, en el contexto de la investigación sobre aportes ilegales a su campaña por parte de SQM. A casi un año del término del mandato presidencial, se evidencia, como lo anticipamos en una columna en septiembre, que continúa estrechándose el círculo judicial sobre el entorno de la Mandataria. Este proceso tiene al ex jefe de campaña y ex ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, como imputado, mientras aparentemente los fiscales han documentado que varios miembros de su equipo recibieron aportes de la minera de Ponce Lerou, gestionados por Jorge Rosenblut y administrados a través de la sociedad creada para el efecto por Giorgio Martelli, al parecer sin otro fin que canalizar el financiamiento ilegal de campaña de varios de los principales grupos empresariales del país.
Pero esto es parte de un cuadro más amplio, en el que se mezclan vínculos impropios con el poder económico con un amateurismo político atávico, cuyos últimos chascarros han tenido como protagonistas al ministro de Economía, recibiendo (muy sonriente y sumiso) una muñeca inflable en Asexma “para estimular la economía”; la nominación, sin mérito jurídico de la ex ministra Javiera Blanco, para el Consejo de Defensa del Estado (CDE); las declaraciones de la vocera Narváez en relación con que el Gobierno no comentaría el nombramiento, para luego abordarlo en sucesivas intervenciones, dado que no se previó el efecto búmeran de tal designación y que se prolonga hasta hoy con la carta pública de molestia que los abogados del CDE le enviaron a la Jefa de Estado.
Agreguemos la insólita explicación del subsecretario Aleuy para justificar el atraso en el envío al Parlamento del proyecto sobre migración: “Tuvimos un incendio muy importante… entonces hemos estado abocados a eso”, como si el Ministerio del Interior solo pudiera realizar una tarea a la vez.
Recientemente conocimos, además, la asombrosa respuesta del ministro de Transportes Gómez-Lobo –“la gente prefiere Uber”– al taxista que lo increpó por los vehículos de transporte ilegales no regulados vinculados a la plataforma transnacional y que circulan por la capital sin pagar impuestos ni cumplir con la normativa de seguridad.
Lo anterior da cuenta del estado de este Gobierno y de lo que los chilenos tendrán que sobrellevar hasta que concluya su mandato.
Sin embargo, estas son nimiedades en materia del legado que dejará esta administración si se comparan con el destape del masivo financiamiento ilegal de campañas y el consiguiente condicionamiento estructural del sistema político por el poder económico, incluyendo a la izquierda gobernante, lo que pesará durante mucho tiempo sobre el conjunto de la izquierda chilena.
De la defensa de los trabajadores a la representación empresarial
Hace mucho tiempo un ex dirigente del PS me relató que uno de los episodios más emotivos que le correspondió vivir fue cuando, al ingresar a una sala de reuniones de un hotel en los albores de la transición, en medio de muchas dificultades, trabajadores del recinto le manifestaron espontáneamente, al reconocerlo, “¡qué bueno que están ustedes aquí reunidos para defendernos!”. Muchos reconocían en los dirigentes de la izquierda a personas que, con una cuota importante de sacrificio personal, que en la dictadura para muchos había sido enorme, buscaban representar y defender a la mayoría social que sufría las consecuencias del capitalismo brutal nacido del golpe.
Hoy ya nadie le diría lo mismo a algún mandamás del PS o del PPD, sino que estos arriesgarían más bien algún repudio.
En efecto, el daño más corrosivo que ha sufrido una parte de la izquierda es la desconfianza generalizada sobre aquellos que, en teoría, estaban para defender a los que viven de su trabajo y a los discriminados de la sociedad actual y sobre los que, luego de una prolongada permanencia en el Gobierno, pende ahora la sospecha –en algunos casos abundantemente fundada– de haberse sometido a los dictámenes del gran empresariado antes que persistir en la defensa de las mayorías trabajadoras. O al menos de haberse coludido con ese mundo, y acomodado al poder empresarial que, con apenas contrapesos, se ejerce cotidianamente en Chile en detrimento de la ciudadanía, para obtener una parte del enorme financiamiento de campañas que el empresariado destinó para preservar sus intereses, aunque, en justicia, fue a parar sobre todo a la derecha.
Lo anterior se mezcla con el otro gran factor de irritación con la izquierda gobernante: la administración por más de alguno de sus representantes de granjerías estatales en su propio beneficio antes que dedicarse a consagrar derechos, al margen de clientelismos y privilegios. Esta postura es la que suele exigirse a la izquierda, pues es declarada su razón de ser.
La desconexión de la izquierda gobernante con sus, a estas alturas, teóricos representados, la grafica la dificultad que experimenta el PPD en la reafiliación de sus miembros registrados. Dicho partido, consagró una imagen de prácticas de clientelismo agravadas por la carencia de una raigambre histórica que pudiera anclar su trayectoria más allá de conductas reprobables de individuos.
A esto se suma el abandono, por el PS, de todo proyecto de transformación y su institucionalización como mero canal de movilidad social para sus miembros, con excepción de honrosas minorías militantes que reivindican sus luchas históricas, todo lo cual tendrá profundas repercusiones en el presente y el futuro de la izquierda chilena.
El modelo…
Una parte de lo descrito se reforzó cuando Michelle Bachelet, debido a su desconfianza hacia los partidos, empezando por el propio, decidió reemplazar el modesto modelo implementado inicialmente por la directiva del PS, para promover su primera candidatura –con el inolvidable colaborador Pancho Mouat como chofer, un vehículo prestado por otro militante, una oficina cedida por un tercer militante, y un austero aporte de campaña canalizado institucionalmente, junto al masivo entusiasmo colectivo y voluntario por un nuevo proyecto de cambio encabezado por ella, sobre la base de una promesa de realizar una polìtica distinta y participativa–, por el sistema de Jorge Rosenblut: proponerse reunir, al margen de la ley –según se ha conocido por la prensa– la friolera de US$ 10 millones.
Este es un hecho, hasta donde se sabe, inédito en una campaña presidencial de centroizquierda. Además del aporte ilegal, las contribuciones legales a la campaña de Michelle Bachelet superaron por primera vez, en 2013, con creces la que recibió la candidatura de la derecha (Evelyn Matthei), lo que no había ocurrido nunca desde 1989.
Aunque no se debe olvidar la develada colusión de mercado del grupo Matte (casos papel y pañales) y de otros de la especie, lo más relevante para el futuro de la política chilena es que la prensa y la Fiscalía han ido evidenciando, de manera lenta pero imparable, los nexos del sistema político, incluyendo un sector de la izquierda, con el mundo empresarial.
El ícono UDI ha sido el grupo Penta, que de manera desenfadada –a través, entre otros, de Jovino Novoa– distribuía dineros ilegales de campaña y pagaba sobresueldos a un gremialista subsecretario de Minería de Piñera, el señor Wagner, a cambio de favores. El ícono general ha sido Ponce Lerou y SQM, empresa que destinó en directorio –lo que le valió una sustancial multa en Estados Unidos, donde cotiza en bolsa, por corrupción de agentes públicos– más de una decena de millones de dólares para financiar a buena parte del espectro político y mantener favores regulatorios indebidos, luego de haber dictado, bajo el Gobierno de Piñera y a través de Longueira, los artículos de la Ley de Royalty minero, que le permtieron beneficiarse de ventajas tributarias impropias. Muy influyente, por ejemplo, en la legislación pesquera, ha sido también el grupo Angelini, dados sus conocidos nexos históricos con personeros de derecha, la DC y parte del resto del espectro político.
Luksic (ícono de la transición) se termina comprando a la izquierda
Pero el interventor empresarial políticamente más relevante ha sido Andrónico Luksic, cuya habilidad le permitió colocar en el actual Gobierno más ministros que pasaron por sus empresas que varios de los partidos de la Nueva Mayoría. Sin hablar del acto tosco y desenfadado de recibir personalmente al hijo y nuera de la Presidenta Bachelet a días de que esta asumiera su segundo mandato, y conceder un préstamo de su banco para un negocio inmobiliario basado en influir en la calificación del uso legal de un terreno que no habría pasado ninguna elemental evaluación de riesgo de su propio banco. Seguramente, cuando, en el futuro, los historiadores ya más desapasionadamente reescriban la transición, seguramente emplearán a Luksic como su ícono.
La idea de que todo vale para enriquecerse rapidamente había llegado al entorno familiar presidencial, provocándole a Michelle Bachelet –quien inicialmente intentó refugiarse en el argumento de que se trataba de un negocio cualquiera entre privados– un incalculable daño de imagen. Y, a través de ella, al mundo político al que pertenece.
A ese mundo pertenecen varios que fueron antes revolucionarios, pero que decidieron acomodarse a posiciones burocráticas o empresariales y renunciar a regular y fiscalizar el poder económico en beneficio de las mayorías. Y muchos que permanecen fieles a sus convicciones ya no tienen ahora cómo explicar las conductas mencionadas y las puertas giratorias entre militancia, Gobierno y cargos en empresas.
No tiene nada de intrínsecamente perverso, en una economía mixta, permitir un rol relevante en determinadas áreas, en tanto respete regulaciones económicas, sociales, ambientales y territoriales, al gran empresariado y, desde luego, al pequeño. Tal como lo describí en mi libro El socialismo chileno, algunas de las grandes lecciones y aprendizajes del proceso de renovación del PS, debido a su carácter autonómico e independentista, a diferencia del PC chileno, fueron el rescate del socialismo democrático y, junto con ello, la valoración de la democracia como un fin en sí mismo, el entendimiento con el centro para la construcción de mayorías para el cambio político, y la aceptación de un papel para el mercado, aunque no único, en la asignación de recursos y, junto con esto, el entendimiento sobre la base de reglas democráticas soberanas con el sector empresarial, al cual el PS, en el pasado, había llegado a demonizar.
Pero de allí a entregarse en cuerpo y alma al gran empresariado, como terminó ocurriendo con la mayoría del socialismo chileno y el resto de los partidos de la Concertación, hay un océano de diferencia.
Reconocer un rol para el empresariado en la sociedad moderna es muy distinto a la compra y el estipendio de líderes políticos. Un amigo me lo dijo menos académicamente: “Una cosa es el necesario diálogo democrático y otra muy distinta terminar vendiéndose por plata”.
Michelle Bachelet es en sí misma la expresión de parte de los dilemas y conflictos del siglo XX: feminista, marxista, miembro de la familia militar, socialista. Pero no logró hacer la síntesis para proyectar estas influencias hacia un proyecto colectivo realista pero no por ello menos orientado a la emnacipación y la igualdad, en un contexto de responsabilidad con las nuevas generaciones. Su conducta terminó en un híbrido sin consistencia ni proyección posible.
La vieja obsesión de Bachelet de no ser manipulada por los políticos tradicionales –además usualmente varones– y una desconfianza profunda en las capacidades colectivas, la llevó a adoptar un modelo político personalista que terminó aislándola, privilegiando la lealtad mal entendida antes que la selección de equipos competentes, consagrando una irremediable incapacidad de conducir una coalición de Gobierno capaz de realizar, con la profundidad necesaria, las reformas tributaria, educacional, constitucional, laboral y de salud que comprometió ante los ciudadanos en 2013.
Acosada por el desprestigio del sistema político por los casos de corrupción, optó, al cabo de un año de Gobierno, por la búsqueda de estabilidad, que no es otra cosa que la complacencia y el compromiso con el poder económico en detrimento de la mayoría, que debe seguir pagando sobreprecios por muchos productos y servicios básicos, que paga proporcionalmente más impuestos que los más ricos sin poder acceder a buenos servicios públicos de educación, salud o transportes, que debe someterse a la voluntad del empleador para acceder o mantener el trabajo, que recibe bajos sueldos y no puede organizarse eficazmente para luchar por aumentarlos, que vive en medio de la ausencia de igualdad de oportunidades y de acceso a derechos básicos.
La izquierda con Lagos y Bachelet tuvo que amoldarse, en definitiva, al modelo del líder que se impone sobre la institucionalidad de los partidos, aquella que, sobre la base del dolor y la sangre, se había reconstruido precariamente a lo largo de la resistencia a Pinochet y logrado pararse relativamente bien hacia 1990. La transición terminó por instalar en la izquierda una mala versión del modelo caudillista, en el que las disputas personales de poder prevalecieron sobre los intereses colectivos y cualquier variante de proyecto de cambio.
Terminó prevaleciendo para ella y sus entornos el amor por el poder en su versión de mera administración del mismo, remiténdose al control y repartición de cargos, como acaba de ratificárnoslo con la nominación de Javiera Blanco.
¿Quién defenderá su proyecto, si es que existe al cabo de dos gobiernos? Tal vez todo termine remitiéndose al machismo que no la dejó gobernar.
¿Hay futuro para la izquierda?
La izquierda con Lagos y Bachelet tuvo que amoldarse, en definitiva, al modelo del líder que se impone sobre la institucionalidad de los partidos, aquella que, sobre la base del dolor y la sangre, se había reconstruido precariamente a lo largo de la resistencia a Pinochet y logrado pararse relativamente bien hacia 1990. La transición terminó por instalar en la izquierda una mala versión del modelo caudillista, en el que las disputas personales de poder prevalecieron sobre los intereses colectivos y cualquier variante de proyecto de cambio.
El presentismo alrededor del líder del momento, y la ausencia de visión de estos en materia de construcción institucional, hizo que la tradición caudillista se hiciera presente. Esta viene de muy atrás, incluso de la propia tradición española, y tuvo momentos resonantes en la historia del siglo XX con personajes como “el paco Ibáñez”.
Pero la tradición institucional de Chile, incluso en parte en la propia izquierda chilena, mantuvo contrapesos frente al personalismo político. La regresión fundamental la introdujo Pinochet, cuyo modelo de dictadura siempre fue la de Franco (“solo respondo ante dios y la historia”), con consecuencias incalculables en el imaginario del ejercicio del poder en nuestra sociedad.
La transición en la izquierda, y el marcado sesgo hacia los resultados prácticos e inmediatos de poder (ministros, parlamentarios, alcaldes), con el consiguiente desdén por la reproducción del vínculo con la sociedad sobre la base de un proyecto transformador de largo plazo en nombre del realismo del día a día, introdujo un rol distorsionador de los líderes como productores de resultados electorales, respecto de los cuales los partidos debían subordinarse, si es que no desaparecer de la escena política.
Sin embargo, los partidos de izquierda –siempre inacabados, con defectos y contradicciones, en tanto representan a sectores subordinados y sin poder de la sociedad que luchan por autoinstituirse– proveen bienes insustituibles: proyectos colectivos históricos, raigambre social, cultural y territorial, dimensión de largo plazo más allá de intereses particulares, energías militantes, todo lo cual puede ser potenciado por sus líderes, al modo en que lo hizo Allende en el siglo XX. Los líderes personalistas y sus redes, en cambio, nunca pueden sustituir estos recursos políticos. La actual situación de la candidatura de Ricardo Lagos es un ejemplo gráfico de esta afirmación.
Todo esto tiene hoy sumida a la izquierda en la confusión y la fragmentación, lo que en todo caso no es nuevo en su historia, ni le ha impedido renacer una y otra vez, en tanto persistan sus bases sociológicas de existencia: las desigualdades injustas, las dominaciones minoritarias, las exclusiones, las discriminaciones arbitrarias de segmentos extendidos de la sociedad.
Será difícil, al menos en el corto plazo, recomponer a la izquierda chilena luego de que la señora Juanita y que Moya se han enterado de que sus líderes tenían bastante de barro en los pies, que no construyeron soportes políticos institucionales y despersonalizados, que prefirieron no invertir su tiempo y energía en proyectos colectivos que los validaran, pero que también los trascendieran (“otros superarán este momento…”), que dejaron hacer a aquellos que, en vez de defenderlos en realidad, eran de otro lado o terminaron pasándose al bando rival, el de las oligarquías privilegiadas de siempre.
Ese proceso de relegitimación de un proyecto de cambio y transformación social, luego de Lagos y Bachelet, costará años de esfuerzos ante y con la sociedad, y tendrá como requisito nuevas conductas y nuevos estilos de liderazgo y la condición de evitar los mismos vicios –caudillismos, resolución no democrática de opciones políticas, oligarquización de las organizaciones– que hoy se critican con justeza.
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