Hace ya varias semanas que en Chile se vive una rebelión en las calles que, al momento de escribir estas líneas, lentamente ha tomado un cauce de menor violencia, aparentemente como reacción gatillada por los anuncios del sector político.
Hay variadas explicaciones para entender y explicar este proceso. Sin embargo, quiero abordar lo sucedido desde una perspectiva diferente, en particular, desde el punto de vista de los gobiernos corporativos.
Según Robert Merton una rebelión es semejante al resentimiento, pero con diferentes motores gatillantes: en primer lugar, se presentan sentimientos difusos de odio, envidia y hostilidad; segundo, se vive en un estado de impotencia para exteriorizar esos sentimientos en contra de la persona o estrato social que los suscita; finalmente, la sensación permanente de hostilidad mantiene al individuo en un constante estado de provocación. En este caldo de cultivo existencial, la rebelión comienza a organizarse socialmente como una forma de descontento ante la percepción de la falta de funcionamiento de las instituciones, donde estas los atropella y abusa. Cuando esto ocurre, agrega Merton, “está montada la escena para la rebelión como reacción adaptativa”.
Para que exista una rebelión debe romperse un mito que comparte la comunidad o la sociedad entera. En esta dinámica, los rebeldes querrán romper el mito e instalar uno nuevo, en cambio, habrá otros, los conservadores, que defenderán el mito como algo verdadero, en este contexto, es posible escucharlos decir: “Son unos malagradecidos” o, bien, “son envidiosos”, también, “esa horda está llena de flojos y perdedores”. Ahora, es cierto que las actuaciones más violentas estuvieron en manos del “lumpenproletariat”, pero la mayoría de la gente pertenece a aquellos que creyeron en el mito, aquellos que contemplaron cómo las instituciones se hicieron cargo de destruir ese imaginario compartido, lo que desde lo invisible fue dando forma a la inequidad y el abandono.
Esto último ocurre básicamente por lo que dice Nietzsche en su Genealogía de la moral, cuando se refiere a los “veraces”: los reales, los verdaderos, y en su metamorfosis: los nobles, los aristócratas. Aquí se instala la religión de la maximización del valor llevada a cabo por el “animal tasador en sí”, donde “toda cosa tiene un precio; todo puede ser pagado”. Todo aquello que no estuviera en su círculo era de procedencia fallida y, como dice este filósofo alemán, “se caracterizaba al hombre vulgar en cuanto hombre de piel oscura, y sobre todo en cuanto hombre de cabellos negros”.
De esto se ha escrito mucho desde la tesis de Ricardo Lagos, Ffrench-Davis y El experimento monetarista en Chile, también el importante trabajo de Tomás Undurraga, Rearticulación de grupos económicos y renovación ideológica del empresariado en Chile 1980-2010, entre otros que se refieren a las olas de fusiones y adquisiciones tendientes a eliminar la libre competencia desde los años 80 hasta nuestros días. Esta evidencia muestra un factor común, cual es crear un país a su imagen y semejanza, amparado por un sistema político que en su conjunto permitieron que Alan García dijera que Chile era una “Republiqueta”, pese a haber sido nombrado Hijo ilustre por la Municipalidad de Santiago.
¡En fin…! El mito terminó por romperse en octubre de este año.
En este sentido, Rawls, un teórico de la justicia, señaló que la paz social está fundada en el diseño de grandes instituciones, a saber: la Constitución política y las principales disposiciones económicas y sociales. Señala que en virtud de su establecimiento es posible asegurar jurídicamente la libertad de pensamiento y de conciencia, la libre competencia de mercado, las garantías de la propiedad privada y la familia. El resultado de esto es que la producción social se reparte equitativamente con la conciencia de que, si dicha producción fuera individual, el resultado sería menor. No obstante, la naturaleza del hombre siempre preferirá más a menos, como también, que en su subjetividad del propio sentido de justicia hará que la paz social esté en peligro si nos enfrentamos al “animal tasador en sí”.
La idea de Rawls se ensambla bien con Hayek. El austriaco piensa que el mejor sistema de relaciones económicas es aquel que asegura la libre competencia, aunque reconoce que para asegurarla se requiere de un agente coercitivo, porque el laissez-faire no funciona del todo bien por sí mismo. Según él, la libre competencia coordina las fuerzas productivas de manera eficiente y diseña una sociedad bien organizada donde todos se benefician de la propiedad (comparar con Rawls), aunque adolezcan de ella. Sin embargo, señala que si el sistema legal no salvaguarda -en justicia- la propiedad privada, también estará a la deriva el sistema de precios y el diseño de los contratos en la economía.
El resultado de esto es como lo decía Jean-Jacques Rousseau: “Hago un convenio contigo, totalmente en perjuicio tuyo y totalmente en beneficio mío, que observaré mientras me parezca y que observarás mientras me parezca”. Está claro que en esta declaración los imperativos categóricos kantianos son menos que una proposición problemática. Esto lleva a recordar un comentario de un abogado, quien en cierta ocasión dijo que lo que valía en un contrato, no era lo que decía, sino más bien lo que no decía.
La conclusión que desprendo de todo esto es que, al iniciarse la rebelión en las calles, se rompió el mito que unía a toda la sociedad, bien o mal. Esto rompe el contrato social y lleva a que todos los contratos deban romperse. Todas las relaciones que involucren algún tipo de transacción de producción serán redefinidas y los flujos de caja generados por esos antiguos contratos desaparecerán en un corto período. Tal vez es eso lo que incomoda a los conservadores del mito.
¿Y los gobiernos corporativos qué paisaje pintan?
Pues bien, los gobiernos corporativos son un mecanismo normativo instalado en las empresas para mitigar los conflictos de interés y promover el juego justo, tanto con la comunidad como por cada uno de sus miembros al interior de la empresa. En nuestra realidad, el mito del juego justo se rompió y, por la evidencia, los gobiernos corporativos se vieron impedidos de actuar en favor del bien común, ya sea con los ciudadanos como también con el Estado de Chile.
Ahora bien, esto no es nuevo si recordamos lo señalado por la investigadora María Olivia Mönckeberg cuando se refiere a este punto en su libro El saqueo de los grupos económicos al Estado chileno. Pero, aún es más viejo este comportamiento gremial, solo basta leer a Adam Smith en su libro La riqueza de las naciones, cuando señala cómo los gremios junto al rey buscaban beneficiarse a expensas de la pobreza de los poblados. En estricto rigor, Smith dice que, en nombre de los grandes ideales del pueblo, empobrecieron a toda Europa. Agréguese a lo dicho por Henry Mintzberg, que relata extensamente los riesgos de la sociedad ante las grandes corporaciones.
Mientras la rebelión continúa en las calles, los gobiernos corporativos deberán hacer un gran esfuerzo en reformular prácticas pro libre competencia. Es posible que el nuevo pacto lleve a que la propiedad deba dividirse para eliminar los conflictos de intereses a favor del juego justo, de este modo el sistema de precios y el bien común saldrán fortalecidos. En su conjunto, los gobiernos corporativos deben cooperar con la instalación de un nuevo mito, no solo en el mercado, sino más bien en todos los grupos de interés. Este mito será capaz de convertirse en el pan de cada día y beneficiará a todos, mande quien mande.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario