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jueves, 17 de septiembre de 2020

Trilogía de la Cuarta Dimensión - La casa vecina y Retrato de un náufrago

Cifras
 

En Física relativista hay cuatro dimensiones. En Teoría de las Cuerdas, nueve. Daniel Pizarro nos ofrece una Trilogía de la Cuarta Dimensión, en cinco partes, lo que hace sospechar de un entrelazamiento cuántico... Dicho lo cual, la cuestión se hace lancinante: la casa... ¿había sido un centro de torturas o no?

tortura

Photo by Jez Timms on Unsplash


Trilogía de la Cuarta Dimensión


La casa vecina


Escribe Daniel Pizarro


Yo diría que los centros de detención y tortura ya son un subgénero con credenciales en la ficción local, el cine, el teatro y la literatura. Un subgénero del pasado, diría además, como callampas ponzoñosas que intentamos arrancar de cuajo para desligarlas del presente. Como nota al margen —o quizás no— me perturba constatar que el lenguaje mejor representado por la ficción nacional es el de los torturadores, mientras que los diálogos entre iguales suenan forzados, faltos de espontaneidad, irreales. No así el lenguaje virulento que acusa, que apremia, que obtiene una confesión aplicando la brutalidad; el lenguaje de una situación en la cual se abusa del poder. Y digo que me asombra la extensión de su uso como si bajo cualquier relación social operase una sala de tormentos.

Soy relativamente nuevo en este barrio y poco a poco me fueron alcanzando los efluvios de un rumor. El rumor de que la casa vecina fue un centro de detención y tortura. Es la casa más grande de la cuadra, dos pisos y un terreno que es el doble de los adyacentes. En tiempos de la dictadura fue un casino gastronómico para funcionarios del Ejército. Antes de aquello no sé lo que habrá sido; ignoro si ya era un recinto militar o una residencia cualquiera, pero me inclino más por lo segundo pues los uniformados no construyen casinos (ni centros de tortura) entre viviendas comunes y corrientes, sino que edifican regimientos, cuarteles, bases, construcciones para la guerra y sus necesidades.

Por lo tanto, no sé si la expropiaron o la compraron para convertirla en casino o comedor de funcionarios, y tampoco sé por qué vías pasó a manos de los vecinos actuales, un matrimonio cordial, de buen trato, al que aún le queda una hija soltera en casa. No sé si el propietario es jubilado del Ejército y adquirió la vivienda usando sus contactos en una operación no muy transparente. No podría preguntárselo, y no me ha alcanzado ningún rumor sobre el punto. Son buena gente, ya se dijo. Saludan en la calle y cuando algunos fines de semana parten a otra casa que tienen en el litoral y acaso también compraron al Ejército, nos piden avisarles si suena la alarma o notamos algo raro y hasta nos dejan una copia de sus llaves por si acaso, lo que demuestra su confianza en nosotros. Antes de subir al auto se despiden desde la vereda tomados de la mano. Estatura media, entrados en carnes, él canas, ella tinturas, él camisa a rayas dentro del pantalón, ella un vestido suelto. No tengo más que decir.

Adoran a su hija soltera, como la inmensa mayoría de los padres. Y quizás teman que ya se acerque su hora de emigrar, porque merodea la casa un joven rubio en uniforme del Ejército que pasa a buscarla y dejarla en auto, y por eso desean retenerla con toda clase de halagos y regalos. Especulo. Lo digo por los cumpleaños de la hija, que se celebran de manera apoteósica como si todo el vecindario ardiera en deseos de adorar a esa mujer que pronto se despedirá para irse con un alférez de primer o segundo grado. Es un evento con animador contratado, parlantes de noventa centímetros de altura en la terraza y un conjunto de mariachis.

*

Acaso porque estamos en el tema, me recuerdo de una noche de hace cuarenta años o más, Pascua de Resurrección en dictadura, cuando el vecino de atrás, un milico de cierto rango, se desmadró con una fiesta de bullicio infernal. Mis padres habían salido y los retumbos de la música me hacían rebotar en el colchón como un dibujo animado al ritmo de canciones como, me acuerdo bien, Palo, palo, palo, palo bonito, palo eh… El galeón español llegó, dejando una estela en el mar… y otras cumbias machaconas, y como era imposible dormir me fui a ver televisión a otra pieza. Pasaban esas películas morosas, insufribles, sobre la Pasión de Cristo, que tragué a duras penas, y cuando acabó la transmisión la música seguía tal cual.

Cuando volvió mi padre y vio lo que acontecía, partió indignado a la casa de atrás. Iba con un amigo que intentaba tranquilizarlo. Noche y día custodiaba esa casa un paco encerrado en una garita. Dentro de todo el paco era razonable y también quiso calmarlo, notando lo alterado que venía. Pero yo creo que mi padre quería un poco de justicia esa noche, nada más, así que tocó el timbre y le tiró una bravuconada al dueño de casa, que con toda seguridad se creía dueño de la noche y también del país, y salvador de la patria, sin duda. Desde la cama oí un disparo que me paralizó. Su eco congeló toda la noche. Pero después de un rato oímos la llave en la cerradura y supimos que el vecino de atrás se había asomado completamente ebrio a la calle y sin oír razones pegó un tiro al aire con su pistola. Entonces intervino el amigo de mi padre, que en esas circunstancias era un hombre conciliador, presentándose como funcionario de un organismo internacional, y hasta se ofreció a acercar el auto para enseñarle la placa patente que comenzaba con esas letras salvadoras, OI, lo que tal vez fuese sinónimo de respetabilidad para este milico. No fue necesario; el asunto terminó ahí. Pero las cumbias prosiguieron hasta el amanecer.

*

Digo que estos cumpleaños incluyen escándalo, que hasta podrían dispararse salvas y fuegos artificiales en honor a la hija y que la fiesta decanta muy tarde en la terraza, donde sólo quedan los más jóvenes, sus amigos y el novio, y que este último año, luego del alzamiento popular, volvió a sonar en las protestas y hasta en las radios El derecho de vivir en paz de Víctor Jara, y yo, que no podía dormir, me encontraba en el patio cuando oí del otro lado de la pared una voz que decía Oye, cantemos canciones comunistas. Sonó como decir Cantemos canciones de marcianos o Juguemos un rato a ser travestis, que es tan divertido.

Un día me alcanzó otra pieza del rumor: la casa vecina contaba con sótano, esa sala soterrada que también alimenta los tópicos de la ficción local, diría yo, lugar donde se regodea a sus anchas aquel lenguaje inquisidor que ya se dijo, y que nunca es diálogo. No cualquier vivienda cuenta con sótano, y un sótano se construye y se utiliza con propósitos muy definidos en la vida y en el arte.

Hice entonces el ejercicio de buscar en Google, donde se supone que uno encuentra de lo humano y lo divino, las direcciones de los centros de detención y tortura hasta aquí identificados del período dictatorial. Entre mis recuerdos personales estaba el campo de prisioneros de Ritoque, al norte de Valparaíso, por donde pasábamos hacia la playa cuando niños. De ese lugar que había sido colonia veraniega en tiempos de la Unidad Popular tengo presentes sus barracas de madera oscura sobre pilotes que vistas de frente parecían una letra “A”, sus empalizadas con alambre de púa y sus atalayas. Lo recuerdo como un sitio fantasmal, con el testimonio de sus construcciones desoladas al borde del cerro todavía en pie después de su cierre, quizás para prolongar su función aleccionadora. Con los años fueron desmontadas, pero los pilotes que sobresalían del terreno y unos cimientos rojizos asaltados por la hierba siguieron murmurando a lo largo del tiempo, y uno enmudecía al pasar por ahí. Finalizada la dictadura instalaron un monolito recordatorio del campo de concentración, que fue como se resolvieron los hechos en el país. Con monolitos, digo.

En el sitio de internet Memoria Viva encontré 1.168 lugares entre recintos militares, policiales, estadios, casas y edificios acondicionados para practicar el horror que según algunos otros se tenían y se tienen muy merecido, visto que los cómplices de atrocidades todavía son electos para ejercer cargos públicos o de representación popular. Ninguno correspondía a la casa vecina. Algunas direcciones no estaban lejos de aquí, pero es un hecho que las viviendas no se contagian por proximidad. ¿O sí?

Por esos mismos días me crucé en la calle con las vecinas de la casa que está del otro lado de la vivienda con sótano. Una madre de pelo blanco y sus dos hijas más o menos de mi edad que acaso alguna vez partieron a hacer sus vidas luego de un festival pirotécnico en sus nombres, pero tras divorciarse regresaron para cuidar de su madre o porque a ninguna de las dos les alcanzó el dinero para pagar los alquileres abusivos de nuestra ciudad ratona.

Esa tarde como nunca la señora menuda y gibada quería conversar, pues la mayoría del tiempo me la cruzo con su carrito de feria repartiendo periódicos y un folletín evangélico, y ni siquiera me saluda. Pero esa vez hablamos de la casa vecina, del sótano, de su pasado ominoso. Una de las hijas recordaba haber visto frecuentemente a hombres jóvenes entrando y saliendo de allí acompañados de mujeres jóvenes, personas que no eran moradores sino que iban y venían en un trajín equívoco o sin sentido para quien desconociera su destino. Madre e hijas daban por hecho que en aquella casa se había torturado, dentro del sótano, pero no contaban con más evidencia que ese trajín anómalo y sórdido en que vivió durante años.

La mujer vieja también me habló de su propia casa, pues esa tarde no había cómo callarla y hasta sus hijas le pedían que me dejara en paz, sin saber cuánto me interesaba conocer los estratos del vecindario, sus capas superpuestas, unas activas, otras dormidas, un afán que ya debe ser un vicio inconducente de mi parte. Me dijo que hasta el Golpe de Estado se la arrendaba un profesor socialista, que huyó ese mismo día y que al siguiente apareció un camión del Ejército, eso le contaron otros vecinos. Los soldados revolvieron la casa a patadas, destrozando con sus bayonetas y a culatazos de fusil cuanto podía romperse con esa saña que ha perdurado en el lenguaje. Quedó convertida en un desastre y a mí me pareció que su dueña lamentaba más el estado de la casa que la suerte del profesor, a quien habían perseguido y hecho desaparecer hasta el día de hoy. Pero también estaba acostumbrado a esas conversaciones donde el ayer circula encapsulado en anticuerpos que nos mantienen inmunes a él. Así que tampoco me extrañó seguir encontrando a la anciana con su carrito de feria, sus periódicos y revistas evangélicas y no recibir de vuelta su saludo como si nuestro diálogo se hubiera evaporado en la nada.

*

Hasta que una noche se activó la alarma en la casa de al lado. Y no dejaba de sonar, y su ruido era más insoportable que los mariachis y el animador de eventos y las ideas sobre canciones comunistas. Tuve que telefonear a los vecinos, que habían partido a su casa del litoral por el fin de semana. Hablando con el marido podía oír detrás la voz de su mujer, quien al parecer le iba dictando cada palabra. La empresa de seguridad no los había llamado. Se disculpaban protestando contra esa empresa, y lo único que a mí me importaba era acallar el aullido enloquecedor que ya habría puesto en alerta a toda la manzana. No les quedó más opción que compartirme la combinación de la alarma, que anoté en un pedazo de papel porque mi memoria con los números no es de mucho fiar.

Abrí la reja, abrí la puerta de entrada, y encendiendo luces una tras otra me dirigí al tablero instalado al comienzo del pasillo. Cuando presioné el último botón se hizo el silencio y sentí el vacío que me invadía por dentro. El pasillo se alargaba hacia el fondo distribuyendo puertas a uno y otro lado. En vez de terminar en un muro o una puerta de salida, desembocaba en una escalera que conducía al sótano. Me había imaginado un acceso muy diferente, más discreto, no esa boca obscena a la vista de cualquier visita. Llamé de nuevo a los vecinos para avisarles que había desconectado la alarma. Volvieron a disculparse y me pidieron no volver a encenderla esa noche, lo que ya había decidido por mi cuenta. Y luego llamé a mi mujer para decirle que tardaría un poco en volver porque debía reconfigurar la alarma. ¿Qué es eso?, me preguntó. Después te explico, dije y corté.

Bajé por los peldaños de cemento embaldosado y sin necesidad de emplear una llave abrí la puerta del sótano alumbrando al interior con la linterna del teléfono. El interruptor de luz estaba a mano derecha. Se encendieron dos tubos de neón. Abarqué de una mirada una sala muy amplia, quizás un tercio de la planta superior, cuyo destino no parecía ser otro que una bodega. Había sillones viejos, un comedor redondo con todas sus sillas, alfombras enrolladas, materiales sobrantes de alguna refacción, rumas de parquets, estanterías, libreros, archivadores, objetos y más objetos. Algún complejo no superado impedía a esta familia desprenderse de lo inservible. La sala parecía un depósito del pasado y la nostalgia; así y todo, había espacio de sobra para seguir arrumbando objetos en desuso y cachureos. Quizás en otras épocas los cumpleaños se celebraron aquí, sin perturbar a los vecinos.

Me había obstinado en buscar un indicio, una huella que permitiera confirmar los rumores del vecindario sin preguntarme qué haría en caso de descubrir alguna evidencia. ¿Denunciarla ante organismos de derechos humanos? ¿Solicitaría abrir una causa? ¿Y cómo podría convivir con esos vecinos que se mudaron allí a sabiendas de la historia que escondía? Hurgué por todos los rincones sin constatar más que evidencia de su estrato superficial: el afán, después de todo comprensible, por conservar recuerdos familiares. Decenas de álbumes fotográficos donde aparecían tres niñas y unos padres jóvenes, casi irreconocibles, en diversas circunstancias, muchas veces en el jardín de esta casa festejando un cumpleaños infantil y otras tantas en una terraza con vista al mar, quizás esa propiedad a donde partían los fines de semana. Se percibía una continuidad pasmosa en la vida de esta familia, algo ritual, inmutable y sólido que me pareció ser la base de su felicidad y contento, y cuyo reverso desgarrador debían ser las partidas de las hijas para emprender sus nuevas vidas sólidas, rituales, bien fundadas e inconmovibles. En un sótano como éste podía uno concebir ese curso para la existencia.

Pero no sé muy bien lo que pienso, ni lo que digo. Pues lo cierto es que ese examen apurado de la privacidad ajena me proyectó hacia mi propia vida. En días previos había estado buceando entre mis cajas en busca de un texto viejo. Encontré cartas de amores pasados que fueron un baño de pudor y bochorno. Descubrí palabras mías en las que no pude reconocerme. Y, sobre todo, me anonadé ante fotos de juventud donde la expresión de mi cara en busca de la felicidad traslucía pura estupidez, y me invadió una intensa culpa por mi propia inocencia.

Ese halo culposo se me había impregnado y no sabía cómo sacudírmelo. Las fotos de los vecinos me lo acercaban como un vaho desmoralizador. ¿Qué estaba esperando ahí? ¿Voces de ultratumba? ¿Fuegos fatuos? Se oyó el inconfundible sonido de una puerta y unos pasos por encima de mi cabeza.

—Hola...

La voz de un hombre. Me asomé por la escalera hacia arriba y descubrí en el primer peldaño al novio de la hija parado ahí. Nos reconocimos de inmediato.

—¿Se te perdió algo, compadre?
—Vine a desconectar la alarma…
—Que está aquí arriba…
—Sí, es que además estoy robando —dije y pasé por su lado sin mirarlo.

Salí a la calle buscando una excusa para cuando los vecinos me preguntaran por qué había bajado al sótano. Pero nada de eso fue necesario. A la noche siguiente vinieron a tocarnos el timbre, volvieron a disculparse y a darme las gracias por la ayuda. No me pidieron la copia de sus llaves. Quizás se les olvidó. O tal vez decidieron cambiar todas las chapas y cerraduras para que no volviera a intrusear en su casa nunca más.

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