Para entender la importancia del anuncio democratacristiano, debemos retrotraernos unas décadas. A mediados de los 80, se dio un significativo y todavía vigente debate sobre el objetivo de lo que después conocimos como la Concertación. Angel Flisfisch (1985) definió el dilema que enfrentaban las fuerzas opositoras a Pinochet como uno entre formar un pacto o avanzar hacia un proyecto –el dilema pacto/proyecto–.
En ese entonces, algunos sectores políticos sostenían que la única posibilidad de terminar con la dictadura era mediante un pacto que autorregulara las demandas de los partidos y que generara un acuerdo entre fuerzas que se reconocían como diferentes. Se trataría de un pacto táctico, instrumental, basado en objetivos compartidos, aunque no idénticos. Otros sectores, en cambio, favorecían la idea de un “proyecto político”, esto es, la generación de una voluntad general que buscaba producir transformaciones graduales aunque sustantivas del sistema político, social y económico del país.
Así, desde su origen, los concertacionistas enfrentaron repetidamente una tensión entre estas dos formas de concebir al conglomerado –como pacto o como proyecto–. Esta cuestión no es menor, por cuanto plantea un asunto todavía más sustantivo respecto de la gobernabilidad política del país: ¿es posible garantizar un marco de gobernabilidad democrática sin el concurso del centro y de la izquierda? ¿Qué mecanismos garantizan la resolución de conflictos dentro de cualquier coalición?
Ante todo, debemos tener en cuenta que en el germen de la Concertación existían tres imperativos.
Primero, se requería reconocer que los proyectos excluyentes de izquierdas y del centro político habían fracasado estrepitosamente. El “Camino Propio” de la DC y la “Vía Chilena al Socialismo” de la Unidad Popular respondían a una forma de concebir la política desde una lógica de enemigos frente a los cuales no era posible realizar concesiones. Recordemos que en ese entonces no se transaría un programa “ni por un millón de votos”. Recordemos que otros querían “avanzar sin transar”. Y, desde la vereda de enfrente, se señalaba: “No hay mejor comunista que un comunista muerto” o “junten rabia, chilenos”. La Concertación se transformaría en la antítesis de aquella forma de concebir la política, por cuanto la falta de acuerdos podría gatillar tal nivel de polarización que terminaría en un golpe de Estado.
El segundo imperativo es que la Concertación se estableció como el acuerdo político más viable para terminar con la dictadura. El camino de la desobediencia civil y de la vía armada quedó definitivamente descartado después del atentado fallido en contra del general Pinochet en septiembre de 1986. El único camino fue vencer a la dictadura jugando en la cancha y bajo las reglas que el propio Pinochet impuso. El pacto de centroizquierda nació para terminar con la dictadura y lo consiguió.
Esta es la paradójica situación del momento actual: a la muerte de la Concertación, le seguirá una larga vida hacia otros modos de concertarse. La representación en sistemas multipartidistas no admite muchas más opciones: o buscas el compromiso y el acuerdo para asegurar aquellas mayorías para gobernar o, simplemente, tensionas el sistema y pereces. Y el sistema político ha experimentado, no uno, sino varios momentos críticos de confrontación radical de proyectos políticos excluyentes. De ahí que una cuestión fundamental a debatir se refiere a la forma en que los partidos y actores del proceso político resuelven o evitan resolver sus conflictos.
El tercer imperativo fue que la Concertación se planteó como la única opción de gobernabilidad democrática. La derecha política conservadora y liberal estaba tan íntimamente ligada a la dictadura, que apoyó a Pinochet en su intento por mantenerse en el poder por 8 años. Luego, justificaría las violaciones a los derechos humanos, defendería el legado del régimen y se abanderaría con el propio dictador. En ese contexto, para el centro y la izquierda resultaba inviable la opción de considerar a las fuerzas políticas de derecha como “democráticas”. Se estructuró, de este modo, la línea de división o clivaje dictadura-democracia que porfiadamente nos acompaña hasta nuestros días (baste observar la relevancia del debate sobre “Punta Peuco”).
Así, el peso histórico que recaía en la Concertación era triple: no repetir los errores de un pasado, conseguir una conquista electoral en contra del dictador y garantizar la gobernabilidad democrática futura.
Tan potente era el alcance de dicha coalición, que algunos intelectuales llegaron incluso a concebirla como un proyecto de gran alcance y que se materializaba en lo que se denominó el partido transversal –ese grupo de actores que adquirieron una complicidad colectiva para defenderla–. Sin embargo, la coalición siempre reunió a un conjunto de actores que provenían de culturas políticas muy diferenciadas. A la hora de definir los programas, se excluían temas espinudos (aborto, por ejemplo) y se negociaban cupos o espacios de poder cuidadosamente. El partido transversal gobernaba las diferencias, pero ello nunca permeó las lógicas internas partidistas y de ahí que siempre terminaba subsumida en negociaciones entre el centro y la izquierda.
Ahora bien, si el objetivo concertacionista de gobernar las diferencias sigue siendo pertinente, ¿por qué vemos que esta alianza crítica entre el centro y la izquierda se diluye?
Varias cuestiones han cambiado y que podrían explicar este resultado: 1) el deterioro electoral de la Democracia Cristiana que, de ser el partido dominante de la coalición, se transformó, en poco más de dos décadas, en una fuerza equivalente o menor a la suma de los partidos de izquierda; 2) el reemplazo del sistema binominal que eliminó el incentivo de competir en una misma lista parlamentaria para asegurar cupos en el Congreso; 3) la inclusión del PC en el conglomerado, que acentuaría el carácter instrumental del pacto; y 4) el progresivo retiro político de los históricos concertacionistas y la ausencia de un reemplazo generacional que sustente los mismos imperativos que la organizaron.
Pero el lento ocaso del conglomerado no debiese implicar el fin de aquella forma de hacer política –morirá la Concertación, pero no morirán los pactos–. Al no existir ninguna fuerza política que supere con suerte el 25% de los votos en el Congreso, no hay otra posibilidad que buscar pactos para gobernar. La tesis del camino propio queda descartada, toda vez que no existe ninguna fuerza política que, en un horizonte futuro próximo, pueda convertirse en partido mayoritario, ni en la derecha, el centro o la izquierda. Los partidos políticos en Chile están condenados a pactar, a negociar, a sentarse a la mesa y estructurar gobiernos de coalición. Quizás muera la Concertación, pero lo que no morirán son los pactos políticos para administrar el poder.
Si pactar es condición necesaria para alcanzar el poder, la pregunta relevante se relaciona con el tipo de configuración que adquirirán las coaliciones en el futuro, y las opciones no son muchas. El centro político podría llegar a pactar con la derecha, siempre y cuando aquella derecha se desligue del legado de Pinochet. Programáticamente RN, Evópoli, Amplitud y la DC no están tan lejos, por lo que no sería extraño observar un acercamiento que, de hecho, en años pasados ya se ha producido. Pero el centro político podría seguir pactando con la izquierda moderada, toda vez que se mantengan ciertas orientaciones programáticas básicas y exista una historia común. El eje histórico DC-PS podría recurrir a los componentes progresistas de la Democracia Cristiana y al pragmatismo socialdemócrata del socialismo.
Un tercer arreglo, menos probable hasta hoy, es la conjunción política futura de la izquierda concertacionista (PPD, PS, PC) con cualquier actor de izquierda, incluyendo al Frente Amplio.
Esta última coalición todavía es una promesa, por cuanto su caudal electoral es mínimo, pero, si llegase a constituirse en una fuerza más relevante en los próximos 10 a 20 años, podría hipotéticamente darse este escenario. Lo anterior, obviamente, colocaría al Frente Amplio en la difícil posición de pactar con fuerzas políticas moderadas, lo que hasta el día de hoy constituye una suerte de sacrilegio para muchos de ellos. Principistas y pragmáticos debatirán arduamente sobre la oportunidad para negociar con las fuerzas políticas moderadas. Esperemos acumular fuerzas, dirán algunos, abramos espacios de diálogo y compromiso programático, dirán otros.
El asunto central y clave de esta historia dice relación con la forma de concebir la política en Chile: como fuente de compromiso y acuerdo o como campo de confrontación y exclusión. La estructura multipartidista y la ausencia de partidos mayoritarios, fuerza una lógica de compromisos dentro de la Nueva Mayoría, al interior de Chile Vamos e incluso dentro del protofenómeno del Frente Amplio. Sin compromisos, no se generan mayorías políticas; sin mayorías electorales, no se conquista el poder; y sin llegar al poder, no se avanza en las ideas de cambio social que cada coalición aspira a representar.
Esta es la paradójica situación del momento actual: a la muerte de la Concertación, le seguirá una larga vida hacia otros modos de concertarse. La representación en sistemas multipartidistas no admite muchas más opciones: o buscas el compromiso y el acuerdo para asegurar aquellas mayorías para gobernar o, simplemente, tensionas el sistema y pereces. Y el sistema político ha experimentado, no uno, sino varios momentos críticos de confrontación radical de proyectos políticos excluyentes. De ahí que una cuestión fundamental a debatir se refiere a la forma en que los partidos y actores del proceso político resuelven o evitan resolver sus conflictos.
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