En 1993, siendo un joven periodista en TVN, me tocó cubrir la primera conferencia de prensa que dio el entonces director general de Carabineros, Rodolfo Stange, después que la Corte Suprema dictaminara que al interior de Carabineros había operado por años una “asociación ilícita terrorista”.
La Corte Suprema se refería a la Dicomcar (Dirección de Comunicaciones de Carabineros), que de comunicaciones tenía muy poco, su labor principal era la represión de los opositores políticos y, en ese marco, fue la responsable del degollamiento de cuatro militantes comunistas en 1985.
Asistí a la conferencia con expectación, y con la claridad de que debía hacerle una pregunta al general Stange: “¿Quién les garantiza a los chilenos de que en Carabineros no volverá a surgir otra asociación ilícita?”. “¡Yo lo garantizo!”, tronó con su vozarrón Stange, incluso golpeó la mesa en ese momento. Me quedé sorprendido por esa respuesta que dificultaba cualquier contrapregunta mía.
Hoy, más de 20 años después, nuevamente se detecta y denuncia ante la justicia una “asociación ilícita” al interior de Carabineros de Chile. Esta vez el foco no ha sido degollar chilenos, sino robar a los chilenos. La palabra de Stange, su vozarrón y su golpe en la mesa, poco valor tuvieron.
Todo era, en mayor o menor medida, de público conocimiento. Pero se informaba a la chilena, diciendo sin decir, nombrando sin nombrar realmente; una crónica general por aquí, un breve noticioso por acá, un titular abajo a la izquierda en la última página o al final del noticiario de televisión. Gran responsabilidad recae, por lo tanto, en el periodismo de esa época, el periodismo transicional, aquel que entre Concertación y derecha se consensuó a partir de 1990.
Desde entonces han pasado muchas cosas en las Fuerzas Armadas y de Orden de nuestro país, todas las cuales dan cuenta de una continuidad en hechos de corrupción de larga data. En el Ejército, por ejemplo, recordemos las más de cien cuentas de alias Daniel López (Augusto Pinochet, comandante en Jefe del Ejército) en bancos extranjeros, o el tráfico de armas a Croacia, o el Caso Tanques Leopard II. Ni qué decir, el reciente escándalo de malversación de las platas de la Ley Reservada del Cobre o, también, el cuestionamiento al patrimonio del ex comandante el Jefe, Juan Miguel Fuente-Alba.
En la FACH, por su parte, recordemos los sobornos detectados en el Caso Mirage, o la internación ilegal de muebles de rattan en transportes militares protagonizado por el general Rojas Vender, en los 90.
Y en la Armada, el Caso Fragata puso al descubierto operaciones de lavado de dineros, a lo que se sumó luego la detección de gastos fiscales millonarios en la Marina para beneficiar a una empresa privada en sus negocios con esa rama de las FF.AA.
La corrupción en todos estos casos tiene en común un elemento: ha sido protagonizada por miembros de la oficialidad. El otro elemento es que la mayoría de ellos goza del silencio cómplice de los grandes medios. Ese manto protector entre oficialidad y medios de referencia hizo posible un país en el cual, aunque todos sabían, nadie sabía y, aunque el río sonara, se siguiera hablando de nuestra “excepcionalidad” en el continente.
Todo era, en mayor o menor medida, de público conocimiento. Pero se informaba a la chilena, diciendo sin decir, nombrando sin nombrar realmente; una crónica general por aquí, un breve noticioso por acá, un titular abajo a la izquierda en la última página o al final del noticiario de televisión. Gran responsabilidad recae, por lo tanto, en el periodismo de esa época, el periodismo transicional, aquel que entre Concertación y derecha se consensuó a partir de 1990.
Me refiero a la prensa pospinochetista, cuya agenda era pauteada por El Mercurio y La Tercera, es decir, una característica de nuestra transición fue que los mismos medios que fueron los primeros en volver a circular después del Golpe, autorizados por el bando número 15 de la Junta Militar en 1973, eran los que ponían la agenda en democracia.
Esos medios nos contaban, mes a mes, el caso de un carabinero ejemplar que no había aceptado una coima cuando cursaba una infracción del tránsito, haciendo creer a muchos en la excepcionalidad de los uniformados chilenos.
Ese periodismo transicional, al igual que el sistema político de ese ciclo, hoy está en crisis, y ambos dan muestras de fatiga y decadencia. No puede ser de otro modo, el uno se alimentaba del otro, este palmoteaba la espalda de aquel, uno dependía y coqueteaba con el poder del otro.
Los medios responden a correlaciones de fuerza, esa es la única realidad que reflejan. Y si hoy, como ya todos sabemos, está en crisis el sistema político de la transición –ese bloque de poder consensuado que instauró el neoliberalismo–, también lo está la prensa que fue su contraparte discursiva e hizo el trabajo ideológico.
Los mitos de nuestra excepcionalidad caen, así, y nos enfrentan con nuestra sombra-país, por ejemplo, con el mito de una clase política distinta al resto de América Latina, o el de unas Fuerzas Armadas y de Orden incorruptibles. Junto con ellos cae también la prensa genuflexa, el periodismo duopólico, ese que se refugia en la objetividad periodística y rehúye la opinión y la interpretación.
Complejos tiempos para la oficialidad uniformada y los líderes del partido del orden en Chile, también para el periodismo duopólico. Está naciendo el periodismo del nuevo ciclo político y la elite deberá ver cómo lidian con este, pero pararse y dar por finalizada una entrevista porque las preguntas molestan o convocar a una conferencia de prensa sin dar permiso a preguntar, hoy solo demuestran quién se hunde con el ciclo antiguo y quién no.
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