The Clinic
Basado en más de 50 mil páginas de archivos secretos de la dictadura, el nuevo libro del periodista Mauricio Weibel –autor de Traición a la Patria, la investigación del llamado Milicogate publicada por el autor en varios artículos de este pasquín – indaga en la represión que sufrieron los estudiantes secundarios en ese período. Niños entre 12 y 17 años que se lanzaron a luchar contra el régimen de Pinochet, que fueron espiados, hicieron contrainteligencia y vivieron el rigor de una dictadura que muchos no dimensionaron hasta muchos años después. La persecución, los documentos firmados por el entonces ministro de Educación, Gonzalo Vial, donde le pedía ayuda a la CNI para perseguir profesores, son algunos de los episodios que se detallan en este libro. Aquí, adelantamos dos capítulos donde se cuenta la historia de Aldo Gómez, un adolescente y militante comunista que en 1987 se infiltra en la FACH con apenas 17 años.
“LA CNI lA ASESINÓ”
Aldo Gómez, de pelo crespo y mirada desconfiada, trabajó por años en el movimiento estudiantil, antes de vestir uniforme de comando y ser tachado de traidor.
Su travesía por la contrainteligencia comenzó con sus primeros pasos por las luchas reivindicativas de 1982, el año en que estallaron las “marchas del hambre” en todo el país.
Por entonces Gómez era compañero de curso de Laurence Maxwell, el joven estudiante del Liceo Industrial Chileno-Alemán que luego lideró la Coordinadora de Enseñanza Media (COEM) y el Comité Pro Feses.
Ambos, unidos por su oposición al régimen de Pinochet y su militancia comunista, recorrieron a diario en bus el trayecto desde Santiago centro a su colegio, establecimiento ñuñoíno donde existía solo un puñado de estudiantes dispuestos a rayar murallas y repartir panfletos.
En 1985, Maxwell fue expulsado de ese establecimiento educacional y Gómez quedó solo, sin ninguna red de apoyo.
“La mayoría de los profesores me amenazaron y me hicieron mierda con las notas. Decidí salirme del colegio cuando me quedaban apenas dos meses de clases”.
A partir de ese momento, la vida de Gómez fue una vorágine política y humana. Partió a organizar el movimiento estudiantil en la zona norte de Santiago, donde trabajó con Esther Cabrera, asesinada en la Operación Albania en 1987, y Ricardo Palma Salamanca, futuro fusilero del coronel de Carabineros Luis Fontaine, director de la Dicomcar, el órgano responsable del degollamiento de Guerrero, Parada y Nattino.
“En esos meses también trabajé mucho con Claudio del Canto, quien estaba a cargo de la zona sur. Con él nos juntábamos en una boite que tenía hasta espejos”, evocó.
Todo cambió en agosto de 1986, cuando Gómez fue llamado al servicio militar, que en esa época era obligatorio. Para sus compañeros, más que una tragedia, fue una oportunidad de infiltración en las Fuerzas Armadas.
“No recuerdo cuán fácil o difícil fue convencerlo. Era un cambio de vida, un compromiso a fondo”, recordó la antropóloga Gabriela Martini, quien con quince años coordinó parte de estos procesos en las Juventudes Comunistas.
Gabriela, quien hoy trabaja en la Universidad de Chile, explicó que la operación jamás persiguió acceder a material militar clasificado. “La idea era hacer penetración sicológica a través de acciones de propaganda que incentivaran la deserción, en especial de los conscriptos. No era nuestro interés tener información de inteligencia, ultra secreta. Había que ver este trabajo con los conscriptos y muchachos de las escuelas de suboficiales como un trabajo de masas”.
Desde un inicio la operación por materializar el ingreso del adolescente Aldo Gómez a la Fuerza Aérea tuvo dificultades, como un anticipo de lo que sucedería, de los riesgos futuros sobre su vida.
“El proceso de reclutamiento se demoró y entré al final en mayo de 1987, poco después de la visita del papa Juan Pablo II. Estando adentro, pasé a la Escuela de Especialidades”, narró Gómez.
Gabriela Martini, cuidadosamente, comenzó a operar con el otrora estudiante del Liceo Industrial Chileno-Alemán. “Como su enlace, lo acompañé a fiestas con los militares, para sacarles información sobre sus condiciones de vida en los cuarteles. Iba como su amiga, no como su pareja. Bailaba y coqueteaba con los pelados. Luego hacía reportes de los diálogos, de sus carencias, de sus castigos. Por cierto, yo inventaba toda una historia de mi vida y jamás les di mi teléfono”.
Gómez, quien dejó de visitar a sus antiguos compañeros de militancia política, comenzó rápidamente a destacar como un soldado de probada lealtad al régimen de Pinochet. “En la FACH, siempre fui el primero en todo y logré la cuarta antigüedad. Si había que tirar una granada, ahí estaba. Si había que allanar una casa, también”.
Pero ninguna de esas acciones fue simple y Aldo muchas veces debió ser apoyado por Gabriela. “Creo que la soledad fue lo más complejo para él. Adentro todas sus relaciones eran ficticias, basadas en una mentira. Todo era artesanal y la mayor contención era política, no emocional”.
“Visto con los ojos de hoy es muy difícil de entender. Se puede ver incluso como una gran irresponsabilidad, pero es injusto verlo desde hoy. Era otro contexto y de dictadura. En esos años, la militancia política estructuraba nuestras vidas, ya a los quince años”, añadió Martini.
Las operaciones estaban basadas esencialmente en la construcción de redes. “Los domingos eran los días en que desarrollábamos la mayor actividad, yendo a las plazas donde acudían los pelados que venían de regiones. Ellos tenían mucho susto y los que hacíamos el trabajo de propaganda también. Un temor latente era la posibilidad de contrainteligencia. Había mucha paranoia, por cierto”, detalló.
“No éramos el Mossad, pero tengo mucha admiración por esos jóvenes”, concluyó Gabriela.
“HUBO UNA TRAICIÓN ENORME”
Desde mayo de 1987, Aldo Gómez hizo todo lo que le pidieron los militares. Allanó casas, arrojó granadas, golpeó a quien le ordenaran. También obedeció los mandatos de su jefatura comunista.
Fueron meses de vida esquizofrénica para un muchacho de diecisiete años, que debió lidiar con las noticias que relataban la muerte de sus antiguos compañeros a manos de los equipos represivos. “Yo estaba adentro de la FACH cuando la CNI asesinó a la Chichi (Esther Cabrera) en la Operación Albania”, relató.
Todo se derrumbó en septiembre de 1988. “Me descubrieron y me interrogaron durante varias semanas, luego de que recibieron un informe de la CNI que alertaba que yo pretendía formar una organización al interior de la FACH. Incluso me lo mostraron. El que me lo entregó fue mi hermano, quien colaboraba con los equipos represivos. Su nombre no importa, está muriendo”.
Fueron días de tragedia, de golpizas e interrogatorios sucesivos. Aldo no entregó a nadie y negó las acusaciones. “Ellos dudaron de la veracidad del informe que me delataba porque no les cuadraba que yo fuera de izquierda, porque era el más entusiasta en los entrenamientos represivos. Al final, me dijeron que si aceptaba la baja voluntaria me dejarían ir. De lo contrario, me enviarían a la CNI. El coronel a cargo de la Escuela de Especialidades, cuyo nombre no recuerdo, respetó el acuerdo y no me entregó”.
Fue entonces cuando comenzó la tragedia que acosa a Gómez hasta hoy. “Estuve seis meses con seguimientos de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea, la DIFA. Me investigaron en el colegio, en la casa, en todas partes”.
Luego de varios meses, Gómez intentó buscar refugio con sus antiguos compañeros comunistas y, como un primer paso, ingresó a trabajar en la estructura a cargo de infiltrar a las Fuerzas Armadas, el equipo Clarín. “Sin embargo, me dejaron botado”.
“Me tenían que sacar del país, por razones de seguridad, y no lo hicieron. Tiempo después, me encontré con Edgardo Díaz y él incluso me preguntó qué hacía en Chile. La versión oficial, al interior del PC, era que yo estaba en Alemania, pero no era cierto. Dieron mi cupo a otra persona”, evocó el ex conscripto.
En 1989, los lazos con el Partido Comunista estaban quebrados pese a que Gómez se casó con Verónica Lamarca, por entonces encargada nacional de las Brigadas Ramona Parra.
“Yo iba al Centro de Estudios Amaranto, el CEA, donde funcionaban las Juventudes Comunistas, y no me dejaban pasar. El “negro Fernando” (alias de Luis Jara) me impedía entrar, por razones políticas. Yo quería hablar con Gladys Marín”.
Pero faltaba el tiro de gracia.
Luego de meses conviviendo con el abandono y la desesperación, Gómez se encontró casualmente con dos conocidos compañeros de militancia. Ambos eran miembros del FPMR. “Los mandaron a matarme. Me los encontré en la calle, cerca de mi casa. Los saludé y les pregunté en qué estaban. Me dijeron que debían matar a un soplón. Les pregunté dónde vivía, para alertar a los vecinos. Ahí me di cuenta de que tenían la dirección de mi casa. Ellos no lo podían creer, supusieron que era un error y partieron. Fue un momento muy complicado. Después de eso desaparecí del Partido Comunista. Hubo una traición enorme”.
La soledad, el deseo de venganza y la depresión consumieron la vida de Gómez. “Demoré dos años en encontrar al hijo de puta que impidió mi salida al extranjero. Nunca supe su nombre. Lo encaré en la Universidad ARCIS y lo llevé a una sala vacía. Estaba dispuesto a pegarle un balazo, pero se puso a llorar y no fui capaz. Esto fue entre 1991 y 1992”.
Sin embargo, nada logró restituir el quiebre. “Todos esos años, muchos huevones creyeron que yo era un soplón… Si uno da todo y te traicionan, no hay nada más en qué confiar. Todavía no lo supero, fue muy fuerte”.
En realidad, pasaron dos décadas antes de que Gómez pudiera siquiera terminar el colegio.
“En esos años, me encontré en la calle con Patricio Rivera, un ex dirigente de la Juventud Demócrata Cristiana en la enseñanza media. Al principio no lo reconocí. ‘Gente como tú puede obtener los beneficios del PRAIS (Programa de Reparación y Ayuda Integral en Salud y Derechos)’, me dijo. Fue la primera persona que tuvo un gesto solidario conmigo, además de los hermanos Tomás y Eduardo Aguirre, Claudio del Canto y Juan Carlos Moraga. Yo estaba muy decepcionado de todo y de mí. Lloré toda una tarde cuando supe que murió Patricio Rivera. Mis mayores respetos para él”.
“En esos años, me encontré en la calle con Patricio Rivera, un ex dirigente de la Juventud Demócrata Cristiana en la enseñanza media. Al principio no lo reconocí. ‘Gente como tú puede obtener los beneficios del PRAIS (Programa de Reparación y Ayuda Integral en Salud y Derechos)’, me dijo. Fue la primera persona que tuvo un gesto solidario conmigo, además de los hermanos Tomás y Eduardo Aguirre, Claudio del Canto y Juan Carlos Moraga. Yo estaba muy decepcionado de todo y de mí. Lloré toda una tarde cuando supe que murió Patricio Rivera. Mis mayores respetos para él”.
Pero la reconstrucción de su proyecto de vida no fue automática. Recién en 2010 Gómez decidió terminar el colegio.
“Me ayudó mucho el rector del Chileno-Alemán, quien era un profesor muy solidario en los tiempos de la dictadura. Egresé con siete y tuve que dar mis exámenes ante los mismos profesores que me habían amenazado. Ninguno me pidió disculpas”.
“En política hay muchos mercenarios, tipos que son mercenarios de la pasión de otros y que traicionan sin asco”, recalcó.
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