La única foto que Olga Santana conserva de su hijo Robinson Montiel no la tomó ella: la sacó de un recorte de diario. La imagen muestra al bebé con los ojos cerrados en el antiguo hospital de Puerto Montt. Llegó sin signos de vida al centro asistencial. El pequeño no resistió el efecto de las bombas lacrimógenas lanzadas por Carabineros en la toma de Pampa Irigoin y murió asfixiado. Tenía solo tres meses de vida.
A 50 años de esa infausta mañana del domingo 9 de marzo de 1969, la foto de Robinson ocupa la muralla de la modesta casa de Olga, en la población Chile Barrio, y bajo el cuadro hay una hilera de conejos y osos de peluche. “Es para sentir que está conmigo, pero siento que no disfruté nada a mi hijo, solo alcancé a tenerlo en mis brazos”, dice la mamá, con voz temblorosa.
Olga suspira cada vez que evoca a Robinson. A medio siglo de la masacre que sacudió al país durante el gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei Montalva, y que inspiró a Víctor Jara a componer su afamada “Preguntas por Puerto Montt”, ella siente que no ha superado la pérdida de su guagua. Por el contrario: conforme pasa el tiempo, asegura, más recuerdos se arremolinan por su cabeza.
Ella solo luchaba por “el derecho de un suelo para vivir”, dice, citando la canción del asesinado músico. Una historia familiar la unía con Pampa Irigoin: su madre se había instalado ahí durante la primera toma de junio de 1968. Por entonces Olga -de 19 años- salía a trabajar a casas particulares, y con ese pago solventaba la vida de su recién nacido y ayudaba a su mamá.
A principios de marzo de 1969, Olga y su entonces pareja se plegaron a otras 90 familias en la tercera -y última- toma de Pampa Irigoin, un terreno baldío situado en la parte alta de Puerto Montt, cuyo propietario era el empresario Rociel Irigoin. Cuando apenas llevaban unos días en su nuevo sitio, la policía irrumpió a primera hora para hacer cumplir la orden de desalojo emanada desde la Intendencia de Llanquihue. Esa mañana Olga compartía con su comadre; Robinson dormía su sueño más espeso.
“No sabíamos que esos disparos eran balas para matar a las personas. Yo salí a pelear. Me acuerdo que me puse un delantal con unos bolsillos grandes que llené de piedras, porque nos pillaron de improviso. Un vecino nos avisó que las patrullas habían ido a echar bencina para desalojarnos, pero no lo creíamos. Los carabineros nos advirtieron el día anterior de que no iban a hacernos nada. Si yo hubiese sabido que llegarían, me habría ido de la casa y sacado a mi bebé”, lamenta Olga Santana.
Afuera, la mujer vio cómo los cuerpos de otros pobladores caían como aves de cacería sobre el sitio tomado. Apenas volvió a poner un pie en su mediagua, el humo de los gases lacrimógenos le nubló la vista. Corrió desesperada hacia la cama de Robinson y lo halló sin vida. “Fue algo muy doloroso. Yo me quería puro morir el 9 de marzo, no tenía ganas de seguir viviendo. También ver a todo el resto cómo estaba; los de la toma éramos como una familia. Luego los carabineros incendiaron mi casita”, dice, entre sollozos.
El duelo de las viudas Laura y Ana Dilia
Hoy la calle se llama José Miguel Carrera y está asfaltada. La gente camina lentamente con las manos en los bolsillos para aplacar el frío de la mañana. Hace 50 años, sin embargo, esa misma calle era solo un espacio que conectaba los sitios de la toma. Pampa Irigoin era un terreno pantanoso, agreste, y esa mañana derivó en un campo de asimétrica batalla. Las balas de Carabineros cruzaban de un lado a otro, y los pobladores solo atinaban a defenderse con piedras.
En ese mismo lugar vive todavía Laura Loayza, quien el 9 de marzo de 1969 vio cómo su marido Jovino Cárdenas Gómez -a quien le decía cariñosamente ‘Yito’- era asesinado fuera de su mediagua. Él tenía 29 años y ella, 24.
Laura Loayza
Laura Loayza
“Nosotros habíamos llegado a la segunda toma de Pampa Irigoin. Teníamos la mediagua aquí mismo. El ‘Yito’ salió a ayudar a unas personas que venían de Santiago. Cuando volvió a casa, le llegó la bala. Casi instantáneamente se murió. Pasó todo el día tirado, no daban la orden de levantarlo”, recuerda Laura Loayza, desde el living de su casa actual, por cuya ventana aún parece ver el cuerpo de su esposo Jovino tendido en el suelo.
Llevaban ocho años de matrimonio cuando arribaron a Pampa Irigoin, en octubre de 1968. Antes vivían en Ancud. Él trabajaba con relativa calma en vialidad, pero un día su madre enfermó en Puerto Montt y no quiso estar ausente. Laura y Jovino cruzaron de vuelta el canal de Chacao. “Él sabía que su destino estaba acá”, indica ella.
Frente a Laura Loayza vive Ana Dilia Águila, otra viuda de Pampa Irigoin. Sumaba un año en la toma con su marido Wilibaldo Vargas Vargas, quien era pintor contratista. La noche anterior a la matanza destinó una parte de su sueldo para comprar leña y abarrotes; otro tanto lo ahorró y el saldo se lo entregó a su esposa para que comprara unas medias. Les costó conciliar el sueño. Wilibaldo se levantó varias veces y luego se volvía a acostar. Estaba inquieto. En un momento le susurró algo al oído de su compañera:
-Tú tienes frío.
-No tengo frío- le respondió Ana Dilia.
-Entonces, ¿por qué tiemblas?
-No sé, no tengo frío.
Poco después de ese diálogo, el matrimonio escuchó una ráfaga de disparos. Ana Dilia entró en shock y recordó que su marido había ido a ver qué ocurría. Lo fue a buscar en medio de la balacera. Cuando iba saliendo de su casa, la mujer se encontró con una vecina y le preguntó si había visto a Wilibaldo.
-Tu marido está botado al otro lado.
Volvió presurosa a casa. Les pidió a sus hijos más grandes que se vistieran. Eran cuatro en total: el mayor tenía ocho años y la menor, solo un año y dos meses. En masa llegaron al lugar donde Wilibaldo estaba herido y en carretilla lo sacaron de ahí. “En una micro lo llevamos al hospital de Puerto Montt. Yo puse a mi marido en un pasillo y otros heridos iban en un asiento. Pero fue así como lo cuento: en una micro”, alza la voz Ana Dilia, a quien todos conocen por Lila.
Puerto Montt se desborda en el funeral
Casi todas las víctimas de Pampa Irigoin -11 muertos y 56 heridos en el registro oficial- pasaron por el antiguo hospital de Puerto Montt, que era celosamente vigilado por efectivos de Carabineros. Cuando Olga Santana quiso sacar de la morgue a su hijo, tras pasar por la autopsia, la policía no la quería dejar entrar. “Yo los traté muy mal, pero igual logré rescatar a mi hijo”, recuerda Olga. De vuelta en sus brazos, lo llevó a la casa de la madrina de Robinson. El velorio fue inicialmente ahí, pero le avisaron que todos los caídos estaban siendo velados en conjunto en la sede social de la contigua población Libertad, en calle Séptimo de Línea.
A Ana Dilia Águila también le prohibieron ingresar al hospital cuando llegó con su esposo Wilibaldo herido. “Tenía tanta furia con ellos, les decía que ahí iba mi marido, que me lo balearon. Pesqué a mi niña de un año y dos meses, y ahí me dejaron pasar”, recuerda la mujer. Dentro del centro médico se encontró con un vecino de adolescencia, y este se encargó de darle la noticia:
-Yo atendí a tu marido: no resistió la transfusión de sangre y falleció.
La viuda de Wilibaldo Vargas, entonces, se sumó al velorio colectivo en la junta vecinal de la población Libertad. Tras una serie de coordinaciones, la mañana del 11 de marzo de 1969 partió el cortejo fúnebre hacia el Cementerio General de Puerto Montt. Las familias cargaban los ataúdes al hombro. “Nadie quiso carroza”, asegura Ana Dilia Águila, cuya hija de cuatro años y medio no paró de insultar a los carabineros en el masivo último adiós.
Ana Dilia Águila
Ana Dilia Águila
-Los pacos me quitaron a mi papito, me lo mataron- murmuraba la niña.
“Yo no sé de dónde sacó estas palabras. Insultaba a los carabineros como si yo le hubiese enseñado”, añade Ana Dilia. Su hija ahora tiene 52 años: se llama Elizabeth Vargas Águila.
El caso conmovió a la ciudad de Puerto Montt. Sus habitantes solidarizaron con los asesinados y desbordaron las calles. “Gran parte de las casas lucían banderas a media asta y otras con crespones negros, expresando el luto al paso del cortejo fúnebre a miles de personas que guardaban silencio y varias de ellas con ramos de flores”, reseña el antropólogo Wladimir Soto Cárcamo en su libro de investigación “Pampa Irigoin, historia de una matanza en Puerto Montt”.
Acompañaron el multitudinario recorrido señeras figuras políticas como el entonces presidente del Senado, Salvador Allende, quien incluso leyó un discurso en el cementerio, en el que abogó por “auténtica justicia”. Laura Loayza, viuda de Jovino Cárdenas, se emociona al recordar la presencia del fallecido Presidente de Chile. Cuando era niña, tenía una vaga noción del Allende candidato, y tarareaba una canción junto a otras amigas de su edad:
-Pica el ajo, pica el ají, sale Allende, claro que sí.
En el funeral participó también el regidor y diputado electo por el Partido Socialista, Luis Espinoza Villalobos, a quien las autoridades de la época le atribuían responsabilidad en la “agitación social” sembrada en la zona, en un contexto de déficit habitacional en Puerto Montt. Un día antes de la tragedia, y mientras celebraba su flamante triunfo en las urnas, Espinoza fue detenido por la Policía de Investigaciones acusado de actuar en la “ocupación de terrenos en la comuna de Puerto Montt desde principios de 1968 hasta la última en Pampa Irigoin”, cita Wladimir Soto en su libro. El 10 de marzo de 1969, según la obra, el dirigente socialista fue liberado por la Corte de Apelaciones de Valdivia.
Los familiares de las víctimas, en cambio, veían un aliado en la causa por una vivienda digna y recuerdan fervorosamente a Espinoza, quien sería fusilado por la dictadura en diciembre de 1973. “Si el finado Lucho estuviera vivo, habría hecho algo por nosotros. Si tenía que hablar con nosotros lo hacía. Él estaba siempre dirigiendo las cosas”, dice Ana Dilia Águila, quien actualmente trabaja en la agrupación de exonerados políticos de Puerto Montt, a pasos de la costanera.
Lo mismo cree Laura Loayza, quien padece una artrosis severa que le impide moverse incluso dentro de su casa: “Yo siempre digo que si hubiese estado el finado Lucho, habríamos tenido una reparación como corresponde. Era una persona que se preocupaba por los pobres”.
La lucha por la justicia
Días después del suceso, las viudas y familiares de las víctimas bregaron por justicia. Según Wladimir Soto, presentaron una querella el 20 de marzo de 1969 ante el Juzgado Militar de Valdivia en contra del intendente subrogante de Llanquihue, Jorge Pérez Sánchez; el prefecto de Carabineros, coronel Alberto Apablaza; el mayor Rolando Rodríguez; y otros policías por su participación en la matanza.
El desalojo, plantea Soto, fue “ordenado sin resolución judicial”. El autor asegura que un día antes de la masacre, Rociel Irigoin -dueño de los terrenos- “solo dejó una constancia en el libro de novedades de la guardia de la Segunda Comisaría de Puerto Montt”, pero “nunca pidió una orden de desalojo”. No obstante, el intendente (S) Pérez Sánchez autorizó la intervención policial, “siguiendo las instrucciones del subsecretario del Interior, Juan Achurra Larraín, previa consulta al ministro del Interior, Edmundo Pérez Zujovic”, agrega Soto.
Paralelamente a la querella, las viudas y familiares de los fallecidos recibieron una casa como indemnización. La entrega de dichas viviendas se realizó el 21 de agosto de 1969, pero a poco andar las pobladoras detectaron problemas de humedad, ventilación y espacio. La controversia se resolvió en 1971 cuando el Presidente Salvador Allende promulgó la ley  17.563 que ordenaba “la transferencia gratuita de viviendas y otros beneficios” a favor de los familiares de los caídos. Olga Santana, Ana Dilia Águila y Laura Loayza figuraban en esa lista.
De las tres mujeres, solo Ana Dilia y Laura viven actualmente en la casa asignada por el gobierno de la Unidad Popular, construida en la misma ex Pampa Irigoin; Olga Santana la vendió porque le traía malos recuerdos y hace 20 años vive en la población Chile Barrio. Así y todo, la solución habitacional fue tan solo a medias, pues ellas tuvieron que pagar el terreno de la vivienda entregada.
“Fue muy difícil vivir después. En ese tiempo el terreno no estaba regularizado, y yo crié gallinas gallos y chanchos. De cinco chanchos, cuatro los vendíamos y el otro lo carneábamos. Empecé a trabajar en las cocinerías de Angelmó, luego en el Programa de Empleo Mínimo (PEM). Cuando entró el viejo Pinocho tuvimos que pagar el terreno. Fui a Bariloche a trabajar para pagar mi sitio. Estuve cinco años allá y dejé a mis hijos solos. Venían del servicio militar y me dijeron: ‘mamá, ándate, nosotros somos grandes”. Con esa plata pagué la tierra de mi casa donde estoy ahora”, cuenta Ana Dilia Águila, viuda de Wilibaldo Vargas.
Laura Loayza, en tanto, contó con el apoyo de sus padres en el duelo. Ellos vivían en La Colina, otro sector de Puerto Montt, y se cambiaron a la casa que la mujer había recibido como indemnización. El matrimonio cuidó a los hijos de Laura, mientras ella salía a trabajar para ganarse el pan. “Mis padres les dieron estudios a mis hijos con mucho sacrificio. ¿Qué estudios podía darles yo? Tenía un sueldo miserable. Gracias a ellos, mis hijos pudieron sacar un título; menos mal que fueron buenos para estudiar”, afirma.
El artículo 2 de la ley también consideró la entrega de una “pensión mensual vitalicia de dos sueldos vitales mensuales” para cada una de las viudas o familiares de los asesinados. Dicho pago se reajustaría “a contar del 1° de enero de cada año, en el mismo porcentaje que aumente el sueldo vital”, cita el artículo 4 de la normativa. En el texto aparecen nombrados Robinson Montiel, Jovino Cárdenas y Wilibaldo Vargas.
Laura Loayza recibe 140 mil pesos de pensión cada mes. Es todo cuanto hay. Su enfermedad reumática y avanzada edad le impiden hasta salir de su casa. Si llegó al acto de conmemoración de los 50 años de la matanza, realizado el pasado 30 de marzo, fue solo porque los organizadores la pasaron a buscar en auto.
“¿Quién va a vivir con 140 mil pesos? Recibimos una pensión muy chiquita. Llevamos todos estos años luchando. Con mi artrosis a los tobillos, rodillas y espalda no puedo trabajar. Ni hacer aseo puedo. Es un dolor tan profundo”, lamenta Laura.
Olga Santana, mamá de Robinson Montiel, recibe cerca de 120 mil pesos mensuales contando su pensión de vejez. “La plata se va entre pagar la luz y el agua. No queda otra que multiplicarla para comprar el pan y la leña”, dice ella. La pensión de Ana Dilia Águila, en tanto, es de apenas 72 mil pesos. Cada año el reajuste, en todos los casos, es marginal.
Las tres mujeres han unido fuerzas para exigir una pensión más digna. Muchas veces, dicen, han tocado la puerta del diputado Fidel Espinoza, hijo del citado regidor Luis Espinoza, sin resultado. Aseguran que el Estado cometió violaciones a los derechos humanos en democracia, por lo que creen merecer una reparación similar a la que reciben los familiares de víctimas de la dictadura cívico-militar.
Ana Dilia, Olga y Laura, que se reconocían -y reconocen- como mujeres con sensibilidad de izquierda, son las más activas en la búsqueda de verdad y justicia. También son las únicas que acuden a menudo a las romerías que cada año organiza la Agrupación Pampa Irigoin, cuyo vocero es Gastón García. Otros vecinos, dicen, simplemente no participan de las actividades. Por desidia, por desesperanza. Por el motivo que sea.
“Gastón me dice que no tenga resentimiento, pero yo sí lo tengo. Nuestros maridos dieron su vida por tener un pedazo de tierra para la otra gente que vive ahí. Y cuando se hace la romería solo aparecen algunos”, se queja Ana Dilia Águila, mientras que a Olga Santana le duelen los ojos cuando ve pasar a algún uniformado: “Le tenía tanta rabia a los carabineros. Tengo una prima cuyo marido es carabinero y estuvo en Pampa Irigoin. Él habló conmigo una vez y me dijo ‘yo fui mandado, no quiero que tengas rabia contra mí’. Nunca lo quise ver. Ahora está jubilado. Perdí el contacto. Después pensé que no todos tenían la culpa”.
Laura Loayza, en tanto, participa cada 9 de marzo en la medida de sus posibilidades físicas. Sus hijos, en cambio, no quieren saber nada de conmemoraciones ni recuerdos. Le reprochan por qué va cada año a la romería si la justicia no asoma por ninguna parte. Ella les replica que su presencia es al mismo tiempo una retribución a la Agrupación Pampa Irigoin, cuyo equipo porfía intensamente con tal de no sumergir el hecho en el pozo del olvido.
Olga Santana, además, agradece que la canción “Preguntas por Puerto Montt” -creada por Víctor Jara apenas leyó la noticia en Santiago y estrenada en público en el Paseo Bulnes durante un acto de repudio a la matanza- contara la verdad que la historia oficial se esmeró en silenciar.
Tan profundo es el compromiso de las tres mujeres con la Agrupación, que ellas fueron las únicas viudas y familiares presentes en el acto por los 50 años de la matanza, realizado en el gimnasio de la Escuela Libertad en marzo pasado. Escucharon atentamente a los artistas que subieron al escenario y fueron homenajeadas con la entrega de un reconocimiento, en cuya placa metálica se lee un fragmento de “Preguntas por Puerto Montt”: ‘Murió sin saber por qué le acribillaban el pecho, luchando por el derecho de un suelo para vivir’.
Olga percibió algo extraño en ese acto.
-Cuando fui al gimnasio sentí como que estuvieran velando a mi hijito.
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Ninguna autoridad de la época fue sometida a proceso por los crímenes cometidos en Pampa Irigoin. Según Wladimir Soto, la justicia militar solo resolvió la destitución del coronel Alberto Apablaza y del mayor Rolando Rodríguez, respectivamente, como cabezas del operativo. El antropólogo cita un percance mientras reporteaba para su investigación: el 30 de enero de 2018 solicitó el expediente del caso al Tercer Juzgado Militar de Valdivia, y el tribunal contestó escuetamente que “no existen antecedentes algunos que diga relación con los acontecimientos consultados”.
El intendente subrogante, Jorge Pérez Sánchez, quien emitió la orden de desalojo, “se retiró de la política activa dedicándose al ejercicio de la abogacía”, cuenta Wladimir Soto en su obra. Agrega que el dirigente demócrata cristiano incursionó en los circuitos alternativos de cultura durante la dictadura cívico-militar, pero nunca fue sometido a juicio político. Siempre pensó que su intervención se ajustó a derecho. Murió en 2016.
En tanto, Edmundo Pérez Zujovic fue sindicado por los pobladores como el gran responsable político de la matanza. Incluso, en “Preguntas por Puerto Montt”, Víctor Jara lo conminó directamente a responder ‘por qué al pueblo indefenso contestaron con fusil’. El 4 de junio de 1969 el ministro del Interior de Eduardo Frei Montalva fue objeto de una acusación constitucional que finalmente no prosperó: fue rechazada por 78 votos contra 54, y tres abstenciones. La Democracia Cristiana, sin embargo, no se libraría de la crisis institucional.
Casi dos años después de la fallida acusación, Pérez Zujovic fue asesinado a balazos por un grupo de integrantes de la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP), en la calle Hernando de Aguirre, comuna de Providencia.
-Señora Ana Dilia, ¿qué le pasó a usted cuando se enteró de la muerte de Pérez Zujovic?
-Bien muerto estaba. Si lo hubieran matado tres veces era poco con todo lo que hizo.
Olga Santana piensa que el ministro de Frei Montalva “solo pagó por todo lo que hizo, por todos nuestros muertos”. Algo similar cree Laura Loayza: “Cuando mataron a Pérez Zujovic, pagó todas las maldades que hizo. Por él sucedió todo. Cuántos muertos dejó, cuántos niños sin sus padres, cuántos discapacitados”.
A la justicia internacional
A medio siglo de la tragedia que enlutó al país, Olga Santana se aferra a una mínima esperanza de justicia. Tocó la puerta de Comunidad Vínculos, una corporación con dilatada experiencia de intervención en sectores empobrecidos del sur de Chile, cuya línea transversal es la promoción de los derechos humanos. Uno de sus grandes hitos, de hecho, es la creación de una plataforma de sitios de memoria en Puerto Montt donde se violaron sistemáticamente los DD.HH. durante la dictadura.
Claudio Saldivia, coordinador de Vínculos, reunió los antecedentes de la muerte del pequeño Robinson Montiel y los presentó a nombre de la corporación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), órgano autónomo de la OEA que promueve la observancia y defensa de los DD.HH. en las Américas. La entidad con domicilio en Washington acusó recibo de la información: la petición figura con el número P-267-2019 y su estado procesal es “en estudio”.
Francisco Cox, abogado especialista en derechos humanos y uno de los siete expertos nombrados por la CIDH para investigar la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, explica que la petición se encuentra “en una etapa preliminar” y “no ha decidido si abre a trámite o no” la causa. “No significa aún que haya ingresado el caso. La Comisión da un número de identificación para darle seguimiento a la solicitud y para pedir más información”, remarca el único abogado chileno que ha litigado ante la Corte Penal Internacional.
“Me comuniqué vía correo electrónico con la Comisión. Me pidieron antecedentes, recopilación de archivos de prensa, algunos oficios de la época, y el monto de la pensión irrisoria que reciben. Lo que queremos es hacer justicia: que el Estado reconozca que esto ocurrió, que hubo víctimas, que no ha habido justicia ni compensación económica”, relata por su parte Claudio Saldivia.
El abogado Cox recalca que el requisito para acceder a la Comisión, paso previo para aspirar a un fallo en la Corte Interamericana de DD.HH.,  es “agotar todos los recursos judiciales internos. Se tiene que haber presentado alguna demanda en contra del Estado, y que ahí no se haya respetado el debido proceso”.
El paso siguiente de Vínculos será reunir los antecedentes de las otras familias para ingresarlas a la petición. El pasado 16 de julio, Claudio Saldivia se reunió con Olga Santana y las otras dos mujeres más comprometidas en la lucha contra la impunidad: Ana Dilia Águila y Laura Loayza. “Acordamos enviar los antecedentes de ellas dos para sumarlas y ver en el camino a las familias que quieran sumarse”, agrega Saldivia. La abogada Patricia Rada se encargará de las gestiones.
Según Saldivia, el único deseo de Olga Santana es “a estas alturas de la vida disfrutar algo, después del trauma que la ha acompañado toda la vida por la partida de Robinson”.
-Señora Olga, ¿pudo rehacer su vida después de la muerte de su hijo?
-No, porque todavía tengo recuerdos del pasado y nunca he podido olvidar de lo que sucedió. El día a día lo vivo, pero me falta mi hijo. Tuve otros hijos después, pero Robinson era el primero. El segundo nació en 1971 y vive en Argentina. Y en 1972 tuve gemelos: un hombre y una mujer. Con los gemelos siento que Dios me devolvió a mi hijito, me lo trajo de vuelta.