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lunes, 25 de julio de 2016

Adelanto del libro Pésima memoria

Un cafecito con Juan Emilio Cheyre y el destape de los esqueletos

por  25 julio 2016
Un cafecito con Juan Emilio Cheyre y el destape de los esqueletos
El encuentro con Juan Emilio Cheyre fue importante, fuerte. Tanto, que a la salida de esa conversación, según conté a la periodista Claudia Cento, aunque era temprano por la mañana, al pasar “frente a un restorán peruano donde las sillas estaban todavía sobre las mesas, pregunté si me podían hacer un pisco sour y el barman, que estaba barriendo, me dijo que sí. Le pedí un pisco sour catedral que es como tres de los chilenos, con pisco de 40 grados. Después de la entrevista me había venido un bajón. El trago me devolvió el alma al cuerpo”. Me sentía liberado. ¿Cómo se sentirá hoy Juan Emilio del Sagrado Corazón de Jesús Cheyre Espinosa?

Escribo en momentos en que el general Juan Emilio Cheyre, el comandante en Jefe del Ejército que marcó distancia con la herencia de Pinochet, lo está pasando mal, muy mal. Después de retirarse, Cheyre inició un exitoso recorrido como académico universitario y hombre público, y llegó a ser presidente del Servicio Electoral. Hoy, los dos edificios de su vida, el militar y el civil, le han caído encima. Mientras escribo se halla en libertad bajo fianza, tras haber pasado varios días en prisión preventiva en una unidad militar. Sus esqueletos le han dado alcance…
En julio de 2005, cuando Cheyre comandaba el Ejército en gloria y majestad, lo visité en su oficina para hablar de un asunto delicado. A la periodista Claudia Cento del diario La Segunda le conté: “El contacto lo hizo un amigo mío y él (Cheyre) se mostró dispuesto a recibirme desde el primer momento. Fui a su despacho en la calle Zenteno. Fue amable y su personalidad me impresionó”. El amigo que gestionó la reunión era Osvaldo Puccio Huidobro, entonces ministro del Presidente Lagos. Osvaldo estuvo con su padre en La Moneda durante el bombardeo y fue llevado prisionero al mismo edificio en que Cheyre me recibía ahora y, luego, a la isla Dawson.
¿Qué hacía yo en ese lugar? Había ido a destapar mis esqueletos, como decíamos desde el caso macabro de Roberto Haebig que estalló en 1961.
Haebig, un chileno alto y anguloso, de origen alemán, había recorrido el mundo y llegado a ser en Hollywood el doble de Boris Karloff en la película Frankenstein y otras cintas de terror. En el patio de su casa de Dardignac 81, en el barrio Bellavista, hizo una excavación en la que aparecieron osamentas humanas. El propio Haebig llamó a la policía y a los periodistas para que observaran su descubrimiento, restos –según él– de un cementerio indígena como demostraban varios fragmentos de vasijas y tejidos que exhibió diciendo haberlos encontrado en el lugar.
Sin embargo, al cabo de una acuciosa investigación, los astutos detectives de Investigaciones descubrieron que se trataba de los huesos de Leonidas Valencia Chacana y Milo Montenegro Lizana, dos turbios personajes con quienes el dueño de casa traficaba en antigüedades y joyas robadas, desaparecidos un par de años antes.
Roberto Haebig los había asesinado fríamente en días diferentes con sendos balazos en la nuca y los había enterrado en su propio jardín. ¿Por qué Haebig destapó los esqueletos? La pregunta estaba en el aire y fue agarrada al vuelo por el diario Clarín, que encabezó con ella un famoso concurso para aclarar el enigma, al que llegaron cientos de cartas con las teorías más variadas que los lectores devorábamos ávidamente.
Dese el día en que llegué a destapar mis esqueletos donde el comandante en Jefe han transcurrido más de diez años; hoy los esqueletos de Cheyre salen a la luz, pero no es él quien los destapa sino la justicia. Los míos, en cambio, los destapé yo por iniciativa propia, como Haebig, con la diferencia de que al hacerlo dije la verdad y asumí todas mis responsabilidades. La “data” de los esqueletos de Cheyre y la de los míos se sitúan en la década del 70 del siglo pasado, con dos años de diferencia: el teniente Cheyre actuó en 1973 y el periodista Labarca, en 1975.
Los esqueletos personales que destapé a las 10 de esa mañana de 2005 en la oficina del general Cheyre tenían que ver con un libro.
Sucede que mientras permanecí en la antigua Unión Soviética como periodista del programa 'Escucha Chile' de Radio Moscú, escribí un supuesto diario del general Carlos Prats, ex comandante en Jefe del Ejército, que había sido asesinado junto a su esposa en Buenos Aires por los sicarios de Pinochet. Podría haber sido una buena obra de ficción si no fuese porque el propósito era presentar ese “diario” como auténtico, lo que se consiguió exitosamente, tanto que la editorial Fondo de Cultura Económica de México lo publicó de buena fe con el título Una vida por la legalidad. El libro tuvo enorme repercusión internacional, con reseñas en The New York TimesLe Monde y otros medios de información. En Chile apareció una edición clandestina.
Podría decirse que mi intención había sido “positiva”, pues se trataba de debilitar a la dictadura de Pinochet que tantos crímenes estaba cometiendo, entre ellos, el asesinato terrorista en Argentina del matrimonio Prats-Cuthbert con una bomba colocada en su automóvil. Se rumoreaba que después de ese crimen abominable los asesinos habían penetrado en la casa del general y su mujer en Buenos Aires y robado el original de las memorias que Prats estaba escribiendo. Desde cierto punto de vista, el diario apócrifo aparecía como una forma de llenar un vacío y reivindicar la memoria del general asesinado.
La iniciativa no había sido mía. Un compañero del Partido Comunista de Chile, al que yo pertenecía, me entregó en Moscú un legajo escrito a máquina. Ese compañero, al que llamaré “X”, me dijo: “Dale una mirada”. Al ver el nombre del autor creí que se trataba del diario verdadero del general Prats, pero después de leer en mi casa tres o cuatro páginas burdas y mal escritas comprendí que era una falsificación. Se lo dije a X y él me preguntó: “¿Puedes arreglarlo?”. Le respondí: “Imposible, no tiene arreglo”. “¿Y escribirlo de nuevo?”. Mi respuesta instantánea fue afirmativa. Ahí empezó todo.
Por fidelidad al personaje, me zambullí en el tiempo y las declaraciones del general asesinado y, durante varias semanas, yo, que no había hecho siquiera el servicio militar ni puesto nunca mis pies en un cuartel, viví, dormí, pensé, caminé por las calles nevadas de Moscú palpitando, sintiendo, pensando como él, vibrando con sus inquietudes, sueños, angustias, frustraciones: fui Carlos Prats González.
Aunque impresentable, el borrador recibido contenía fechas y datos de la vida de Prats y abundantes frases suyas que alguien había sacado probablemente de la prensa y que me facilitaron la tarea. En la radio me tomé varias semanas libres y trabajé de día, noche y madrugada en mi casa de la calle Vavílova con una máquina de escribir portátil marca Erika con teclado francés, a la que un mecánico agregó la letra eñe. Al cabo de un tiempo el trabajo estaba terminado.
Entregué mi obra a X y, según supe después, el original fue llevado a México por el economista Marco Colodro, que se hallaba de paso en la URSS y su autenticidad fue avalada ante la editorial por la viuda de Allende, Hortensia Bussi. Entiendo que tanto Colodro como Tencha actuaron de buena fe, pues sin ningún respeto hacia ellos se les aseguró que el diario era verdadero. El éxito fue rotundo, miles de lectores lo creyeran auténtico y me sentí excitado por haber participado en una operación de propaganda negra digna de una novela de John le Carré. Mi pluma y mis capacidades camaleónicas habían dotado de credibilidad a Una vida por la legalidad.
En 1985, cuando el diario apócrifo llevaba casi diez años circulando sin que nadie hubiera objetado su autenticidad, aprovechando que en Chile se suavizaba la censura, la editorial Pehuén publicó un grueso tomo de más de 600 páginas: las memorias verdaderas del general Carlos Prats, que sus hijas habían rescatado en Argentina. En el prólogo las hijas descalifican el "libro apócrifo que alguien escribió en México”. Con el tiempo, el diario falso fue pasando al olvido sin que hubiera indicio alguno acerca de quién pudo haberlo escrito. Del mismo modo que los esqueletos del general Cheyre, los míos parecían enterrados para siempre. ¿Para siempre?
Mi visita al general Cheyre fue parte del desentierro de mis esqueletos.
Amable y protocolar, el comandante en Jefe me preguntó si quería un café. En ese instante mi mente saltó a un hecho que me había relatado con sonrisa irónica el embajador peruano Oswaldo de Rivero Barreto en Europa. Siendo un joven diplomático, De Rivero había acompañado en Santiago al ministro de Relaciones Exteriores de su país en una visita a Pinochet. Al igual que Cheyre ahora, el dictador les había ofrecido un café. Los visitantes aceptaron y con sorpresa vieron entrar a un mozo de guante blanco con una bandeja en la que traía las tazas, una jarra de agua caliente, el azucarero y… un tarro de Nescafé con su etiqueta. Junto al general Cheyre esperé resignadamente el Nescafé de la Comandancia en Jefe, pero tuve el agrado de recibir y compartir con mi anfitrión un auténtico café de grano con galletitas. No solo en temas castrenses Cheyre se había distanciado del pinochetismo…
Volvamos atrás… En los primeros meses que siguieron a la publicación del “diario”, me sentí orgulloso. Más tarde, absorbido por nuevas urgencias, llegué a olvidarme casi del asunto y mis esqueletos habrían quedado enterrados eternamente si no fuera porque… Si no fuera porque, a medida que pasaba el tiempo, y especialmente tras la aparición de las memorias auténticas de Prats, comencé a cuestionarme acerca de mi labor de escriba falsario.
Es cierto que en 1975, cuando redacté el “diario”, vivíamos en plena tragedia, nuestros amigos eran detenidos, torturados, asesinados, hechos desaparecer. Actuábamos con urgencia y desesperación, teníamos que hacer algo, lo que fuera, cualquier cosa para denunciar la matanza y salvar vidas… y el “diario” fue una de las cosas que hicimos. Sin dudarlo, intuí en ese tiempo que el “diario” podía influir en los militares, debilitar su apoyo a la dictadura, contribuir a un quiebre de las Fuerzas Armadas.
Los opositores al dictador teníamos derecho a interpelar a los militares y a invocar al general Prats para mostrarles que había un camino diferente al de la represión. Estábamos terriblemente golpeados, obsesionados, angustiados. Para exaltar la figura del general Prats podríamos haber publicado una biografía o una selección de documentos suyos o testimonios acerca de él. Pero que hubiéramos incurrido en una falsificación con ese fin era una cosa diferente y con el tiempo llegué a la conclusión de que, al hacerlo, habíamos estado bastante desquiciados. Las preguntas que empezaban a rondarme por oleadas iban en aumento.
El general Prats, con el que yo había intercambiado un par de saludos y algunas palabras, había sido leal con Allende y, más que con el proyecto de la Unidad Popular, con la Constitución. ¿Había sido yo leal con él al colgarle un “diario” después de muerto, por mucho que la intención haya sido estigmatizar a sus asesinos? ¿Era aceptable que un movimiento político o una persona como yo se arrogara el derecho a apropiarse de la memoria de un ser humano, a manipularla, a suplantar a esa persona después de su muerte atribuyéndole actos y pensamientos en aras de una causa, por justa que fuera?
Por cierto, los criminales eran quienes habían quitado la vida al general Prats, pero a la sombra de ese asesinato yo me había disfrazado con la identidad de la víctima para utilizar su nombre y su prestigio en la cruzada contra Pinochet. Aunque de mucho menor gravedad que un asesinato, en estricto derecho ‒y no en vano soy abogado‒ mi acto también había tenido carácter delictual, y en mis noches de insomnio llegué a comparar mi actuación con la del ladrón que entra a la casa de la persona asesinada y se apodera de sus bienes ‒en este caso el nombre, el honor, la fama, la palabra del general Carlos Prats– para utilizarlos sin escrúpulos.
Desde el fondo de mi subconsciente la verdad pugnaba por salir y consulté a algunos amigos: todos me recomendaron que guardara silencio para siempre. Finalmente, en forma sublimada, el antiguo episodio afloró en mi novela Cadáver tuerto, publicada en 2005 y premiada como la mejor de ese año por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
En dicha novela, cambiando los nombres y las circunstancias, el tema de la falsificación del diario de un general asesinado ocupa ocho páginas. Se trataba de una confesión velada hecha sobre todo para mí mismo. Sin embargo, no quise que las hijas del general Prats pudiesen deducir mi participación en el asunto al leer la novela y pedí consejo a mi amigo Isaac Frenkel, abogado respetado y de buen criterio.
Issac habló con Sofía, la hija mayor de Prats que estaba por viajar de embajadora a Grecia y le anunció que mi novela venía en camino, y que me hallaba dispuesto a asumir mi responsabilidad. Más tarde, desde Viena, la ciudad en que residía, viajé a Atenas a entrevistarme con la embajadora Prats Cuthbert y me excusé ante ella. En Chile también me excusé ante María Angélica y Cecilia, las otras hijas del matrimonio Prats-Cuthbert. Fueron momentos tensos para mí, pero creo que sobre todo para ellas.
Aunque mi revelación les trajo el alivio de conocer por fin el origen del diario apócrifo de su padre, percibí que mi aparición las hacía revivir el episodio de esa publicación que había añadido un factor ingrato al terrible dolor que las embargaba. Me trataron con cortesía, pero era evidente que mi presencia les resultaba antipática, lo que me pareció entendible.
Años más tarde, un día en que visité la casa de Tomás Moro 200 que fuera residencia del Presidente Allende, un artista, que restauraba el escudo chileno esculpido a la entrada por María Martner con piedras del país, reaccionó con gestos de molestia al verme. Era Francisco Cuadrado Prats, el nieto del general Prats que en el velorio de Pinochet escupió sobre el féretro del dictador que mandó matar a su abuelo, al que era muy apegado. El escultor soltó las herramientas, me miró y se alejó indignado por la calle…
Cuando apareció mi novela, Pedro Pablo Guerrero, perspicaz periodista de la 'Revista de Libros' de El Mercurio, no más leerCadáver tuerto sospechó y me llamó, y le confesé la verdad. Así me lancé a la piscina vacía y el tema estalló públicamente.
A esa altura también me excusé ante la editorial mexicana que había publicado el “diario” y frente a quienes lo habían leído creyéndolo verdadero. Las patadas me llovían de todos lados. Un dirigente comunista chileno afirmó que mis afirmaciones formaban parte de una conspiración contra el Partido Comunista y que me encararían cuando regresara a Chile desde Europa, donde nuevamente me encontraba.
Volví, les avisé que estaba de regreso, ningún representante del partido se acercó a mí. Era obvio que las averiguaciones que entretanto habían hecho los convencieron de que yo había dicho la verdad. Como parte del precio que pagué por mi decisión, varios compañeros por los que tenía afecto no entendieran mi gesto y estimaran que yo había sido desleal, y así perdí a algunos amigos.
La verdad es que con la revelación de algo que nadie sospechaba y que, como sucedió, solo me acarrearía problemas, yo había querido ser leal, leal con la memoria del general asesinado y conmigo mismo. Lejos de ser una confesión de culpabilidad al estilo cristiano, mi acto estuvo movido por el afán de restablecer la verdad sobre un episodio pequeño pero significativo de la historia de ese período doloroso.
Desde la vereda de enfrente, en algunos medios de prensa se afirmó que el diario apócrifo había tenido por objeto dividir a las Fuerzas Armadas y favorecer una guerra civil. Cristián Bofill, director del diario La Tercera, tomando pie en el argumento de mi novela, insistía en que yo había escrito el “diario” por orden del Partido Comunista, concretamente de Volodia Teitelboim, el máximo dirigente del partido que en 1975 estaba en Moscú. Reiteré una y otra vez que asumía toda la responsabilidad y que no daría el nombre de X, pues si yo había esperado treinta años para destapar mis esqueletos, no tenía el propósito de “delatar” a los demás involucrados u obligarlos a que se tiraran junto conmigo a la piscina y destaparan los suyos. Cada cual haría lo que estimara conveniente.
En cuanto a la “orden” que supuestamente habría recibido, desmentí reiteradamente a los periodistas de La Tercera que me acosaban: nadie me dio una orden, X solo me preguntó si podía hacerlo y respondí que sí. En caso de que hubiera dicho que no, el asunto habría quedado ahí y no habría pasado nada. La siniestra “orden del Partido” en que insistía Bofill solo estaba en su imaginación.
Además, el “diario” no era una obra que pudiera escribirse por orden superior. Requería ciertas cualidades y capacidad de inspiración, y hasta hoy estoy convencido de que yo era la única persona, al menos en ese medio, capaz de producir un diario apócrifo que engañara a todo el mundo, incluso al ex embajador de Estados Unidos en Chile Nathaniel Davis, que en un libro le dio pleno crédito.
En cuanto a Volodia Teitelboim, aunque nunca avalé la acusación de que él hubiese sido X, la idea caló hondo debido al parecido que algunos le encontraban con el Pope, personaje que en el libro dirige la falsificación de un diario. La situación lo afectó bastante en momentos en que enfrentaba una complicada situación familiar y problemas de salud.
Mientras el general Cheyre y yo conversábamos tomando café, yo desenterré mis esqueletos pero él mantenía cuidadosamente los suyos bajo tierra. Guardando las proporciones y distancias, el Partido Comunista y el Ejército eran, cada uno a su manera, organizaciones disciplinadas capaces de mantener secretos. Yo había pergeñado el “diario” a mediados de la década de 1970, cuando los militares chilenos disponían impunemente de la libertad de las personas, encarcelándolas; de su integridad física, torturándolas; de su vida, quitándosela.
Cuando iniciaba su carrera militar, el teniente Cheyre prestaba servicio en una de las unidades donde aterrizó la siniestra Caravana de la Muerte. En esas circunstancias Cheyre cumplió sus tareas con eficiencia y discreción, tal como hará a lo largo de toda su vida militar. Los testigos han declarado que actuó como carcelero e interrogador, y corresponderá a los tribunales determinar si participó en las torturas y colaboró en los asesinatos.
Mientras el general Cheyre y yo conversábamos tomando café, yo desenterré mis esqueletos pero él mantenía cuidadosamente los suyos bajo tierra. Guardando las proporciones y distancias, el Partido Comunista y el Ejército eran, cada uno a su manera, organizaciones disciplinadas capaces de mantener secretos. Yo había pergeñado el “diario” a mediados de la década de 1970, cuando los militares chilenos disponían impunemente de la libertad de las personas, encarcelándolas; de su integridad física, torturándolas; de su vida, quitándosela.
¿Pudo Cheyre haber destapado sus esqueletos como yo, haber contado lo que hizo y lo que vio, haber prestado testimonio acerca de los crímenes cometidos en su unidad militar? ¿Pudo asumir sus propias responsabilidades? Sí, por ejemplo pudo advertírselo a Ricardo Lagos cuando le ofreció la Comandancia en Jefe, pero en ese caso el Presidente no habría podido nombrarlo y su carrera habría llegado hasta ahí.
Esa carrera, que continuó a lo largo de muchos años, ha sido alcanzada ahora por los antiguos esqueletos y Juan Emilio Cheyre corre el peligro de perder lo que había construido meticulosamente: la imagen del soldado que dio la espalda al pinochetismo, su prestigio académico, su puesto de árbitro electoral en el Servel.
Al destapar los esqueletos siempre se pierde algo. Haebig fue a dar a la cárcel por dos asesinatos. Cuando destapé los míos, alguien sugirió que me quitaran el premio otorgado a la novela en que revelé veladamente el asunto y me obligaran a devolver el diploma y el dinero, lo que afortunadamente no sucedió. Si años atrás Cheyre hubiera destapado los suyos, no habría subido tan alto… pero su caída no sería hoy desde tan arriba y tan estrepitosa. Como compensación, habría estado en paz consigo mismo, al igual que he estado yo desde el día en que lo fui a visitar.
Al escribir el “diario” actué imbuido de la lógica política y sus técnicas de manipulación, encubrimiento, falsedad. Anidaba en nosotros, en mí, una arrogancia peligrosa, hasta el punto de sentirnos y sentirme con derecho a decidir por los demás y a hablar por otra persona, como había sucedido en este caso.
Aunque el Partido Comunista de Chile era una organización humana y fraternal, formábamos parte de un movimiento que se identificaba con la Unión Soviética, donde se habían cometido horribles persecuciones y masacres y los esqueletos caminaban por las calles.
Fue allí, en Moscú, donde escribí el “diario”. Hubo de pasar el tiempo y tuve que sumergirme en un mundo aireado y diferente, el de la creación literaria, para que el residuo de la añeja historia del diario apócrifo me inspirara las páginas de Cadáver tuerto que desataron el debate. Hoy, a la distancia, la falsificación que realicé en esos días lejanos me parece inconcebible, descabellada, brutal y además inútil, pues entre los militares no tuvo la repercusión que imaginábamos.
¿Y Cheyre? ¿Qué piensa hoy de sus actos de entonces? ¿Qué ha pensado a lo largo de estos años y ahora que ha sido alcanzado por la justicia? ¿Qué reflexiones íntimas lo han asaltado después de su retiro, cuando se integró al medio académico y universitario, ámbito de cultura, autonomía, independencia, libertad de pensamiento?
El Ejército practica el arte de la guerra y de la muerte, la cultura del secreto y el silencio, y el brillante oficial Juan Emilio Cheyre ha sido fiel hasta hoy a los principios de la institución. Si un día concurrí a su oficina, fue porque él desde su puesto de número uno acababa de honrar como ex comandante en Jefe al general Carlos Prats González en presencia del alto mando y de las hijas y descendientes del militar, asesinado por orden de otro comandante en Jefe, Augusto Pinochet. El Ejército de Cheyre volvía a ser el del general Carlos Prats González y, tal como me había excusado ante la familia de Prats, quise excusarme ante el Ejército de Prats. Mientras compartíamos un buen café, hablamos de temas relacionados con el libro y la época tan difícil en que a Carlos Prats le correspondió ser comandante en Jefe.
El general Cheyre dio la espalda a los métodos de Pinochet y pronunció la célebre frase: “Nunca más”. Cuando revelé mi autoría del diario apócrifo lo hice con la decisión de no cometer “nunca más” un acto como ese en aras de una “causa”, aunque fuese la más justa del mundo. La diferencia entre él y yo está en que mi “nunca más” con miras al futuro iba acompañado por el destape de mis esqueletos del pasado. En cambio, el “nunca más” de Cheyre tuvo solo valor para el futuro y dejó sus esqueletos antiguos bajo tierra.
Para mí, el encuentro con Juan Emilio Cheyre fue importante, fuerte. Tanto, que a la salida de esa conversación, según conté a la periodista Claudia Cento, aunque era temprano por la mañana, al pasar “frente a un restorán peruano donde las sillas estaban todavía sobre las mesas, pregunté si me podían hacer un pisco sour y el barman, que estaba barriendo, me dijo que sí. Le pedí un pisco sour catedral que es como tres de los chilenos, con pisco de 40 grados. Después de la entrevista me había venido un bajón. El trago me devolvió el alma al cuerpo”. Me sentía liberado. ¿Cómo se sentirá hoy Juan Emilio del Sagrado Corazón de Jesús Cheyre Espinosa?

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