“Mi intuición me llevó a tomar la cámara”, confiesa Lissette Orozco al principio del filme de su autoría que además protagoniza. Con esta frase mínima intenta explicar lo que la impulsó a situarse en escena como quien se esfuerza por reconstruir una historia que se mantuvo oculta y que, tras un arresto que parecía producto de una equivocación, deviene en fragmentada. Es así como en El pacto de Adriana (2017) nos muestra la transformación que sufre el vínculo con su tía: de ser la Chany, tía favorita e idolatrada por todo el grupo familiar, que le traía regalos y le contaba entretenidas anécdotas cada vez que la visitaba desde Australia donde residía; a ser la tía Adriana, ex agente de la DINA, supuesto miembro de la Brigada Lautaro y en dicha calidad partícipe en la desaparición del dirigente comunista Víctor Díaz, entre otros.
El hito que marca aquel cambio de estatus es el arresto que sufre la Chany del que Lissette fue testigo mientras la esperaba junto a toda su familia en el aeropuerto. A partir de ahí nos involucra en el proceso de esclarecimiento del hecho genérico de haber pertenecido su tía a la que se puede llamar la “guardia pretoriana chilena” que subyace al hecho específico que se le imputa y que da fundamento al arresto, mostrando la ambigüedad propia de quien asume más de un rol: en tanto sobrina se ve forzada, por la confianza implicada en la relación de parentesco, a creer en la inocencia que su tía alega y que le pide que registre con su cámara; en tanto investigadora se ve convencida por las variadas pruebas, que con ella tenemos la oportunidad de valorar, que se alzan en contra del testimonio de su tía y entonces del objetivo que esta última le pretendía asignar al filme. Dicha permanente tensión hace que el filme se nos presente como un esfuerzo siempre equívoco de aproximarnos a la complejidad implicada en un pacto sellado por la lealtad de aquellos que participan en igualdad de condiciones maniobrando una máquina de horror.
La intuición que Lissette sindica como la responsable de su experimentación con la cámara es exactamente la misma que los personajes de la obra de teatro Mateluna (2016) de Guillermo Calderón. La obra está construida en la forma de una confesión circunstanciada acerca de cómo toman conocimiento y qué ocurre con los integrantes de la misma compañía de teatro tras enterarse que Jorge Mateluna, quien les transmitió su testimonio como miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que sirvió de inspiración para montar la obra Escuela (2013), es en el mismo año de estreno tomado preso y posteriormente condenado a dieciséis años de cárcel por robar un banco. Este hecho desató una serie de reflexiones en el grupo que expresaban el deseo de leer en consecuencia con su pasado el delito supuestamente cometido. La imposibilidad de encontrarle un sentido político significativo los fuerza a estudiar minuciosamente los antecedentes del juicio al punto tal de percatarse que se le habría condenado con pruebas falsas o inexistentes y que por lo tanto Mateluna se encontraría injustamente cumpliendo la pena privativa de su libertad.
A pesar de que la tesis que se puede leer en Mateluna es más radical que la de El Pacto de Adriana, al parecer identificar una especie de continuidad entre la forma en que operaba la dictadura y la forma en que operan las instituciones en la actualidad, lo que ambas obras tienen en común, y que aquí interesa destacar especialmente, es su intento por construir la memoria colectiva por la vía de preguntarse por el estatus de la verdad. Es por ello que no es casual que los hechos que habrían desencadenado la producción de las obras sean parte fundante de procedimientos judiciales, pero todavía más que sus propias estructuras exhiban la estructura de un juicio.
En un juicio, cuya condición esencial es que es público, lo que está en juego es la determinación de los hechos y de la responsabilidad que cabe a quien se le atribuyen como propios. En Mateluna el grupo de actores a su vez actúan como si fueran los defensores, intentando denunciar en vivo las supuestas irregularidades que exhibió el juicio; en El pacto de Adriana la sobrina actúa como un juez que valora las pruebas que ante sí ponen otros a su disposición. Asumiendo esos papeles diversos el resultado es el mismo: la puesta en jaque del modo en que ordinariamente tratamos con la verdad, valiéndose precisamente de la potencia ficcional encarnada en la obra de teatro, y más intensamente en la obra cinematográfica. En esa línea merece ser reconocida la mención en extenso en El pacto de Adriana del otro filme El mocito (2010), pues es una operación que refuerza la inexistencia de verdades apelativas. El cine lo que hace no es fijar hechos, no es que lo que aparece en El mocito es lo que sucedió en “la realidad real”, sino que lo que hace el cine es dar una lectura sobre un pedazo de mundo que debe ser enfrentada a otras.
Lo novedoso respecto de otros intentos de mostrar la búsqueda de la verdad como si se armara un rompecabezas infinito, como por ejemplo El color del camaleón (2017) de Andrés Lübbert, es que a diferencia de esta última que lo que hace es dar cuenta del desarrollo psicológico del supuesto victimario al que se tiene acceso privilegiado, El pacto de Adriana lo hace proporcionando elementos al espectador para dar una lectura colectivamente construida. Porque finalmente, y tal como dice Adriana, “ser actor no es mentir, es meterte en un personaje”, tanto Lissette como la compañía nos han dado una lección respecto de la fragilidad de su propio testimonio, fragilidad que no puede sino intensificar la potencia de la ficción. Seguramente la compañía de Mateluna nos lo seguirá recordando a través de una serie de apariciones públicas, incluso más allá del escenario de un teatro lo que sin duda nos obligará a probar cuál es el máximo rendimiento de la distinción entre realidad y ficción.