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viernes, 6 de octubre de 2017

PULSO SINDICAL Nº 343 DEL 16 DE SEPTIEMBRE AL 03 DE OCTUBRE DE 2017

                                                  
Elegir el 3 de Octubre para fijar el cierre de este Pulso no es algo antojadizo, se vincula a una de las etapas más duras y bellas de mi vida. No se ve bien hablar ni escribir en primera persona, pero cuando hay hechos que trascienden al tiempo y que explican la posición y conducta asumidas, bien vale por una vez dejar de lado el colectivo y exponerlos.


El 3 de Octubre de 1973, hace 44 años, volví a recibir los pinchazos del sol en diferentes partes de mi cuerpo y sentí que me volvía a la vida. Ese día comenzaba como todos los  días de las últimas semanas para las decenas de prisioneros que yacían en “la casa del techo rojo”, el campo de prisión y tortura montado por el Ejército en el Cerro Chena de San Bernardo.
Con puntualidad nazi llegó el vehículo de los torturadores. Escuchábamos el motor a cientos de metros y sabíamos que comenzaba un día más de dolor.
Hace solo algunas horas, en la tarde del 2 de octubre se habían llevado a nuestros hermanos campesinos de Paine. No están en este 3 de octubre el Colmillo ni el valiente Nuñez. Cada hora que pasa se estrecha más el lazo sobre nosotros, pero no pudimos intuir que este día se romperá todo, definitivamente.
Después de los pasos que subieron el pasadizo de latón, silencio. Interminables minutos en que solo nos acompañan el respirar agitado de alguno, las toses que ya se han hecho una constante y el sonido de la electricidad pasando sobre nuestras cabezas, en los cables de alta tensión.
¡¡Formar!! es la orden. Nos sacan a culatazos de los lugares que ocupamos, para reunirnos en el centro de la casa. No importa la edad ni las condiciones en las que nos encontramos, todos debemos poner las manos en la nuca y mirar hacia delante, más allá de esas vendas que nos impiden mirar al que ordena y a los que vigilan. Formar, dicen, y ahí nos dejan. 
De cuando en cuando se siente un golpe seco y se escucha el quejido del que fue golpeado. Es que se han de haber caído sus brazos, que pesan una tonelada después tanto rato cruzados detrás de la cabeza. ¿Minutos, decenas de estos, horas?, que importa. Estamos ahí de pie, vendados, sufriendo de calambres, sin saber si nos espera la libertad o el cadalso.                                                                            

¡¡Atención!! grita el de las ordenes. Los que sean nombrados levantan su mano y serán sacados hacía un costado.
Gonzalez, Castro, Monsalves, Vivanco, Morales, todos los ferroviarios que suman 11, Viera – el flaco que habían llegado hace un par de días – Solar Miranda el que quiere ver a su hijo pequeño, y otro , luego otro y otro más. Han de haber sido entre 30 y 40 los que arrastran sus pies mientras los sacan de la fila.
Son los que van a soltar pienso, y me pongo a llorar, imperceptiblemente para que no vayan a golpearme. Ellos se van y a nosotros nos matan. Otro sollozo ahogado percibo a mí derecha, un cuerpo que cae al suelo aquí cerca de donde estoy. Ahora sí que nos matan. 
Alguien coloca un manojo de llaves en mis manos, las siento. “Manolito, llévelas a la casa mijo”. Es la voz inconfundible del Conejo, Manuel Gonzalez Vargas, mi maestro de perifoneo callejero, compa de marchas y de casa a casa.
Un golpe seco - seguro en la cabeza - ¡¡a tu lugar mierda!! brama el carcelero y lentamente los pasos se pierden hacía algún lado, junto con las llaves de la casa de Manuel.
Al final de la tarde, la situación es algo distinta  para los no nombrados.
Nos han sacado en calidad de bulto desde la pequeña sala, para tirarnos sobre la hierba fresca de primavera que crece afuerita de la casa del techo rojo.
El último interrogatorio no ha tenido golpes, solo amenazas. Cuestiones baladíes, nombre completo, domicilio, lugar de estudio. ¡¡Cuidado con meterte en algo, siempre te estaremos vigilando, te vas solo porque no hay pruebas, etc. etc.!! 
Después vino la espera, el silencio roto solo por el sonido del viento, los camiones, uno para la treintena de prisioneros, otro para los fusileros. Desde el campo de prisioneros de Chena a la Panamericana hacía el sur. Luego de algunos minutos los camiones se salen del camino hasta quedar a unos 100 metros de la calle Ochagavía y nos ordenan caminar hacia ella. La orden de quitarnos las vendas es dada a voz en cuello, Temerosos, obedecemos. Unos y otros podemos ver las condiciones deplorables en que estamos, algunos apenas se sostienen en pie. Resuena de nuevo la voz, hay que cruzar la calle y apoyarse de espaldas en el muro. Cuando estamos en eso comienza el tiroteo, balas que pasan sobre nuestra cabezas, algunos caen de rodillas otros se desmayan. Los que disparan se ríen, parten los camiones. Se van.

Ahí quedamos, 30, quizás 40 seres humanos, sin un alma cerca porque el toque de queda comenzó hace ya bastante rato, sin saber qué hacer ni hacía donde ir. Solos en la noche apenas iluminada de la calle Ochagavia.
Han pasado algunos minutos y se percibe que se acerca un helicóptero, mientras desde el lado sur de Ochagavia se acercan hacía nosotros 2 grandes focos que iluminan todo el espacio entre ellos y nosotros. No hay una orden de refugiarse, solo corremos hacía todos lados, como lo hacen  las hormigas cuando perciben peligro. Las ganas de vivir nos llevan a donde guarecernos.
Tres los que hemos caído en una acequia profunda de fétidas aguas. Los camiones pasan, se escucha el sonido de los tiros, algunos gritos a lo lejos – hacia la Avenida  Lo Espejo – y de nuevo el silencio. Salimos de la zanja mojados y temerosos, esperamos casi sin respirar el termino del toque de queda. Un guardia de una obra en construcción nos pasó una manguera con agua y unos pesos para tomar el microbús hacia San Bernardo.


44 años desde entonces. Una nueva vida que la he dedicado completa al sindicalismo y con eso honrar el compromiso hecho con mis compas ferroviarios ese 29 de septiembre de 1973. ¿Servirá de algo este testimonio a las 2 compañeras que respondiendo al Pulso anterior se limitaron a escribir “más de lo mismo”?.
Y es que es cierto, más de lo mismo, y se debe hacer por siempre, año tras año, porque si no hay castigo ejemplar, al menos la condena moral perseguirá a los asesinos y sus cómplices por toda la vida.
Dije al iniciar este Pulso que me abrumaba un poco escribir en primera persona. Si lo hice es porque lo viví y nadie puede decir que exagero o que miento. 
Allá quedó el cerro, manchado con la sangre de ignorados héroes populares, aquí estamos los que no hemos bajado las banderas, los que no negociamos con los asesinos de nuestros hermanos, los que seguimos creyendo en que la lucha contra el capital nos entregará alguna vez la victoria para construir esa nueva sociedad, la misma que no alcanzaron a ver concretada  nuestros hermanos. No hay perdón. No hay olvido.



MANUEL AHUMADA LILLO
Presidente C.G.T. CHILE

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