Lagartos, serpientes y dragones llameantes de la Educación
- Juan Guillermo Tejeda
- Artista visual
-
- La educación chilena, que fue durante tantos años una cosa como
sumergida de la que nadie hablaba mucho (salvo Brunner, que lanzó en
Chile los rankings y la medición con cinta métrica de los
estantes de la biblioteca y los metros cuadrados de césped de cada
colegio o universidad) es hoy un tema que suscita gran interés.
-
- Hay en la actualidad muchos, casi demasiados interesados en lo
educacional. Interesarse, sin embargo, tiene significados diversos.
Una gran cantidad de personas está interesada en educarse bien o en
educar bien a sus hijos. Personas que se preocupan especialmente (y es
una pena) por los costos de la educación, o sea, más por los recursos
educativos que por los fines o modos o beneficios de esa educación.
Otros pertenecen a agrupaciones que luchan por algún petitorio con
varios puntos y exigen casi siempre muy enojados educación pública,
gratuita y de calidad, sobre todo mediante marchas y capuchas. También
hay quienes promueven una educación religiosa, en lo posible muy cara,
clasista y de calidad, aunque procurando que al mismo tiempo haya muchos
que carezcan de aquella calidad para que su propio brillo tenga
alrededor tierrales sombríos sobre los cuales expandirse gloriosamente,
arghhhh! (rugido de jaguar).
El amplio, generoso e interminable debate en espiral que ha
propiciado el ministro Eyzaguirre ha tenido, entre otras consecuencias,
la de despertar a las hasta ahora silenciosas salamandras, lagartos,
serpientes y dragones llameantes de la educación, es decir, aquellos que
utilizan a los colegios y universidades como fuente de poder,
irradiación doctrinal y privilegio.
Unos (los de cota mil) lucran en grande, otros (los de cota 700) en
estilo pyme, obteniendo todos sus ganancias no del mercado, como
preconizan ideológicamente, sino del Estado. Odian y desprecian al
Estado, pero al Estado se arriman para hacer su negocio, no limpiamente
sino suciamente.
Desde que fuera fusilado por Pinochet y su gente, el Estado
republicano chileno dejó de ser republicano y se limita, en educación, a
tres cosas:
Uno: a tirarles un poco de pan y agua a quienes no logran pagar un
colegio privado para sus hijos, y ese es el, en general, decadente mundo
de los colegios municipalizados (antes la gloriosa educación pública o
fiscal), salvo los así llamados emblemáticos, que obligan a esos pobres
niños a correr durante toda su infancia la Fórmula 1 de la PSU, donde lo
que cuenta no son los valores ni los hábitos ni el saber, sino el
puntaje. De sus universidades estatales este Estado
pinochetista-concertacionista no se acuerda, y si se le habla de ellas
como que tose o se distrae, dejándolas que se maceren en sus recintos
poco ventilados y sin financiamiento público.
Dos: el Estado se dedica a traspasar dinero público a la educación
privada, y ahí es donde brillan y se agitan las doradas poruñas de los
curas y las elásticas fajas de los sostenedores, también los tentáculos
de las universidades con fines de lucro pero oficialmente sin fines de
lucro, es un lucro no lucro o un no lucro lucro, en fin, los chilenos y
chilenas entendemos de qué se trata esa simpática picardía. Son privados
pero ahora se llaman a sí mismos públicos, lo que es una sorpresa
conceptual aunque, a la vez, una suerte de ternura económica: se trata
de captar recursos de todos y gastarlos según decidan unos pocos. Todos
ellos van haciendo fortunas mediante el traspaso de fondos que vienen,
por ejemplo, de las pobladoras que van a comprar un paquete de
tallarines y pagan el 20% de IVA, y van a dar a sus inmobiliarias,
hospitales, empresas de catering, transporte, hostelería o lo
que sea preciso inventar para succionar. Estos lagartos viven de la
tibia teta del Estado, mientras no paran de hablar en contra del Estado.
Alaban lo privado pero serían incapaces de organizar una empresa sin
contar con los cálidos jugos de la subvención estatal que se aseguran
mediante redes de amigos, corrupción de políticos a los que compran con
cargos en directorios y mediante los consensos que significan no tocar
el corazón del lucro mal habido.
Y tres: el Estado chileno neoliberalizado se limita a dejar en paz y
no intervenir en los manejos de todos aquellos agentes o conglomerados
que por su gran tamaño logran hacer negocios abusivos de carácter
monopólico o multinacional, muy lejanos a la libertad de mercado que
pregonizaba Milton Friedman. Nos han dejado así con un Estado no sólo
pequeño sino además muy distraído, sin voluntad ni capacidad de
regulación para asegurar los derechos de quienes, aunque no sean ricos,
siguen siendo personas y son ciudadanos, y que son la gran mayoría del
país.
Lo que sale de este ambiente tan turbio es un sistema educativo
único, alineado no detrás de normativas estatales que horrorizarían a
nuestro rubio Axel Kaiser, sino detrás del dinero. No hay nada tan
unificador como los recursos repartidos de manera desigual. La
injusticia, el abuso y el miedo de quedarse sin nada producen una
rasante geométrica de comportamientos insolidarios, dispersos,
periféricos y centrífugos, un orden natural dominado por lo feo, lo
abusivo, lo discriminatorio y lo jadeante. Una depresión resentida y
poblada de vagos anhelos que no se cumplirán jamás. La convicción,
además, de que no nos es posible prosperar como personas si no es a
expensas de otras personas.
Nos hemos acostumbrado, en esta cultura de democracia
neoliberalizada, a que el debate sobre temas de interés general esté a
cargo de quienes tienen intereses particulares, económicos o
doctrinales, sobre esos temas. No hacemos ya debates ciudadanos, sino
debates entre grupos, entre conglomerados, entre empresas.
Y cuando escuchamos a un parlamentario, a un rector, a un periodista o
al vocero de una organización, casi nunca están detrás de esa persona
los ciudadanos. Estos personajes son, pese a sus cargos de fachada,
modestos aunque bien pagados empleados de poderes inmensos que
permanecen ocultos. La gente dejó hace rato de decir lo que piensa, o lo
que siente, un poco porque se ha hecho muy complicado, y también por
miedo. Miedo a quedar a un lado, a no poder adherirse al indiferente
teflón del sistema o, peor aún, a que de repente algún comisario del
conglomerado se fije en nosotros y nos comience a hostilizar,
transformándonos en parias.
La democracia no ha sido jamás algo fácil. Muchos la ven como una
cobertura dulce de un sistema amargo y por eso no les gusta. Pero
democracia es que los recursos públicos se usen en beneficio de lo que
la mayoría quiere, y no que unas minorías hagan con ellos sus pequeños o
grandes negocios religiosos, económicos, doctrinales o sociales, sobre
todo si esos negocios van en contra de los intereses de quienes los
están financiando. La democracia es cada día y está en manos de todos
nosotros.
Hoy se ha abierto la puerta del debate educacional. Entendemos que
hay un debate corporativo, entre grupos de interés. Un debate de
lagartos gordos y de dientes afilados. Nos vamos entrenando en
distinguir los números y los negocios detrás de los argumentos. Las
autoridades tienen todo el derecho de recibir en sus despachos a los
voceros de aquellos conglomerados. Pero tienen también el deber de
escucharnos a todos, de pulsar la variedad de sentimientos y deseos que
el tema educacional suscita en todos los chilenos y chilenas, en la
sociedad civil, en la gente normal.
Y nosotros, los ciudadanos, podemos elegir entre vivir una vida
estandarizada y empobrecida, diseñada por otros para beneficiar sus
bolsillos, o vivir en plenitud nuestras propias vidas, desde la
libertad, la modestia, la diversidad y, por cierto, el saludable
esfuerzo que todo ello comporta.
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