Éramos chicos de 10, 11 años hablando de Marx, de ser leninistas, almeidistas, trotskistas, conceptos todo de la época medieval que era el Chile rural de los 80. Llegamos a ser el núcleo más grande, unos 7 u 8. Leíamos libros de poesía, cuentos de Bradbury, vimos copias piratas de The Wall, la Naranja Mecánica, El Topo.
Al Arnaldo lo conocía en séptimo año en la escuela Arturo Prat. Era un niño grande para su edad, espaldas anchas, pero hablaba bajito. Costaba entenderle. Nos sentábamos varios metros de distancia. Cuando atentaron contra Pinochet, la profesora se me acercó y me abrazó. “Espero no le pase nada a tu familia”. En esa época, ser hijo de detenido desaparecido te hacía automáticamente blanco de todo lo que ocurría en el país, como si tú fueras el responsable. Salimos al patio. El Arnaldo se me acercó en el recreo y me dijo: “ojalá se muera”. Nos miramos y supimos que estábamos del mismo lado, que éramos del mismo Núcleo.
Un tiempo antes, me lo topé donde el Beño, en una reunión del partido. El Beño era un hombre ya mayor que quería reactivar el partido Socialista en Parral. Nos reuníamos en una Iglesia evangélica abandonada en calle Buín, cerca del Estadio. Las reuniones siempre eran de noche. Cruzábamos varios umbrales hasta llegar a una pieza chiquita donde nos sentábamos alrededor de una mesa de carpintero. Escuchábamos música de los Quilapayún o los Quelentaros. La primera vez que fui a una de esas reuniones lo hice con temor, ya que todos desconfiaban del Beño. Era el único del lote de amigos de mi papá, que era de izquierda y no fue desaparecido. Eso, lo coloca automáticamente en la lista de delator, marica, maricón.
Cuando nos presentaron al Arnaldo, no dijimos que nos conocíamos, ni que estábamos en el mismo curso. Pero ese mismo día, nos encomendaron formar un “Núcleo”. El núcleo era el centro del partido, ahí podías discutir, elegir un delegado que iba a la mesa y, en algunos casos, votar. Al núcleo lo llamamos Luis Rivera, en honor a mi padre. Era extraño pertenecer a esta secta y que tuviese el nombre de papá. La casa de Arnaldo fue nuestra sede, era una pequeña casa cerca de la estación de trenes, en otras épocas, esas viviendas habían sido de los ferroviarios. Eran dos piezas de madera. Ventanas de nylon. Cuando pasaba el tren todo temblaba dentro. Habían pocas cosas, pero todo muy limpio. Éramos chicos de 10, 11 años hablando de Marx, de ser leninistas, almeidistas, trotskistas, conceptos todo de la época medieval que era el Chile rural de los 80. Llegamos a ser el núcleo más grande, unos 7 u 8. Leíamos libros de poesía, cuentos de Bradbury, vimos copias piratas de The Wall, la Naranja Mecánica, El Topo. Hacíamos stencil. Mirábamos las panderetas del estadio Fiscal de Parral, blancas, inmaculadas, como un trofeo de guerra. Tomábamos vino pipeño y caminábamos por la línea del tren pensando que la dictadura iba a caer.
Y casi cayó.
Esa misma noche que el atentado del General, nosotros salimos a pintar las paredes del estadio. Escribimos: “Abajo Pinochet”, una letra por pandereta. Yo fui el encargado de escribir mientras el resto vigilaban si venía algo. Desconocíamos la noticia del atentado. Una vez que terminamos, volvimos a la casa del Beño. estaba pálido. “Quedó la cagá”. Ahí nos contó. Luego, quedamos a oscuras. Lo más probable es que los milicos hubiesen cortado las luces de la ciudad con tal de generar terror. El monstruo estaba herido. No podíamos volver a nuestra casa. Yo tenía manchas de pintura en los pantalones. Esperamos cerca de la 1 de la madrugada hasta que decidimos irnos. Caminamos por la alameda. Oscuridad total. Nos sentíamos como los condenados a muerte. Si nos sorprendían, pensábamos, era nuestro final. Nos separamos en la línea férrea. El Arnaldo se fue solo a su casa, yo con mi hermano. Mi mamá estaba asustada.
Teníamos el corazón a mil. Mi mamá me preguntó sobre la pintura en mi ropa. Le mentí. Estaba un tío en nuestra casa. Siempre iba los fines de semana. Acompañó a mi mamá, mientras llegábamos. Casi no dormí.
Al día siguiente, sentados en el pupitre viejo de la escuela Arturo Prat nos miramos con Arnaldo e internamente deseamos que fuera cierto, que el General había muerto. Durante el día, las noticias eran difusas. Ninguno de nosotros teníamos tele, así que sólo nos enterábamos por algunas radios sobre lo que ocurría. Con el Arnaldo sonreíamos, mientras en el colegio, izaron la bandera en señal de recogimiento. Es extraño eso de desear la muerte de alguien, aunque sea el enemigo que te quitó los afectos y la alegría. El que había hecho de nosotros seres temerosos, pasivos. El monstruo estaba agonizando.
Salimos del colegio y nos regresamos caminando. El Arnaldo encendió un cigarrillo. De alguna manera nos sentíamos héroes como en una película en blanco y negro. Sin embargo, cuando llegamos a casa estaba mi tío afuera, junto a unos pacos. Mi tío trabajaba en el estadio, él había pintado las panderetas y comprendió que habíamos sido nosotros los que la habíamos rayado. Casi me pongo a llorar. Mi mamá le dijo que no, que estábamos pintando una iglesia, que por eso, lo de la pintura. Mi tío quería que nos llevaran preso. “Pudieron rayar cualquier cosa, pero no las panderetas, me habían quedado muy lindas”- rabiaba. Como nadie tenía pruebas, nos dejaron libres.
Esa fue una de las últimas veces que nos vimos como Núcleo. Años después, supe que el Arnaldo era Paco y que había tenido un sumario por excesiva violencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario