Paulina Aguirre, tras volver del exilio, fue asesinada por agentes represivos el 29 de marzo de 1985, la misma jornada en que una tropa de policías ultimó a los hermanos Rafael y Eduardo Vergara. Un año antes, en idéntica fecha, la muerte hirió a balazos a Mauricio Maigret. Todos eran miembros del MIR que tenían entre diecisiete y veinte años.
Por Mauricio Weibel Barahona@mauricioweibel
«Yo los conocí antes que los mataran», recuerda el periodista Axel Pickett, compañero de Mauricio Maigret y los hermanos Rafael y Eduardo Vergara en el Liceo de Aplicación. «A Paulina Aguirre la emboscó y asesinó un comando de la CNI en El Arrayán, bajó las órdenes de Alvaro Corbalán», agrega.
Los cuatro coincidentemente fueron ultimados un 29 de marzo, recalca el autor de Luisa Toledo, Luisa Riveros: Dos vidas, una lucha,libro que recorre las travesías humanas de las madres de sus amigos colegiales.
Maigret falleció en 1984 en un ataque a una comisaría de Pudahuel, cuando tenía diecisiete años. Los demás cayeron en 1985, en la misma jornada en que fueron secuestrados los profesionales comunistas Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino, luego degollados.
«Todos eran militantes del MIR, organización que decidió crear el Día del Joven Combatiente a partir de 1986, en su memoria», recuerda Pickett.
«Se decidió atacar»
La memoria de los involucrados afirma que la pólvora comenzó a ser fabricada en 1983 en las aulas del Liceo de Aplicación. Salitre, azufre y carbón pasaron por las manos de los estudiantes, bajo la mirada cómplice de sus docentes.
Las protestas, lideradas por unos adolescentes Axel Pickett y Pablo Cabello, comenzaron a repetirse en Cumming con Alameda, hito urbano que se convirtió en escenario habitual de las marchas estudiantiles que intentaron llegar hasta el Ministerio de Educación o La Moneda, ubicados siete cuadras al oriente.
Para esa época, unos 115 menores de edad ya habían sido asesinados por la dictadura, de ellos una decena serían del Liceo de Aplicación. A fines del régimen, los menores de dieciocho años asesinados sumaron 276, según el Informe Rettig.
«El MIR decidió atacar la 26° Comisaría de Pudahuel y Maigret, que era jefe de milicias, murió en la acción. Fue muy fuerte», evocó Pickett a El Desconcierto.
Maigret, quien tenía diecisiete años al momento de su fallecimiento, llevaba meses viviendo entre el miedo y su compromiso militante, como dejó por escrito.
«Ha sido muy difícil, he retrocedido muchas veces, he dudado de lo que pienso, he vacilado y he sentido miedo, pero por sobre todo esto ha primado la conciencia de que este sistema es brutal y sanguinario», redactó tres meses antes de su caída.
«Acuérdense, ustedes, de mí, siempre»
Paulina, quizá la más olvidada de todos, ingresó al MIR a los quince años y asumió progresivamente labores ligadas a la estructura superior de esa organización, motivada quizá por su historia familiar.
Su padre, Luis, fue torturado en Calama y luego trasladado a la Penitenciaría de Santiago. Su tío Pedro, trabajador del mineral cuprífero de Chuquicamata, fue recluido en la cárcel de Copiapó.
Su muerte comenzó a dibujarse el 3 de marzo de 1985, cuando el terremoto que azotó Santiago abrió una grieta en la muralla de una casa de seguridad que arrendaba el MIR en El Arrayán y a la que asistía Paulina.
La rendija dejó al descubierto un escóndite de municiones. Alarmada, la dueña de la propiedad, María Victoria Esquivel, hoy fallecida, alertó al Ministerio de Defensa del hallazgo. Éste se comunicó con la CNI.
Una unidad comandanda por el oficial Alvaro Corbalán se instaló en la vivienda, a esperar que Paulina regresara. La muchacha tenía veinte años, cumplidos en diciembre de 1984.
El mayor en retiro de Carabineros, Miguel Soto, alias “El Paco Aravena”, disparó las balas que provocaron la muerte de Paulina, cuando ésta retornó a la casa de El Arrayán.
El oficial FACH Alejandro Astudillo y el teniente coronel de Ejército Jorge Andrade, ambos de la Brigada Azul de la CNI, le apuntaron cuando ya estaba en el suelo, inerte.
Luego Corbalán ordenó alterar la escena y simular un enfrentamiento, según estableció la Justicia.
«Cuando el dolor/la sangre, el odio y la muerte/son necesarios/miles de manos se tienden/para tomar las armas/Acuérdense ustedes de mí/Siempre», fue uno de los últimos poemas que Paulina dejó a su padre, antes de ser acribillada.
«¡Los encontraron, están muertos!»
En la víspera del primer aniversario de la muerte de Mauricio Maigret, los hermano Vergara Toledo planean realizar una acción para rendir homenaje a su camarada caído, un año atrás.
La idea es asaltar, junto a otros cuatro jóvenes, una panadería ubicada entre 5 de Abril y Las Rejas. El objetivo es utilizar el dinero del asalto para financiar operaciones del MIR contra la dictadura. Los complotados llevan tres revólveres y una pistola.
En paralelo, el subteniente de Carabineros Alex Ambler organiza una ronda de vigilancia con un grupo de suboficiales. A final, sale a recorrer la población con un fusil SIG, una subametralladora UZI y una escopeta con perdigones de goma.
Policías y miristas se encuentran casualmente en las cercanías de la panadería. Ambler reconoce a los Vergara. Toda su familia posee un largo historial político.
Los primeros corren, los segundos disparan y logran capturar a los hermanos más conocidos de Villa Francia. Son golpeados y baleados. Un relato dice que los muchachos murieron tomados de la mano.
«La eucaristía que celebré al día siguiente en Villa Francia es la más estremecedora de mi vida», dijo décadas después el sacerdote diócesano Roque Bolton.
El funeral fue celebrado el 31 de marzo de 1985. Amigos y familiares llevaron los restos de los hermanos Vergara a la parroquia Jesús Obrero, donde decenas de sacerdotes se hicieron presentes. Decenas de personas quedaron fuera del recinto, sobrepasado por la masiva asistencia.
En medio del temor a una acción represiva, un vecino llega corriendo y agitado. «¡Los encontraron, están muertos!», grita. Nadie entiende nada. Pronto todos se enteran que los tres profesionales comunistas secuestrados aparecieron degollados en Quilicura. La tensión se desborda y la gente sale marchando, rodeando los féretros y cruzando la estrecha vigilancia policial, blandiendo las banderas y cánticos.
Un año después el MIR decide instaurar el Día del Joven Combatiente, hito que coincidió con la ola de protestas secundarias que estallaron contra la última embestida de la municipalización. Miles de adolescentes salen a las calles, bajo el fuego de balas y el hoy impensable despliegue de tanquetas por la ciudad.
Un revólver Astra
Fue tal el ascenso de esas revueltas secundarias que el ministro Sergio Gaete ordenó el 28 de abril de 1986 redoblar la seguridad en la cartera de Educación y, en un oficio reservado, solicitó permiso para portar un revólver Astra calibre 38 a la Guarnición Militar de Santiago.
Al día siguiente, el funcionario contactó por escrito al director de la CNI, el general Humberto Gordon, para remitirle informes sobre alumnos opositores al régimen, entregados por la Secretaría Nacional de la Juventud, liderada por Patricio Melero, futuro presidente de la Cámara de Diputados, en representación de la UDI.
«Solicito a usted verificar los antecedentes de estos jóvenes y tomar las medidas que esa Central estime convenientes», redactó Gaete sin miramientos. Una nueva ola represiva estaba en camino. Eran los meses en concluiría la municipalización de la educación.
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