Si algo es seguro en el nuevo Partido por la Dignidad, es que –de llegar a inscribirse– tendrá disensos internos, operaciones políticas y tendencias. Eso es consustancial a la política y levantarse sobre un pilar moral respecto a los demás, hace mucho más dramáticos dichos conflictos, como ocurrió en Ciudadanos y como se ha vivido en el Frente Amplio hace más de un año.
El desprestigio en general de la clase política crea la ilusión, en algunos, que los problemas de Chile y en especial los problemas constitucionales se resuelven solo con independientes. Así, se ha generado un reclamo generalizado contra la decisión del CNTV de limitar la franja a los partidos políticos legalmente constituidos, como también el de pedirles a ellos que den espacio a la sociedad civil.
Nadie, entre los que critican desaforadamente a dicho organismo, repara en la complicación que sería determinar cuál de las organizaciones civiles podría tener más derecho que otra para ocupar el recurso escaso de los minutos en horario prime.
Los datos hacen que a muchos se les nuble el raciocinio. Es cierto que hay un desprestigio generalizado de los partidos políticos, que tienen aprobaciones inferiores al 15% y en varios casos de solo un dígito. También que –según la CEP– han aumentado hasta un 72% las personas que no declaran ninguna opción política. Más aún, los porcentajes de personas que conversan frecuentemente de política en su familia, ven programas o siguen redes sociales políticas, no supera el 15%.
Los vilipendiados partidos, en cambio, ofrecen algo muy valioso: permiten a los electores ahorrar tiempo en materia de información. Si una persona independiente es apoyada, por ejemplo, por la UDI, sabremos cómo votará en materia de derechos reproductivos o libertad económica. En materia constitucional –siendo que ha sido a lo largo del tiempo un tema que ha dividido al espectro político–, esa información es más importante aún. En el enorme ruido y en la autorreferencia de varios candidatos, no será posible saber a ciencia cierta cómo votarán.
Entonces, si hay una distancia enorme con la política, ¿por qué no elegimos una constituyente de solo independientes que nos representarán mejor? O, mejor aún, como algún audaz ha propuesto, ¿por qué no hacemos un sorteo y los 155 chilenos y chilenas elegidos nos escriben una nueva Constitución?
Pese al desprestigio de los partidos, estos siguen jugando un rol importante y, en especial, en la discusión constitucional. Si gana la opción Apruebo, los votantes se enfrentarán a verdaderas sábanas con candidaturas y a una serie de autorreferencias de todo tipo, en especial en redes sociales.
Más aún, muchos de los nombres que suenan para buenos integrantes de una constituyente, suelen practicar el buenismo, que es empatizar con todos y todas, atacar a los poderosos, abrazar causas populares y proponer medidas en las que todos y todas están de acuerdo, sin especificar mucho cómo las ejecutarían. Tienen soluciones inmediatas y cualquier cosa que pueda ser construir un consenso político, lo denominan –al ritmo de Twitter– como una "cocina".
Esos personajes, que se ven como los mejores y los más puros, son los más peligrosos para escribir una nueva Constitución.
Los vilipendiados partidos, en cambio, ofrecen algo muy valioso: permiten a los electores ahorrar tiempo en materia de información. Si una persona independiente es apoyada, por ejemplo, por la UDI, sabremos cómo votará en materia de derechos reproductivos o libertad económica. En materia constitucional –siendo que ha sido a lo largo del tiempo un tema que ha dividido al espectro político–, esa información es más importante aún. En el enorme ruido y en la autorreferencia de varios candidatos, no será posible saber a ciencia cierta cómo votarán.
Por otro lado, el ejercicio de la política requiere ciertos límites. La verdad absoluta en manos de una persona, por muy virtuosa que sea, es siempre peligrosa. Los verdaderos políticos, los que cambian el mundo, son admirados y tienen conciencia de ello, por lo tanto, buscan construir acuerdos, como lo hizo en su momento Mandela en el delicado momento que significaba pasar de un régimen de Apartheid a una democracia plena. Eso requiere procesos graduales, concesiones y, en especial, una calma que no suelen tener los independientes puros y sinceros.
Si algo es cierto después de todos estos días, es que las personas quieren acuerdos, pero también que les pregunten su opinión y que sientan que participar tiene algún sentido. El camino es democratizar más los partidos y no terminarlos. Los movimientos que se apropian de la dignidad, suelen terminar en crisis indignas.
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