voto / Foto: Agencia Uno
La obligatoriedad del sufragio es una medida inaceptable porque pretende explicar la baja participación electoral como el resultado de una creciente “despolitización”, cuando más bien se trata de la desafección con una politicidad obsoleta, suponiendo además que la “esencia de la política” se localiza en las instituciones del Estado y tiene como actores centrales y decisivos a las y los “políticos profesionales”, por quienes tendríamos que votar. Seguramente por esa razón las cúpulas del Frente Amplio –con dosis inauditas de arrogancia, similar a sus adversarios de la UDI– tipifican las prácticas de las organizaciones de base y a las expresiones orgánicas extrainstitucionales, como mera “política testimonial”, sin incidencia ni relevancia pública.
El proyecto para restituir el voto obligatorio suma otro bochornoso capítulo a la teleserie que protagoniza la elite política chilena desde que comenzara el estallido social en octubre de 2019. El debate en torno a esta iniciativa deja en evidencia el oportunismo y la desesperación que los corroe, ante la amenaza de volverse inservibles y perder su tan preciada legitimidad como autoridades, que es en el fondo lo que realmente les importa conservar.
Por más que declaren disentir en aspectos ideológicos globales, sus antagonismos parecen inscribirse sobre la base de un lenguaje común –el de la modernidad o, mejor, el de la “normalidad”– que los lleva a discernir la actual crisis sociopolítica como si se tratase de un problema de convivencia, representación y procedimientos vinculantes, todo lo cual requiere ser resuelto por las instituciones que integran y lideran. En su intento por hacer inteligibles los hechos en curso que rompen los marcos comprensivos de antaño, conceptualizan las dinámicas de la revuelta performativa echando mano a viejas categorías que no hacen más que reducir y simplificar la potencia del acontecimiento y su imaginación desbordante.
La obligatoriedad del sufragio es una medida inaceptable porque pretende explicar la baja participación electoral como el resultado de una creciente “despolitización”, cuando más bien se trata de la desafección con una politicidad obsoleta, suponiendo además que la “esencia de la política” se localiza en las instituciones del Estado y tiene como actores centrales y decisivos a las y los “políticos profesionales”, por quienes tendríamos que votar. Seguramente por esa razón las cúpulas del Frente Amplio –con dosis inauditas de arrogancia, similar a sus adversarios de la UDI– tipifican las prácticas de las organizaciones de base y a las expresiones orgánicas extrainstitucionales, como mera “política testimonial”, sin incidencia ni relevancia pública.
En ese contexto, es importante advertir cómo las fuerzas políticas casi en su totalidad terminan asumiendo el comportamiento de una vanguardia, cuya capacidad comprensiva superior les facultaría para determinar la dirección correcta de los procesos, aun cuando ello atente contra la inteligencia popular. Además, bloquean cualquier posible debate acerca de la democracia y la acción política, respondiendo a la crítica con la imposición de preceptos moralizadores (especialmente a través de la condena a la violencia extrajurídica), donde encuentran la complicidad de los medios de comunicación tradicionales.
Podría decirse que en el tiempo de la posdictadura inaugurado con la transición (último soporte epistémico de la historia oligárquica de Chile), la democracia transmuta hacia un modelo absolutamente normativo y excluyente. En los hechos, esa democracia le ha pertenecido al gran empresariado que dirige los destinos de este país, reduciendo la expresión de la voluntad popular a un frío mecanismo desde donde se negocian las necesidades vitales de ese idílico pueblo en nombre del cual justifican sus decisiones, para someterlo a la soberanía del capitalismo transnacional.
Por eso no es exagerado decir que para la elite política el problema nunca ha sido la participación ciudadana. Lo que en realidad la urge –como se dijo en un comienzo– es legitimar su condición de autoridad para resguardar sus jerarquías y asegurar sus privilegios, precisamente todo lo que ha sido cuestionado –mayoritariamente– por una juventud que no vota porque nunca los ha reconocido como interlocutores válidos.
Se trata de una elite política anacrónica, que no está intelectualmente conectada con los tiempos que vivimos precisamente por su resistencia a pensarlos, ni menos comprometida afectivamente con la sensibilidad social. Tanto es así, que se engalana en su pretensión de transferir a la ciudadanía la responsabilidad de la baja participación electoral, omitiendo la propia respecto a la neoliberalización de los partidos de los cuales son socias/os, convertidos –salvo excepciones– en grupos de presión desde donde sus más importantes funcionarios obtienen millonarias prebendas que corrompen el sentido mismo de la militancia, volviéndola un acto de conveniencia personal. Esta neoliberalización condujo a la desaparición de los proyectos políticos y sus basamentos ideológicos, transformándolos en un obsceno marketing electoral que se manifiesta como espectáculo, del que usufructúan las empresas de Big Data y las agencias publicitarias.
En esa pragmática financiera que se expande contaminando todos los lenguajes, la política de la que interesadamente forman parte (puesto que es una hipocresía su vocación por el “servicio público”) ha terminado siendo considerada abusiva e inservible para el resto de la sociedad. Por eso es que el proyecto de ley para restituir la obligatoriedad del voto da cuenta de la profunda desconexión de la elite política con un estallido social que es, en realidad, el umbral de una crisis civilizatoria.
El sentido de la democracia es permanentemente deliberado, porque en eso consiste su potencia: en nunca pretenderse consagrada definitivamente como un orden normativo (crítica del fundacionalismo), pues al hacerlo, dialécticamente se pone del lado de su presunto opuesto totalitario. Esa deliberación inherentemente democrática no es una instancia formal, sino que se trata de improvisadas asambleas populares y estrategias emergentes de articulación que, fácticamente, van abriendo el sendero a nuevos modos de ser en común.
De ahí que sea un error atribuirle un carácter “prepolítico” a las experiencias de base y negociarlas como capital social, lo cual responde a cómo la transición –aquel dispositivo que ha marcado los repertorios de las prácticas institucionales en los últimos 30 años– ha ejercido una decisiva influencia en consolidar un sistema político definido por los grandes consensos fruto de los pactos entre fuerzas políticas, con la finalidad de conservar la estabilidad del orden. Que las cúpulas del Frente Amplio hayan sido arrastradas por esa corriente, sólo se explica en el hecho de que el lenguaje de la transición ha logrado domesticar incluso la vocación transformadora de la denominada “nueva izquierda”.
Desde luego que oponerse a la obligatoriedad del sufragio por estos motivos, es exactamente distinto a la posición asumida por la derecha y el gobierno, que buscan aprovechar la abstención electoral para bloquear la posibilidad del cambio a la Constitución. Por su parte, la desesperación del Frente Amplio radica en haber trazado su rúbrica en el controversial “acuerdo histórico” del 15 de noviembre pasado, suscrito entre gallos y medianoche, por lo que –a como dé lugar– ahora buscan validar el proceso constitucional que de allí emanara, que podría truncarse debido a la tendencia al alza de la abstención en las últimas elecciones. Como sea, restituir el voto obligatorio podrá contribuirles a legitimar internamente las decisiones que han tomado, pero al costo de distanciarlos mucho más de la juventud que los interpela.
Danilo Billiard B.
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