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miércoles, 18 de agosto de 2021

Limpia tu honor mancillado

 

Mundo
 

La Historia del golpe de Estado no se ha escrito, o aun no termina de ser escrita. La literatura asociada a ese nefasto periodo no abunda. Pero ya viene, nace en todos los poros de una sociedad que durante mucho tiempo vivió la dictadura -perdón, el régimen militar, como un tema tabú. Liberada del miedo, la población descubre la extensión y la profundidad del horror...

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Un cuento de Daniel Pizarro


De un hombre llamado Ernesto puedo decir que hace algunos años se mudó a un pueblo de la costa central con la firme intención de no saber más de nada y pasar allí el resto de sus días en la mayor tranquilidad posible. A su modo de ver, la vida lo había jubilado prematuramente aplicándole algún recurso de depreciación acelerada y al cumplir medio siglo se dijo que ya no valía la pena seguir luchando por cambiar su destino. Se abandonó en manos de la inercia y algo murió dentro de él, y entonces todo se le hizo más fácil. Unas aguas lentas lo fueron ensimismando y la perspectiva a su alrededor se volvió cada vez más nítida: el mundo es de unos pocos, por unos pocos, sólo para esos pocos. Cierta vez un amigo le dijo que aprender a convivir y relacionarse era aceptar los equilibrios del poder tal y como existen y resignarse a ello; a eso también se le llamaba madurar y había una edad límite para hacerlo, pasado ese límite uno se convertía en un ser patético. Visto así, Ernesto nunca pudo madurar.

Hoy habita una cabaña con vista al mar a una prudente distancia de la última marea y a una cierta elevación que a su juicio podría mantenerlo a salvo de los maremotos. Hasta aquí se las arregla para vivir con una pensión mínima. Nunca se casó ni tuvo hijos, no es responsable de nadie más que de sí mismo. Hace tiempo que superó la barrera de los remordimientos por no plantar sus semillas en esta tierra. ¿Es que todos debemos hacerlo o intentarlo?

Fue un contador de números y también de historias, pero sólo con lo primero consiguió ganarse la vida. Este hecho evidente con toda probabilidad aceleró su depreciación o acaso su obsolescencia programada, que viene a ser más o menos lo mismo. Sin embargo el pueblo del litoral le ha dado una modesta oportunidad de obtener algo de dinero improvisando textos breves a pedido de los turistas. Se lo conoce como “El Poeta”, un hombre avejentado, melena blanca y desgreñada, camisa abierta que deja lucir su pecho reseco, curtido por el sol. Sin proponérselo cultivó la imagen de un vate a la antigua, algo entre Walt Whitman y Pablo de Rocka. Los días en que se observa más movimiento saca a la calle una mesita redonda y se sienta a ofrecer sus servicios. Por cinco mil pesos dibuja una caricatura acompañada de unos versos que también retratan a la persona. El resultado no es de lo más admirable, pero con el tiempo ha ido adquiriendo destreza para captar los rasgos más singulares de un rostro y una especie de intuición veloz para describir en pocas líneas una personalidad. Trucos fáciles, baratos. No podría decirse si acierta en el blanco o alguna clase de sugestión opera en quienes se sientan frente a él con la esperanza de verse reflejados en cuerpo y alma. De todas maneras nadie espera mucho, por supuesto. Van camino de la playa en el mejor de los ánimos.

En este lugar cualquiera acaba por hacerse conocido aunque no se lo busque. Se trenzan relaciones y hasta surge no digamos que la amistad, pero sí una cierta necesidad de encontrarse y descansar la soledad propia en otras soledades. A Ernesto le ocurrió con Ignacio y su padre, que eran los únicos corredores de propiedades de la zona y por razones comerciales se acercaron a conversar con él sabiendo que ante su cabaña se detenían los turistas y que más de alguno estaría interesado en vender o comprar una casa o un terreno. Hasta les permitió colgar un cartel publicitario a un costado de la puerta sin cobrarles un peso. Padre e hijo andaban siempre juntos y causaba alegría advertir esa intimidad y ese cariño profundo, y quizás el efecto en Ernesto era más intenso y melancólico porque jamás tuvo esa relación con su padre y acaso también por la falta de descendencia.

Pero de un día para otro el padre desapareció y el hijo comenzó a mostrarse mucho menos, andaba con la vista en el suelo como cargando una preocupación que no podía echar afuera. Hasta que vino a sentarse frente a él y le contó que su padre se había ido del pueblo. Ernesto no hizo preguntas para no incomodarlo más de la cuenta y supuso que el hombre estaba enredado con una mujer casada, ya había visto otros amoríos que terminaban con la huida del amante para evitarse una paliza grupal. También Ernesto había cruzado miradas con mujeres del pueblo pero nunca había intentado nada, menos por miedo a represalias que por sentirse cada día más torpe para juzgar las miradas ajenas.

*

Ignacio es de este mundo, el mundo del que Ernesto se apartó o el que con los años se le hizo muy ajeno. Apenas se tocan por sus bordes. Cuando Ernesto lo ve cruzar por la calle absolutamente concentrado al teléfono en una conversación de negocios recibe de vuelta la impresión de que todo se ha convertido en una conversación de negocios. A pesar de los buenos augurios y los símbolos inspiradores que puedan rodearlo, extrae del trajín cotidiano su carácter corrompido y destructor. Así de radical y definitiva es su impresión; por lo mismo, incomunicable. La regurgita en su garganta de gallo viejo.

Cuando recibe esa clase de revelaciones como destellos alucinados es cuando se entra a la cabaña y rebusca en su biblioteca o en las pilas de libros del escritorio (vestigios de ese oficio con el que nunca se ganó la vida) algunas líneas que le devuelvan el sentido de realidad. Y lo que encuentra, visto que se lo busca, es el relato de salvajadas humanas. No las relee con el placer de un psicópata, definitivamente no, sino como un ser extraviado que por fin toca el terreno que permite entender el mundo, el actual y hasta aquí conocido, aun cuando sus lecturas sean, como digo, la descripción de hechos brutales, empapados de crueldad. Ya no recurre a la literatura, cada vez menos a la filosofía, rara vez a los periódicos. Está convertido en un lector de atrocidades.

Abre de nuevo un libro que espera sobre el escritorio: Prigué, prisionero de guerra en Chile, testimonio del periodista Rolando Carrasco de su paso por los campos de concentración tras el golpe de 1973. La escena lo obsesiona. Un detenido que dormita en las gradas del Estadio Chile estira sin querer las piernas y un soldado se tropieza con ellas. “¡Limpia tu honor mancillado!”, le grita desde el lejos El Príncipe, quien no es otro que uno de los más sádicos militares golpistas, Miguel Krassnoff, dedicado a aleccionar a los prisioneros golpeándoles los testículos con un “linchaco”. El detenido, un hombre cincuentón, responde por instinto al culatazo en la cara tratando de arrebatar el fusil al soldado. Otros cinco uniformados apuntan al que ha osado rebelarse. El forcejeo continúa y el cincuentón devuelve un golpe con un puñetazo a la mandíbula…

El terno azul marino del hombre en el suelo humeaba enlucido de rojo. Y salpicó sangre alrededor cuando abrazó las botas del uniformado empujando con su cuerpo para botarlo… Tomado con las dos manos a su fusil, el guardia lo levantaba y dejaba caer sobre la cabeza de su contendor apisonándola, desgarrándole la piel del cráneo ya blanqueado sobre una oreja partida. Y como el hombre no le soltaba los pies aumentaba la velocidad y potencia de sus golpes. Erró la cabeza dos o tres veces y volaron astillas de la culata. El bulto del suelo rodó escala abajo desvanecido. Tambaleándose, el soldado descendió los peldaños y descargó el arma de culata descascarada sobre la cabeza. En el silencio total de las respiraciones contenidas el acero quebraba huesos y volvía al aire impregnado en masa amarillenta. La cabeza despedazada del cadáver, abierta en la nuca, concentraba toda la luz de los reflectores dirigidos a ella. Con los ojos cerrados el uniformado golpeó dos o tres veces más. Soltó el fusil. Llevó sus manos a los oídos y se estremeció en llanto histérico mirando la obra realizada, cabal cumplimiento de la orden.

Las líneas siguientes describen el asesinato de un niño de nueve años que topa por casualidad el fusil de otro soldado y recibe de vuelta tres disparos. Pero Ernesto ya está asomado a la única ventana que mira hacia el mar y sobre el azul ondulante se superpone una masa amarillenta, no puede quitarse de la mente su textura pastosa y, a su modo de sentir, a través de ella está recuperando el sentido de realidad a la hora de la puesta del sol. Tocan a la puerta y es Ignacio, que viene con los ojos vidriosos.

*

Sí, Ernesto mira hacia el mar por la ventana, pues la cabaña no tiene terraza ni balcón sino que está apretada entre unos cipreses a los que el viento costero ha dado formas retorcidas, hasta un poco siniestras, pero siempre hermosas. La naturaleza jamás se afea por sí misma, eso piensa Ernesto al posar la mirada en ellos. El panorama hacia la tierra presenta la invasión humana, no el poblamiento del lugar; son olas de otra naturaleza que se vuelcan sobre los cerros, que se comprimen sobre la línea de la costa como si quisieran empujar las aguas hacia atrás. No va quedando espacio para nada y este frenesí es de los últimos años, los automóviles ya no dejan lugar a los caminantes, cada cual intenta hacerse con su torta de terreno. La especulación inmobiliaria ha sido la gallina de los huevos de oro para Ignacio y su padre, a Ernesto le preguntan por datos de propiedades mientras dibuja sus caricaturas y escribe unos versos de ingenio pobre, todo por cinco mil pesos para retratar a estos turistas adinerados, contentos de sí mismos, cuyos hijos adolescentes, algunas noches de fiesta al aire libre, entran a cagar al minúsculo patio de la cabaña aprovechando su oscuridad recoleta. Y a todo esto —decía— el joven tocó a la puerta de la cabaña…

El peso con que carga Ignacio desde que su padre desapareció del pueblo y que lo hace andar con los ojos bajos es un secreto que necesita desahogar y para ello elige a Ernesto, aunque ambos apenas se rocen por sus bordes más superficiales, ya se dijo. Su padre está prófugo de la justicia. Ignacio desconoce su paradero. Fue condenado a veinte años de cárcel por una causa de derechos humanos, acusado de participar en dos homicidios en tiempos de la dictadura, de esto hace más de cuarenta años. Su padre le juró que era inocente y que lo estaban inculpando para salvar a los verdaderos culpables, en esos tiempos era tan joven como él y había sido el abuelo de Ignacio, un oficial del Ejército, quien lo metió donde no debía meterlo y lo hizo participar como testigo de actos que no debía haber visto. Antes de abandonar el pueblo su padre se despidió con lágrimas en los ojos, y mientras el hijo se desahoga ante Ernesto también se le caen las lágrimas.

Esta escena totalmente inesperada le roba otra vez el sentido de realidad, tendría que volver sobre sus lecturas obligatorias pero el joven ha venido en busca de atención y no puede dejarlo plantado. Ignacio es de este mundo inocente y el sentido de realidad, ¿dónde queda el sentido de realidad?, se pregunta Ernesto.

*

Sus noches son largas para pensar y recordar. Afuera ya no hay nada. Adentro hay un campo de raras flores bordado. Quería contar historias pero acabó contando números. Esto se decidió muy temprano, como si se tratara de una predestinación. Afuera, nada de nada. Ya se dijo. Su primer empleo, a los dieciocho años. Una promisoria carrera por los números. Un piso antiguo en el centro de Santiago, varias salas desordenadas, una mujer joven que lo supervisa y le encarga unos mamotretos. Son las estadísticas anuales del Banco Central, no existe internet, las cifras se publican en papel y hay que trasvasijarlas a mano a una planilla electrónica, Ernesto será un pionero de esas planillas de cálculo. Pronto desarrolla una habilidad superior para introducir las cifras, donde habilidad es igual a velocidad. Lo felicitan. Balanza de pagos, exportaciones e importaciones del año. Evolución del tipo de cambio y precio del cobre. Sus dedos de la mano derecha se entienden solos con las teclas del sector derecho, Bloq/Num, bloque numérico activado. Transfusión de cifras mientras su supervisora, de vez en cuando, le dirige la palabra con un entusiasmo a prueba de decepciones. Ella está en su salsa, como se dice.

El viento nocturno castiga los cipreses, pero a su modo de ver los está besando, amándolos con sus brazos múltiples, entre el viento frío y esos árboles hay un entendimiento perfecto. Sus manos, de un modo muy diferente, recorrieron el mundo introduciendo números en las planillas de cálculo, los años están numerados y en una fecha precisa se encuentra en una empresa consultora haciendo lo que mejor le resulta. Un inventario de máquinas mineras. Compresores y otros equipos. No olvida la marca Ingersoll Rand. Va a llevarse el recuerdo de esa marca a la tumba. Uno de los profesionales de la consultora lo ayuda con una compleja fórmula que permite ahorrarse horas de trabajo manual. Es un chorizo interminable, pero da resultados. Ese hombre llegará a ser Tesorero General de la República. Otro hombre que es hijo de un político con trayectoria habla del efecto de las calles arboladas sobre la contaminación del aire: la bóveda de plátanos orientales atrapa en sus hojas la combustión que expelen los tubos de escape. Viene de hacer estudios de posgrado en una universidad de prestigio mundial. Una mujer joven lo oye con las nalgas posadas en el escritorio; es su novia. Es atractiva, tiene más o menos la edad de Ernesto. ¿Qué lees tanto?, le pregunta cuando hace una pausa forzosa en el inventario minero a la espera de más información. Una novela tediosa y presumida está leyendo, pero no se lo comenta. Está a punto de irse cuando aparece su jefe sacudiendo las hojas en una mano: ¡aleluya, más compresores!… Tendrá que avisar a Helga…

*

Podría haberse casado y tener hijos, pero no resultó. Podría haber contado historias, pero no resultó. Podría haber cambiado el mundo… Nada resultó. Vista así, la vida no puede tratarse de asuntos que resultan o se malogran. No tendría ningún sentido estar vivo. Afuera sopla el viento, retuerce los cipreses. Conoció a Helga en el Festival de Cine de Mar del Plata, años de años atrás, cuando parecía posible ganarse la vida como contador de historias. Había sido guionista de una película con aspiraciones de taquilla. La idea original no era suya, tampoco las aspiraciones. El amigo que le sugirió allanarse a los equilibrios de poder vino un día a encargarle una segunda versión de la historia. Fungía de productor audiovisual. Fue como educar para bailarín a un hijo criado para boxeador, o viceversa. El niño ni bailó ni pudo dar buenos puñetazos. En síntesis, a un argumento de capos mafiosos le añadió el ingrediente de un amor apasionado entre los protagonistas. El romance no entró en los anales del séptimo arte, pero los actores terminaron encamados en la vida real. Mérito tuyo, le reconoció su amigo productor. El hecho es que su nombre aparecía en los créditos iniciales de la película y su amigo le ofreció asistir al festival en representación del equipo porque había corrido hasta el final la lista de las “figuras” disponibles.

Mar del Plata había sido un festival importante o eso pensaba Ernesto. Estrellas del cine mundial, estrellas locales, mujeres en abrigos de piel y colas de zorro. Galanes con bigote recortado. Histeria colectiva, flashes a la bajada de los aviones y durante el desfile por la alfombra roja. Con esos cuadros y no mucho más se formó una idea del pasado glorioso de Mar del Plata y se sintió compelido a hacerse de una chaqueta elegante, muy por encima de su presupuesto, para estar a la altura del evento. Pagó por una prenda que en otras circunstancias jamás habría tomado en cuenta, pero el aura de un festival de cine no puede desvanecerse de un día para otro y había que tomar precauciones. Eso se dijo el joven Ernesto mirándose en el espejo de la tienda con su chaqueta de vendedor viajero o proxeneta.

*

Un taxi atravesó Buenos Aires para transportarlo del aeropuerto de Ezeiza a otro más pequeño llamado Aeroparque, muy cerca del gran río. Lo subieron a un cuatrimotor a hélice que se zangoloteó entre las nubes. Había un buen grupo de personas a cargo de la organización, esto era evidente. Jóvenes atacados de entusiasmo y compromiso con el festival que parecían resolver a pulso cada situación y cada inconveniente y, sobre todo, que lo trataron con una camaradería más propia de otras causas. Quedó varado con su equipaje en el vestíbulo de un hotel a la espera de que le asignaran alojamiento y entonces vio a Helga por primera vez, sentada en uno de los sillones que formaban círculo con el suyo.

La mujer era rubia por los cuatro costados y no hablaba una palabra de castellano. Lograron entenderse en inglés. Era danesa y venía a presentar su primera película a la sección de cortometrajes. Durante su conversación Helga le repetía el concepto “feature films” y a él, que no dominaba un inglés muy fluido, esas dos palabras se le impregnarían en la misma retícula que la marca de compresores Ingersoll Rand. Helga estaba empapada de cine, de películas nuevas y tendencias de las que él ni siquiera había oído, y mientras más hablaban de la actividad que era la razón de su encuentro en Mar del Plata, más grande era el océano que los separaba. Pero ese fenómeno no le ocurría sólo al hablar de cine, hay que decirlo.

Durante aquellos días anduvo por la ciudad asombrado de sus enormes y macizos hoteles al borde de las playas, unas moles de otros tiempos, para otros tiempos, que en esta época del año recibían chorreras de jubilados. No vio pobreza, quizás porque tenían la virtud de esconderla muy bien. Visitó librerías, caminó por la costanera, la felicidad de conocer una ciudad extranjera convivió con una difusa nostalgia por no formar parte o no poder formar parte de esos grupos de jóvenes exaltados por las actividades del festival que ya habían forjado una camaradería a sus espaldas.

El día en que exhibieron su película se refugió de incógnito en uno de los últimos asientos para ganar mayor perspectiva sobre el público. La sala se había ocupado a un tercio de su capacidad, no se palpaba en el ambiente ninguna expectativa por la película, como mucho cierta curiosidad propia de los espectadores de festivales que como en una cata de vinos van probando por aquí y por allá, escupiendo cada sorbo y compartiendo sus opiniones. Un par de señoras mayores sentadas en las butacas de adelante exclamaron ostentosamente, nada más proyectarse las primeras imágenes: Ah, no… Ah, no… Se levantaron y se fueron. El resto del público permaneció en sus asientos sin emitir sonidos de ninguna especie y al final se oyeron algunos aplausos flojos. Por fortuna nadie de la organización le pidió decir unas palabras.

Con el cortometraje de Helga fue distinto. En veinte minutos esquematizaba las fases de una relación de pareja. Congelaba la escena para introducir comentarios de texto y a veces una voz en off. Era una película liviana, simple, divertida, hecha con humor; no había desgarros y de seguro los protagonistas no terminaron encamados fuera de escena para desquitarse de la frustración que les había provocado el argumento. Ganó el premio a la mayor promesa del cine o algo similar, Ernesto no se atrevió a abrirse paso entre el tumulto para felicitarla.

Esa noche, la misma del triunfo de Helga, una corriente de camaradería lo arrastró hacia uno de los bares que eran parte del circuito del festival. Buscó a la danesa entre la concurrencia y no pudo ubicarla. Se resignó a ocupar la silla que le ofrecieron y se quedó oyendo hablar de cine, no de tendencias ni películas nuevas sino de todas las anécdotas que habían acontecido en esos días, de las que Ernesto ni siquiera estaba enterado. Sus compañeros de ruta no magnificaban sus risas ni su asombro estupefacto, según fuera el caso; el Festival de Cine de Mar del Plata de verdad les hacía vibrar la fibra íntima.

Continuó la noche en la pieza donde alojaba un periodista argentino bastante mayor que él, un tipo menudo con chaqueta de mezclilla y aires juveniles que era una enciclopedia del cine latinoamericano. Otra vez el océano, el abismo. Mira, podría haberle dicho Ernesto disculpándose por su silencio, pasa que me gano la vida contando números y sucede que corrió la lista de las figuras, de las personas relevantes en este asunto, y por eso me ves aquí, ¿se entiende? Pero luego hablaron de sus países, de lo que cada cual pensaba de sus países, de la frivolidad de los festivales de cine, y a Ernesto le pareció que se estaban entendiendo mejor. El periodista sacó una bolsita con marihuana y comenzó a liar un porro. Dio un par de pitadas, estaba fuerte. Entonces el argentino le salió con algo más personal. Le confió que a primera vista lo había tomado por un cheto, o sea por un pituco, un hijito de papá con su chaqueta fina, sus zapatos lustrosos, sus pantalones de tela. En realidad, nadie se vestía así en el festival; el efecto de la hierba se lo hizo más evidente. Digamos que entre su apariencia y su esencia existía un divorcio total. Se produjo un silencio diferente, incómodo. Intuyó que el periodista estaba a punto de saltarle encima para darle un beso. La enciclopedia del cine latinoamericano se lo quería voltear o quería ser volteado, no vio más posibilidades. Y entonces se largó de ahí.

El pasillo del hotel le recordó la película El Resplandor, de la que no se había dicho nada durante el festival. Algo perturbado por la forma en que terminaba la jornada, más perturbado aún por la hierba, trató de recordar el número de su habitación y anduvo de arriba abajo recorriendo los pisos desolados, hasta que en el quinto divisó a Helga, allá al fondo, entrando con un hombre en una pieza. ¿O la había alucinado? Entonces recordó que el número de cada habitación estaba inscrito en la llave que guardaba en el bolsillo.

*

Otro de los libros que siempre espera sobre el escritorio de Ernesto, del cual está releyendo un pasaje justo antes de la tercera visita de Ignacio, se llama La especie humana, del francés Robert Antelme. Ha vuelto sobre un episodio en que una columna de unos cuantos centenares de prisioneros de los nazis, Antelme entre ellos, remontan una cuesta bajo las órdenes de los soldados alemanes, cuando el aliento de las tropas rusas ya casi puede olerse en el aire. Así que los nazis llevan apuro, pero no los liquidan de inmediato pensando tal vez que podrán servirles como moneda de cambio. Sólo el que se retrasa, el que por cansancio o enfermedad es incapaz de seguir esa marcha forzada, ése está perdido. Pero lo cierto es que todos van extenuados, muertos de hambre y de sed, físicamente arruinados, así que la línea que divide la vida de la muerte se juega a cada instante. Tratan de camuflarse entre la masa y disimular el agotamiento para no ser “marcados”. A estos últimos los nazis los apartan un poco del camino y los eliminan de un disparo, mientras la marcha jamás se detiene. Antelme lo describe como Ernesto nunca antes lo ha leído, logrando transmitir la insignificancia de una vida humana para otra vida humana, aun cuando pertenezcan, a pesar de todo, a la misma especie.

Entonces, digo, es interrumpido por el joven Ignacio, que ahora viene hacia él con una expresión indescifrable. Es como si se le hubiese abierto un cráter en el pecho. Siéntate, le dice, porque parece al borde de un desmayo. No tiene nada que ofrecerle más que agua de la llave, que cada día sabe peor. Ignacio toma un sorbo y se larga a hablar. Ha introducido en el buscador de internet los nombres completos de su padre y de su abuelo y se ha encontrado con una cadena de personajes, de organizaciones represivas, de hechos que para él eran desconocidos o como mucho los creía parte de una historia negra del país, algo sabido de oídas, una historia de otros tiempos, un lunar en la esquina de una piel muy blanca. No se expresa con estas palabras, se comprende, es Ernesto quien traduce para su interior lo que resulta del contacto por sus bordes externos. Es una cadena criminal y salvaje, de la que imagina a su padre tratando de huir, pero las suelas de sus zapatos van dejando huellas de sangre. Tampoco se expresa de esta manera, ya se dijo que es Ernesto quien oficia de traductor oficial para sus adentros.

¡Alégrate!, podría decirle entonces al joven, todo lo que ves afuera es obra de tu linaje. Las naciones se forjan a sangre y fuego. Muchas frases por el estilo se le cruzan a Ernesto por la mente, y lo cierto es que esta clase de ideas no comportan ninguna novedad. Sin embargo permanece fiel a su juramento de silencio, convencido de que afuera ya no queda nada, y además, el sentido de realidad, ¿dónde poner el sentido de realidad? Y cuando se levanta a la cocina para ofrecerle una taza de café instantáneo (recordó que guardaba una lata) recibe una nueva descarga de Ignacio: vino la policía a preguntar por el paradero de su padre, les dijo que lo desconocía pero la verdad es que sí lo sabe, su padre confió en él antes de irse y no puede traicionar su confianza. ¿Qué haría usted en mi caso?

*

Unos meses después de su viaje a Mar del Plata encontró en la bandeja del correo electrónico un mensaje de Helga, en inglés. Venía de vacaciones a Chile por tres semanas y le preguntaba si podrían verse. Había discutido con su compañera de viaje y ahora tendría que arreglárselas sola en un país extraño. El mensaje estaba claro. Había una cierta naturalidad en la forma de describir su situación que para Ernesto no resultaba muy natural. No era un viajero frecuente, al contrario, no sembraba por el mundo contactos que pudieran ser útiles en viajes futuros.

Se reservó algunos días para acompañar a Helga tratando de no formarse ninguna expectativa, aún podía recordarla entrando con un hombre a la pieza del hotel, realidad o ilusión óptica. La llevó a conocer algunos barrios típicos y salieron de excursión a las montañas, a ella le gustaba esquiar y él apenas había visto la nieve, ella quiso visitar Valparaíso y él la acompañó. En el hostal Helga tomó una pieza para los dos y él no hizo preguntas, la pieza tenía una sola cama, matrimonial, en la noche ella se desnudó y se quedó esperando a que Ernesto hiciera lo propio, nunca hubo palabras de por medio, en ningún idioma. Al contacto tibio de su cuerpo Ernesto se enamoró; una piel acogedora y sedosa lo precipitó en el amor, por la carne de Helga conoció el amor, por una vez en su vida.

La danesa prolongó su estadía otras tres semanas; durante todo ese tiempo Ernesto la amó y siguió amándola dos años más en su ausencia. Mantuvieron a propósito un intercambio epistolar en papel, a la antigua, con sellos postales que le hacían saltar el corazón al reconocer los sobres en el buzón del correo. En las cartas no hablaban de planes a futuro sino de la intensidad de la pasión vivida en esas seis semanas que pasaron juntos. Ernesto no interpretó este hecho como una ceremonia del adiós sino como un volcán activo que reclamaba sus cuerpos para la combustión eterna. De esta curiosa manera se lo hizo saber a su amigo que de la producción audiovisual había migrado a las agencias de publicidad con gran olfato. Su amigo le disparó una serie de imperativos que encadenaban la pasión con el bienestar material: junta plata, viaja, atrápala; vete a vivir a Copenhague, no hay por dónde perderse.

Le hizo caso: viajó. Renunció a la empresa consultora donde cada día había más expertos en medio ambiente, mientras un grupo de inexpertos seguía depredando el planeta. Lo miraron como a un loco, terminaron por confirmar su trastorno mental. Viajó inflamado. Helga se había manifestado feliz de recibirlo. Todo sucedió como en las pesadillas. Pasaron una noche juntos y a la mañana siguiente le anunció que en tres días más partía a África en una misión de ayuda humanitaria por un lustro, five years. ¿Y el cine?, le preguntó Ernesto, porque no se atrevía a preguntar: ¿Y yo? La mujer había entendido que Ernesto venía a Dinamarca de vacaciones, así como ella había viajado a Chile dos años y medio atrás. Una vuelta de mano. Le ofreció alojar en su apartamento si quería, un mes o dos, lo que le permitiera la visa de turista, podía dejarlo en contacto con varias amistades para que le mostraran la ciudad y los alrededores.

Llamó por teléfono a su amigo y le contó su situación. No sabía en quién más apoyarse. Fue una conversación confusa, que terminó por desquiciarlo. Quédate un tiempo allá, insistía el otro. Y vas viendo qué resulta. Le habló de un mundo ideal, del paraíso. De mujeres soñadas. Un mundo donde todo funciona a la perfección. Allá no hay pobreza, repetía su amigo por teléfono. Pero sí hay ricos, replicaba él. Y qué te importan los ricos si no hay pobres. La discusión se iba por las ramas volviéndose cada vez más absurda. Colgó. Tenía dos días más para pasar con Helga. Subieron a un barquito que navegaba por un canal entre los edificios. Ernesto saltó al agua como un acto de protesta, aún está por verse contra qué o contra quién había protestado una vez en su vida en Copenhague. Al día siguiente estaba en el aeropuerto tomando un vuelo de regreso a su país.

*

Esto no cambia, y al parecer ya no cambiará: las noches son largas para pensar y recordar. De vez en cuando se oyen risitas furtivas y al asomarse al patio por la ventana Ernesto se encuentra con un culo pálido que está expulsando mierda al pie de los cipreses. Descorre el panel para ahuyentarlo con el chirrido del riel y hay veces en que ni siquiera su presencia en el marco es suficiente para hacerlo arrancar, la necesidad de vaciar las heces se impone por sobre todas las cosas. De día saca la mesita al sol y espera a que los turistas vengan a retratarse en caricaturas y versos. Algunos de ellos deben ser los mismos que de noche defecan en el patio, piensa él. A sus espaldas el letrero publicitario de los corredores de propiedades desapareció por un tiempo, Ignacio vino a retirarlo tras saber que su padre se había ahorcado con un lazo pues ya no tenía escapatoria y no estaba dispuesto a pasar el resto de su vida tras las rejas. Había dejado una nota. De todo ello se habló bastante en el pueblo, en cada almacén, en la plaza, en la caleta de pescadores, fue de esas noticias que se propalan con voracidad hasta consumirse para dar lugar a otro tema más novedoso. Y por último, debo decir que solo hace unos días reapareció Ignacio de la mano de una joven delgada y le preguntó compungido si podría colgar de nuevo su cartel, le dio a entender que la vida continúa y que le parecía justo darle una paga mensual por el servicio, a lo que Ernesto se negó pues, le dijo, no tenía ninguna necesidad. El gesto conmovió a Ignacio, que siguió rozándolo por su borde más superficial. Fue de esa clase de encuentros que a Ernesto le hacían perder el sentido de realidad y para los cuales ya había encontrado años antes un modo de recobrar el equilibrio: iba hasta el fondo de la cabaña, donde lo esperaban sus queridos libros.

 

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