Yo odio los 90
- Marco Fajardo
- El Mostrador.
- Escuché por ahí que alguien tuvo la tonta idea de filmar una serie de
televisión llamada “Yo amo los 90”. Definitivamente hay gente que tiene
gusanos en la cabeza. ¿Cómo alguien puede decir “amo los 90”? Qué década
más horrible, más penca, más espantosa. En Argentina (las comparaciones
son odiosas, pero útiles) a la década del 30 le dicen la “Década
Infame”, en gran parte debido al “fraude patriótico” que cometían en
aquella época sus gobernantes conservadores para perpetuarse en el
poder. Creo que, por otras razones, ese término –“década infame”– sirve
muy bien para nombrar la década de los 90 de Chile.
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- Mi odio tal vez tiene que ver con que llegué a Chile del exilio en
1990, siendo adolescente, desde la recién desaparecida República
Democrática Alemana. Yo tenía 14 años y venía huyendo de la xenofobia
desatada tras la caída del Muro en Dresde, mi ciudad natal, donde los
neonazis bajaban a los negros de los tranvías para pegarles (incluso
mataron a uno, el mozambicano Jorge Gomondai, en 1991).
En mi calidad de exiliado esperaba que me recibieran con los brazos
abiertos, o al menos con un poco de comprensión. Que me dijeran “Marco,
qué bueno que hayas vuelto a casa, sabemos que sufriste mucho, pero eso
ya pasó”. Nada de eso ocurrió. Nadie me preguntó del exilio. Era un tema
tabú. Me sentí como el hijo adoptivo que se encuentra con su familia
biológica y es recibido con indiferencia. Lo único que me dieron fue un
certificado que me permitía ingresar mercadería del exterior sin pagar
impuestos. Nada de consuelo. Nada de empatía. Apenas una franquicia
tributaria.
¿Con qué país me encontré a mi llegada? El gobierno estaba presidido
por un hombre que había apoyado el golpe de Estado, y lideraba una
coalición donde la cobardía y la traición reinaban a sus anchas.
Pinochet no sólo no estaba preso, sino que seguía siendo jefe del
Ejército. Muchos de sus colaboradores, que habían ayudado a torturar y a
matar gente, estaban en el Parlamento, ahora jugando a ser
democráticos. Nadie decía públicamente la palabra “dictadura”, excepto
el Partido Comunista. El sueño del socialismo se había venido abajo y mi
país se entregaba –o lo entregaban– a un mercado desatado. Los milicos
no devolvieron las propiedades que les robaron tras el 73 a
organizaciones, a personas, a diarios como Clarín. Los
empresarios que se habían hecho ricos con la dictadura se harían aún más
ricos con la democracia. Y no sé si los trabajadores pueden decir lo
mismo.
¿Cómo amar una década donde reinaba la impunidad, la apatía política,
una transición que destruyó a tantos diarios y revistas –y a tantas
vidas de hombres y mujeres a lo largo de todo el país y el mundo– que
lucharon por la democracia, a la radio Umbral? Los Prisioneros se
disolvieron, DeKiruza desapareció del mapa. Triunfaba un grupo insípido
como Los Tres, cuyas letras no decían nada. En la literatura aún no
había llegado Bolaño, y en el cine aún no estrenaban Machuca. Un libro como Impunidad Diplomática fue prohibido y su autor, Francisco Martorell, debió salir del país. Lo mismo ocurrió con El libro negro de la justicia chilena, de Alejandra Matus.
Había una televisión cartucha y sin color, donde “El Mirador” se
acababa y “Sábados Gigantes” seguía. Intentos de hacer algo diferente,
como el canal Rock and Pop, naufragaron, y sus mejores talentos fueron absorbidos por los canales rivales y rápidamente se integraron al establishment.
En los 90, el presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle privatizó EMOS, a
pesar de ser una empresa rentable. Antes, un siniestro acuerdo impidió
investigar la privatización en dictadura de las empresas estatales cuya
creación costó años de esfuerzo de generaciones de chilenos, empresas
que fueron vendidas a precios de huevo y siguen sin recuperarse.
La homosexualidad era un delito. No existía el divorcio. En el sur,
hubo gente encarcelada por izar la bandera mapuche. Y por si fuera poco,
el dictador pasó del Ejército al Senado. Su detención en Londres
provocó que gente como el “socialista” José Miguel Insulza, muchos de
cuyos compañeros murieron a manos de este carnicero y ladrón, hiciera lo
imposible por rescatarlo. Qué asco. Qué indignación. Qué rabia.
Los 90 fueron la década en que tuve que endeudarme para ejercer mi
derecho a la educación, y tiritaba cada vez que iba a la sección de
Finanzas de mi universidad (la Usach). Fue la década en que comprobé que
los pacos seguían reprimiendo igual que en dictadura, con los mismos
palos, gases y abusos. Fue mi década de precariedad laboral –trabajos a
honorarios, nunca un contrato–, del maltrato constante que significaba
viajar en unas micros sin paraderos y con música a su antojo, fue una
década donde se impusieron la indiferencia, el sálvese quien pueda, el
abandono, el individualismo, todos valores que recién a partir del
movimiento estudiantil estamos empezando a superar.
Hubo cosas buenas, claro, pero fueron las menos. Por suerte, los 90 quedaron atrás.
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