Durante los últimos dos meses hemos sido actores y testigos de un histórico proceso de agitación social en todas las ciudades de Chile. Las personas en las calles -con distintas causas y formas de manifestación- han hecho visible un conflicto generado, principalmente, por el inaceptable nivel de desigualdad y sus efectos en la vida colectiva. Millones de personas han ocupado plazas, calles, explanadas, puentes, carreteras y otros espacios públicos como lugares de reunión y expresión colectiva, de visibilidad y representación. Aunque lugares como la refundada Plaza de la Dignidad y sus cercanías han sido los puntos de mayor concentración de marchas y manifestaciones en Santiago, no han sido los únicos. Desde el inicio del estallido social, los ciudadanos se han posicionado en múltiples espacios públicos, expandiendo y diversificando sus formas de movilización, desplazándose a puntos jamás antes ocupados por manifestantes, apropiándose y domesticando lugares que parecían carentes de política.
Este fenómeno está ocurriendo en la superficie bajo nuestros pies, sobre las calles, paseos y veredas que recorremos a diario, un plano depositario de la vida pública de nuestras ciudades y que hoy identificamos como el plano del conflicto. Un plano físico cuya aparente neutralidad hace posibles todos los acuerdos y disputas, un mediador político y material entre los ciudadanos y el poder.
Su naturaleza se devela en tres dimensiones; la primera, que el plano supone un acuerdo de igualdad sobre una misma superficie, en donde todos podemos dialogar. En su horizontalidad, el plano del conflicto asume física y simbólicamente que nadie está por sobre otro. La segunda, el plano se representa físicamente en la ciudad a través de los espacios públicos -calles, plazas, explanadas, paseos, parques, entre otros-, que son zonas de encuentro en donde toman lugar los conflictos. En esta dimensión, las consignas adquieren una forma colectiva que se reconoce visual y corporalmente, escenifican y acogen a individuos y grupos sin exclusión. Finalmente, el plano del conflicto aspira además a un potencial acuerdo que solucione o medie el conflicto, sentando las bases para proyectar como deseamos vivir. No es casualidad que instancias de deliberación y participación ciudadana como las asambleas, cabildos autoconvocados y expresiones artísticas se hayan apropiado de estos lugares y hayan canalizado el conflicto a través del diálogo, nuevos símbolos y lenguajes. Bajo este mismo precepto, el plano de conflicto escenifica también el desacuerdo y la ausencia de diálogo en distintas formas de violencia, de control de sus bordes, accesos y tránsito.
Las arquitectas y arquitectos, urbanistas, planificadores y planificadoras de la ciudad no deberíamos pretender definir hoy como diseñar el plano del conflicto, ya que nuestro conocimiento para hacerlo se validó en ciudades, arquitecturas e instituciones proyectadas para evadir los conflictos. Generaciones recientes que nacieron y crecieron en estas ciudades están construyendo una cultura urbana endémica, resignificando sus espacios públicos, produciendo una ciudad propia más allá de los paradigmas de la planificación y el diseño que la tecnocracia académica y profesional pudo anticipar. Estos nuevos códigos aceptan el conflicto como el combustible fundamental de este proceso.
El vínculo de nuestros espacios públicos con una sociedad que está aprendiendo a gestionar sus propios desacuerdos aún no está diseñado. El plano del conflicto es la expresión de esta indeterminación y, por lo tanto, debe observarse sobre la marcha, desde su estado presente. Esta matriz de observación nos obliga a tomar parte de su conflicto, a interactuar y apropiarnos de estos espacios como ciudadanos y ciudadanas en diálogo con otros ciudadanos y ciudadanas. Su observación demanda situarnos sobre un plano que solemos mirar desde la altura y la distancia, y que debe ser re-entendido a partir de las tensiones invisibilizadas por nuestros medios de análisis y representación. La aproximación al plano del conflicto consiste en aprender de estos lugares, en intentar comprender su complejidad.
Estamos haciendo un llamado a observar estos lugares como asuntos de preocupación, a preguntarnos como las dimensiones políticas, urbanas, arquitectónicas, estéticas, comunitarias, económicas, operativas y ecológicas se intersectan en estos. ¿Cómo estas distintas dimensiones de poder se cristalizan en el plano del conflicto?, ¿Qué desequilibrios y ausencias entre estas dimensiones se manifiestan en nuestra actual desigualdad? No es el momento de apresurar respuestas definitivas, sino de observar y participar activamente -como ciudadanos y profesionales- del plano del conflicto.
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