El acuerdo por la “Nueva Constitución” no fue en sí mismo una cuestión de fundamentos de derecho constitucional ni de racionalidad política, sino que el resultado de la correlación política e ideológica de fuerzas tal como en aquel instante era percibida por las bancadas políticas, alejadas de la movilización popular y de sus demandas.
El silencio cómplice en el que se encuentra una gran parte de la intelectualidad opinóloga acerca del carácter de la Convención constitucional designada en el plebiscito como órgano político para redactar la nueva Constitución Política de la República es un mal augurio. Hay un déficit evidente de crítica democrática de la política. Ya que lo acordado entre la medianoche y los gallos de la madrugada del 15 de noviembre del 2019 no fue una cuestión zanjada por expertos en derecho constitucional caídos de un cielo sereno. Fue un acuerdo político de la casta política en el contexto de rebeldía social que desde el 18/O campeaba en el país, después que el 25 de octubre un millón 200 mil personas se manifestaran en Santiago exigiendo Asamblea Constituyente, que cuatro días antes (el 21 de octubre) el mismo presidente Pinera, en un gesto reñido con la esencia misma de la ética republicana le declarara la guerra a su propio pueblo, y que el 12 de noviembre una huelga general fuera convocada por organizaciones sindicales y sociales.
Cabe constatar que la apertura del proceso constituyente fue una victoria del movimiento social ciudadano y popular. Más claro aún, fue contra la voluntad de la casta política parlamentaria y del Ejecutivo del Estado. Fue evidente que, en un sobresalto institucional, la primera se aprovechó del clima de represión policíaco-militar impuesta por el Gobierno de Piñera; algunos como amenaza, otros como pretexto. En la puesta en escena se vio a una casta política a mal traer en el plano de la legitimidad, pero que supo utilizar el momento para capturar la energía popular, controlarla e imponerle un acuerdo fraguado sin consultarla. Después llegó la pandemia.
Aquel 15 de noviembre, parlamentarios oficialistas y de oposición (salvo algunas honrosas excepciones) firmaron un acuerdo en la más pura tradición de lo que ha sido el espíritu del consenso neoliberal pos dictatorial. No solo eso: el “Acuerdo” también tuvo el sello de las prácticas políticas que condujeron a la llamada “crisis de la representación”, es decir al desprestigio debido a la corrupción sistémica. Hubo, además, la sumisión de sectores políticos a la práctica del consenso: políticos jóvenes, aparentemente preparados, que habían llegado al parlamento a denunciarla y combatirla después de años de dominio del duopolio. Estos se presentaron con ropajes de demócratas convencidos; como promotores de una “revolución democrática” en la manera de relacionarse con la ciudadanía. Y llegado el momento, aquella noche – quedó ahí demostrado – no tuvieron ni la claridad ni el coraje político de consultar al pueblo que los eligió, pues no tenían el mandato para negociar la norma clave de funcionamiento de la Convención Constitucional (*). Y siempre hubo maneras de hacerlo.
El acuerdo por la “Nueva Constitución” no fue en sí mismo una cuestión de fundamentos de derecho constitucional ni de racionalidad política, sino que el resultado de la correlación política e ideológica de fuerzas tal como en aquel instante era percibida por las bancadas políticas, alejadas de la movilización popular y de sus demandas. Lo que muestra que los momentos constitucionales originarios no se inscriben en principios universales, sino que son acuerdos políticos que dependen de un contexto o momento histórico-social y, lo que es muy importante, de un factor subjetivo propio de la política: de la claridad y la decisión de los actores políticos y de la fuerza social de los proyectos de sociedad en pugna. Por lo mismo, si las constituciones adolecen de legitimidad popular en su redacción y adopción, volarán bajo. Diferente es que la Constitución sea redactada por el pueblo. La reflexión está. La metodología también existe.
El resultado del Acuerdo fue lo que es: un artificio para entregarle a la derecha política y oligarca la norma clave del procedimiento constitucional: el quórum de los 2/3 para aprobar las normas constitucionales, y por lo tanto un poder de veto de 1/3 de los delegados convencionales de estas fuerzas políticas que solo quieren preservar el viejo orden neoliberal. No se trata de elegir delegados a una Asamblea Constituyente para que libre, autónoma y soberana decida, por ejemplo, que los delegados puedan ser revocables si no respetan el mandato de defender los principios constitucionales por los que fueron elegidos. No. Fue la casta política tradicional que rayó la cancha con la colaboración y la debilidad ideológica de los políticos timoratos que imitaron y se rindieron a las viejas políticas de la casta oligárquica. En los libros de historia quedará escrito algo así: “La regla de los 2/3 de los 155 convencionales en ejercicio, para aprobar las normas constitucionales, fue adoptada para aplacar la actitud agresiva de la derecha temerosa de perder el control sobre principios clave de la nueva Constitución existentes en la anterior, la Constitución de Pinochet-Lagos, y así poder defender constitucionalmente el modelo capitalista-neoliberal”.
(*) Artículo 133 de la Ley Núm. 21.200 que modifica el Capítulo XV de la Constitución Politica de la República: «La Convención deberá aprobar las normas y el reglamento de votación de las mismas por un quórum de dos tercios de sus miembros en ejercicio. La Convención no podrá alterar los quórum ni procedimientos para su funcionamiento y para la adopción de acuerdos ».
Por Leopoldo Lavín Mujica
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